Menéndez, rey de la Patagonia
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Comentarios para Menéndez, rey de la Patagonia
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- Calificación: 5 de 5 estrellas5/5Excelente libro y a la vez muy triste la historia de la humanidad está plagada de actos inhumanos. La codicia una vez más priorizó la obtención de la riqueza mediante la matanza de los verdaderos dueños de las tierras invadidas.
No de ocurrir nunca más.
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Menéndez, rey de la Patagonia - José Luis Alonso Marchante
Farge
PRÓLOGO
CIVILIZACIÓN Y BARBARIE
Este es un libro definitivo sobre la verdad de lo ocurrido en el sur chileno y argentino conquistado por la civilización de origen europeo. El reparto de las tierras y el genocidio consumado con los pueblos originarios. Ya nadie -después de este acopio de pruebas- podrá señalar que las versiones críticas que surgieron a medida que se producían esos hechos eran exageradas o de pura imaginación.
Lo de la Patagonia Austral es un segundo capítulo del antecedente que se llamó Expedición del Desierto
del general Julio Argentino Roca. Es la segunda etapa que se llevó a cabo tanto en la Patagonia argentina como en la chilena. Fue otro método pero se aplicó el mismo concepto. La tierra quedó para unos pocos civilizados
y los pueblos originarios fueron exterminados después de quitarles esas tierras. José Luis Alonso Marchante, aquí, nos presenta en especial lo que ocurrió en Chile, principalmente, pero también de su eco en la Argentina, o viceversa, en esta biografía exhaustiva del aprovechado español José Menéndez.
Paso a paso, documento por documento, mencionando todos los testimonios oficiales y privados, y las investigaciones habidas hasta el momento, y nos deja algo indiscutible. Algo para el gran debate acerca de nuestros héroes
, nuestros pioneros
, nuestros hombres que traen consigo el futuro
. En esto están consagrados años de labor, de consulta, de información de época. El autor no deja de lado de discutir todas las opiniones de los historiadores hasta el presente sobre este tema, para aprobarlos o demostrar deficiencias. Lo mismo acerca de los testimonios citados en tales investigaciones, o informaciones de prensa, o las versiones de las autoridades de aquel tiempo. Aquí, en estas páginas, hay años de investigación, una investigación sabia y profunda, alejada de cualquier concepto ideológico. Basándose siempre en los principios de la ética y de la verdad histórica.
Quien, como el autor de este prólogo, dedicó más de una década a la investigación de las huelgas rurales patagónicas no puede menos que aplaudir ahora una obra como la de Alonso Marchante. Ahora sí, ya tenemos el camino para llegar a las conclusiones a las que deben arribar los políticos que representan a la verdadera democracia en esas regiones. Esperemos que aprendan y que esas comarcas no sigan sujetas al juego de los mezquinos intereses de los dueños
. Que esta verdad histórica pueda servir como código del futuro para no volver a cometer injusticias tan tremendas que obligan a pensar en como, en esos años de liberal-positivismo
, se traicionaron los principios de Mayo y el pensamiento de esas campañas libertadoras de San Martín y O´Higgins (además de lo que significó el verdadero genocidio de los pueblos originarios). Y pensemos como esos llamados civilizadores no pensaron tampoco en el debido respeto a la Ecología.
Todo el programa llevado a cabo por la denominada civilización
de los que descubrieron
América será llevado a cabo, entre otros, por un comerciante español, tal vez ni siquiera proponiéndose ningún plan civilizatorio
sino sólo a través de su afán de riquezas, de su ansiado progreso propio
. El egoísmo humano que los acompañó los hizo protagonizar actos de absoluta crueldad sin contemplaciones, porque había que ganar todo para llevar a cabo la civilización de la barbarie
.
El autor de este libro, primero hace una profunda presentación del escenario donde va actuar el comerciante José Menéndez. De ahí, los capítulos sobre los pueblos originarios de toda la región, especialmente la fueguina. Y después pasará a descubrir los métodos empleados por los civilizados
para exterminar a la población originaria en una parte del libro titulada Violencia contra los indios
. Entre ellos se menciona a Luis Piedrabuena, un personaje que en su honor lleva su nombre una ciudad argentina de la provincia de Santa Cruz. Un dato para pensar en la vergüenza que sufrimos los argentinos, que tenemos que vivir en ciudades o calles con el nombre de genocidas o explotadores, con grandes homenajes a ellos. El autor de este libro se dedica a un concienzudo trabajo acerca del estado de la historia, en especial de las regiones de Tierra del Fuego y de la ciudad chilena de Punta Arenas. También está explicada en todos sus detalles - positivos y negativos - la posición de los representantes de la Iglesia Católica. Principalmente, lleva a cabo el estudio histórico de la misión Fagnano: cuyo nombre es recordado hoy en Tierra del Fuego con un lago, el mayor de esa región. En vez de respetar los bellos nombres originales puestos por los habitantes de los pueblos originarios siempre referidos a las características de la naturaleza. No, se pusieron los nombres de sus conquistadores.
También está aquí la historia del imperio económico de Menéndez-Braun, cuando las dos familias se unieron mediante la boda entre Mauricio Braun y una hija de Menéndez. Y todo el proceso de cómo se cambia la vida de la fauna natural de la región: por ejemplo, el guanaco va a desaparecer cuando llega la oveja. Y está el capítulo de los cazadores de indios
, crimen de los peores de nuestra historia conjunta chileno-argentina en ese verdadero paraíso de paisajes que es Tierra del Fuego y la Patagonia continental. Hasta se llegó al colmo: al remate de indios
, como se había hecho durante la colonización española, con el remate de esclavos de origen africano. La civilización
europea, occidental y cristiana. Todo terminará para José Menéndez, verdadero conquistador
de esas tierras, con la disputa de su fortuna por sus propios hijos. Como debía terminar esta historia trágica. Por encima de toda moral, el dinero.
Vuelvo a sostener: esta obra será un libro de consulta obligada para todo estudioso de la historia contemporánea del Sur argentino-chileno. Es un testimonio irrefutable de cómo estadistas y comerciantes destruyeron los sueños de todos nuestros Libertadores, todos muertos en la humildad más absoluta. Un libro para aprender esta lección de Ética que nos enseña el investigador a fin de no repetir la historia. Y vemos que finalmente siempre triunfa la Verdad, y la Verdad indiscutible sale a la luz una vez más.
Osvaldo Bayer
CAPÍTULO 1
ALLÁ EN LA PATAGONIA
Tal vez no haya otra región en el mundo de la que se haya hablado tanto y que sea menos conocida que la Patagonia, considerada, desde hace más de dos siglos y medio, como la patria de un pueblo de gigantes que sólo existieron en la imaginación de los primeros viajeros, muy bien secundados, en sus ensoñaciones, por la credulidad de unos, la ignorancia de otros y la falta de criterio de todos.
Alcide D’Orbigny, Voyage pittoresque dans les deux Amériques,
París, 1841, 273.
Una naturaleza exuberante
En agosto de 1591 partía del puerto inglés de Plymouth la segunda expedición de Thomas Cavendish al Atlántico Sur. Su objetivo era llegar a China bordeando el extremo más austral del continente americano, repitiendo la ruta que habían recorrido con éxito cinco años antes. Después de una tempestuosa travesía por el océano Atlántico y la costa oriental de América, los cinco barcos que formaban la escuadra arribaron al estrecho de Magallanes en marzo de 1592. Dos meses más tarde, las penalidades sufridas en el trayecto por la tripulación la habían colocado al borde del motín por lo que Cavendish decidió dividir su escuadra. Él con tres de sus barcos partirían hacia el norte con el fin de aprovisionarse, mientras los otros dos, el Desire y el Black Pinnace, permanecerían en la zona al mando del capitán John Davis. No obstante, Davis y sus hombres no se mantuvieron inactivos. En su afán exploratorio, recorrieron el estrecho de Magallanes en toda su longitud, desde cabo Vírgenes a isla Desolación, e incluso descubrieron, el 14 de agosto de 1592, las Islas Malvinas ¹.
Instalados en Puerto Deseado, en plena costa patagónica, encontraron una pequeña isla situada veintiún kilómetros al sudeste, donde había gran abundancia de focas y sobre todo de pingüinos, animales que los marineros veían por primera vez. John Jane, el cronista del viaje, escribió que los pingüinos tenían forma de pájaro pero sin alas, con dos muñones en su lugar con los que nadan bajo el agua con la misma rapidez que cualquier pez. Al comerlos, no son ni pescado ni carne y el pájaro es de una grandeza razonable, dos veces más grande que un pato
². Era tal la abundancia de esos pájaros, que los navegantes bautizaron el lugar con el nombre de Penguin Island, la Isla Pingüino. Sin embargo, antes de emprender el camino de regreso a casa, John Davis y sus hombres decidieron llevar a cabo una mortífera incursión en la isla matando a palos a veinte mil de estas aves en sólo unos días. Incapaces de volar a causa de su adaptación a la vida acuática, los pingüinos no tenían enemigos naturales en tierra y se encontraban completamente desprotegidos frente al ataque de los marinos ingleses. Sin desconfiar del hombre, los pájaros contemplaban extrañados a los intrusos o les hacían frente sin sospechar su desventaja, para caer inmediatamente abatidos por un golpe certero. Cuando el 22 de diciembre de 1592 se embarcaron con destino a Inglaterra, el Desire llevaba sus bodegas abarrotadas con catorce mil pingüinos, que habían sido secados y salados previamente. Ahora bien, a la altura de la línea del Ecuador, la carne de las aves se pudrió provocando la aparición de un repugnante gusano de una pulgada de largo que comenzó a devorar el resto de las provisiones, para continuar con las botas, zapatos, camisas, sombreros y calcetines de la tripulación e incluso las vigas de madera del barco. Los hombres intentaron destruir los gusanos pero cuantos más mataban más se reproducían éstos. Muchos de los tripulantes vieron como se hinchaban sus tobillos y aparecían llagas en diversas partes del cuerpo para finalmente morir en medio de atroces sufrimientos. La venganza de los pingüinos provocó una gran mortandad entre la tripulación, de tal modo que sesenta de los setenta y seis hombres que habían subido a bordo en Puerto Deseado murieron a lo largo de la travesía. Solamente los oficiales y un grumete, que se habían refugiado juntos en la cabina con los últimos víveres, pudieron desembarcar por su propio pie al arribar al puerto irlandés de Bearhaven, el 11 de junio de 1593, casi dos años después de su partida.
La parte del planeta donde sucedieron estos hechos, la Patagonia, es una vasta región que se extiende geográficamente por el sur de América, con sus costas mirando simultáneamente al océano Pacífico y al océano Atlántico. Para los europeos se trataba de una terra incognita, desmesurada, misteriosa y enigmática, de tal modo que las descripciones de los primeros viajeros se convirtieron rápidamente en mitos y leyendas que corrieron de voz en voz: sus habitantes eran colosos que superaban los ocho pies de altura, los recursos naturales bastaban para alimentar países enteros y sus fósiles eran los más antiguos. El nombre de Patagonia se debe al navegante portugués Hernando de Magallanes, comandante de la primera expedición que llevó a cabo exitosamente la circunnavegación de la tierra, aún a costa de su propia vida y de la mayor parte de los miembros de su tripulación. Magallanes y sus hombres atravesaron en toda su longitud el estrecho que hoy lleva su nombre, un largo canal marítimo creado por la naturaleza para unir los dos océanos más grandes del mundo. Al recorrer las costas de la parte más austral de América en marzo de 1520, impresionado por la altura, corpulencia y aspecto salvaje de sus habitantes dio a esas gentes el nombre de Patagones
(Pigafetta, 1899: 16). Por supuesto, los pueblos originarios que habitaban estos territorios desde hacía miles de años tenían sus propios nombres, y así, por ejemplo, los valerosos mapuches llamaban a sus tierras Wallmapu.
La superficie terrestre de la Patagonia abarca más de un millón de kilómetros cuadrados y, en la actualidad, su territorio está repartido entre Chile y Argentina, con la cordillera de los Andes como línea fronteriza entre ambos países. El límite sur de la Patagonia llega, según algunos autores, hasta el estrecho de Magallanes, mientras que para otros incluye también la Tierra del Fuego y las islas de su archipiélago, extendiéndose así hasta el Cabo de Hornos. La Patagonia chilena, en la parte occidental, comprende hoy la provincia de Palena, que forma parte de la X región de los Lagos, y las regiones XI de Aysén y XII de Magallanes. En cuanto a la Patagonia argentina, ubicada al este, está formada por cinco provincias: Neuquén, Río Negro, Chubut, Santa Cruz y Tierra del fuego. En la época del comienzo de la colonización, el territorio de la Patagonia incluía, según los geógrafos, cualquier lugar más o menos inexplorado por debajo del Río de la Plata.
La geografía de la Patagonia presenta una gran diversidad, como corresponde a un territorio tan amplio. Parajes montañosos cubiertos con las manchas oscuras de los bosques y que frecuentemente son atravesados por glaciares, se combinan con grandes estepas áridas sin apenas vegetación y barridas constantemente por un viento inclemente. Si en la costa norte atlántica la línea de playa es una recta solamente interrumpida por la desembocadura de los ríos y por algunos acantilados, en la parte sur y en las riberas del Pacífico se suceden los fiordos, canales y archipiélagos que proporcionan a ese litoral un caprichoso e irregular perfil. La orografía patagónica es de carácter volcánico con una altitud media superior a 2.500 metros. En esa parte de la cordillera de los Andes se incluyen cumbres legendarias, como el volcán Domuyo, ubicado al norte de Neuquén y que con sus 4.709 metros tiene el privilegio de ser la montaña más alta de toda la Patagonia; el cerro Chaltén, con una altura de 3.375 metros que le sirve para dominar el macizo FitzRoy; las Torres del Paine, que con sus 3.050 metros son el icono del parque nacional del mismo nombre; o el monte Darwin, que tiene una altura de 2.488 metros y constituye la cima más elevada de la Tierra del Fuego, donde la cordillera se sumerge ya en la frías aguas para no emerger sino mucho más al este, en las islas del océano Antártico. Los primeros viajeros europeos quedaron tan sobrecogidos por esta imponente geografía, que la toponimia de la región todavía refleja hoy ese temor y respeto: bahía Inútil, punta Desengaño, isla Desolación, Puerto del Hambre o paso Tortuoso.
La historia de John Davis y su tripulación es suficientemente ilustrativa de la estremecedora e insaciable capacidad del hombre para esquilmar la naturaleza, incluso por encima de sus necesidades, pero nos habla también de la inmensidad de una tierra fértil y generosa que comenzaba a ser explorada por esas fechas. Corresponde a los infortunados marinos del Desire el triste privilegio de inaugurar una época en la que muchas especies que habitaban las costas, islas y canales de la Patagonia se situarán peligrosamente al borde de la extinción. Además de los pingüinos (Spheniscus magellanicus), el territorio más al sur de América era el hábitat preferente de algunas variedades de mamíferos marinos que formaban nutridas colonias, especialmente en la época de apareamiento. El lobo marino de un pelo (Otaria flavescens) o de dos pelos (Arctocephalus australis), la foca leopardo (Hydrurga leptonyx) y el elefante marino (Mirounga leonina) eran habituales en las costas patagónicas y los canales fueguinos, residiendo algunas especies casi todo el año en las roquerías y playas. Se trataba de animales muy voluminosos, alcanzando algunos machos hasta seiscientos kilógramos de peso, el doble que las hembras. De grandes mandíbulas y colmillos poderosos, estos mamíferos reposaban al borde del mar sobre escarpados promontorios totalmente inaccesibles desde tierra. De este modo, los cazadores debían aproximarse en barco y desembarcar sigilosamente para sorprenderlos.
Los pueblos nómadas canoeros que habitaban ese territorio, los yámanas y kawésqar, se alimentaron durante milenios de estos animales, cazándolos con arcos y flechas, lanzas o arpones. También los aónikenk del continente y los selk’nam y haush de la isla de Tierra del Fuego, a pesar de ser pueblos nómadas terrestres, incluirán entre sus actividades complementarias la caza de lobos marinos cuyas colonias eran abundantes, especialmente en el territorio haush, en el extremo sudeste de la isla ³. Además de su carne, los indígenas aprovechaban igualmente el cuero, con el que confeccionaban las aljabas para transportar sus flechas, y la vejiga, que usaban de bolsa para guardar lo que deseaban preservar de la humedad, por ejemplo, el hongo seco que empleaban como yesca y las piedras para hacer fuego. La importancia que daban a estos mamíferos marinos se refleja en la impresionante ceremonia del Hain, escenificada por los selk’nam, donde en un apartado de la misma los hombres imitaban con su cuerpo los movimientos de una manada de leones marinos. Denominados koori o keorjn en lengua indígena ⁴, la representación conllevaba gran realismo hasta el punto que Martín Gusinde, habiéndola presenciado en 1923, aseguró que no puede imaginarse mejor la perfección en la imitación de la conducta de los leones marinos, tan sorprendente es la exactitud de los hombres en el desempeño de su papel
⁵. Sin embargo, los pueblos aborígenes jamás pusieron en peligro la existencia de estas especies al abatir exclusivamente los ejemplares que necesitaban para su supervivencia. Como veremos inmediatamente, no sucedió lo mismo cuando la civilización
europea llegó a este territorio.
Cazadores de lobos
La presencia del hombre blanco en la Patagonia cambiará pronto esta situación de equilibro natural, provocando la casi total aniquilación de algunos tipos de mamíferos marinos. El animal más afectado fue el lobo de dos pelos, que era el preferido de los cazadores debido a la finura y a la abundancia de su piel. Después de muertos, se les sacaba el cuero, que era enviado a Gran Bretaña donde existían casas especializadas en tratar este tipo de pieles. Los pingüinos también fueron objeto de depredación por parte de los europeos aunque su tamaño comparativamente más reducido los hacía menos atractivos que los grandes mamíferos marinos, de donde se podía conseguir una mayor cantidad de grasa y aceite. En efecto, los marinos loberos apreciaban a estos animales por su carne y su grasa, de la que se elaboraba aceite, aunque la principal razón de su caza era la obtención de la piel, sobre todo la de las crías recién nacidas.
Doscientos años después de que el inglés John Davis dejará un rastro sangriento en las costas patagónicas, los españoles se instalarán en el mismo lugar a través de la Real Compañía Marítima de Pesca. En 1790 levantarán una factoría pesquera en Puerto Deseado desde donde desarrollarán labores de caza de ballenas y lobos marinos. Los documentos nos han legado valiosos testimonios sobre las pacíficas relaciones de los recién llegados con los indígenas que habitaban la costa oriental de la Patagonia. No obstante, también ponen de relieve el desfavorable intercambio comercial entre ambos, que será la tónica general de los años siguientes: los indios suelen conducir [a la colonia] dicha sal y algunas carnes de guanaco y pieles: el rescate suele ser por lo regular cigarritos y aguardiente templado con 70 u 80 % de agua de aquí
⁶. En todo caso, el principal objetivo de la colonia española de Puerto Deseado no fue la caza de lobos ni el comercio con los aónikenk, sino la afirmación de la soberanía en los mares australes de la para entonces maltrecha monarquía hispánica. Su presencia estaba justificada por el poderío marítimo de Inglaterra y las constantes incursiones de sus corsarios en estas costas. Sin embargo, unos años después, la irresistible agonía del imperio español llevará al abandono de la desamparada colonia, siendo evacuados sus últimos habitantes en 1806 ⁷.
La marcha de los españoles coincidirá con la llegada de unos nuevos y avariciosos visitantes. La independencia de los Estados Unidos permitiría que se organizaran, desde ese país, las primeras expediciones de cazadores loberos con destino al Atlántico Sur. Mucho más prolongadas en el tiempo, y por tanto más letales para la fauna marítima, los codiciosos marineros de Nueva Inglaterra, que navegaban a bordo de ligeros y rápidos bergantines, fueron aniquilando una a una las colonias de estos animales. Los primeros y más abundantes cazaderos se situaron en las islas del océano Antártico, Shetland del Sur, Orcadas del Sur y Georgias del Sur, que fueron continuamente visitadas por barcos pesqueros ingleses y norteamericanos en el primer cuarto del siglo XIX. El capitán James Weddell registró en las islas Shetland del Sur a cuarenta y cinco barcos foqueros y loberos que, para la campaña de 1822, habían destruido completamente las poblaciones de estos animales. Tan pronto una foca tocaba tierra, se la mataba sin importar cuál fuera su especie, su talla o su sexo, siendo despedazada sobre el terreno. En el archipiélago de Georgias del Sur se estima en un millón el número de pieles obtenidas por los loberos ingleses y americanos, que llegaron a diezmar las poblaciones de estos animales. Entre los foqueros legendarios figura el capitán norteamericano Edmund Fanning quien, al mando del Aspasia, obtuvo 57.000 pieles de focas en la campaña del año 1800. O el escocés William Low, experimentado cazador de lobos que será contratado como piloto por FitzRoy en la segunda expedición hidrográfica británica al archipiélago magallánico⁸. También alcanzó gran renombre el capitán William Horton Smiley, oriundo de Rhode Island, en cuya flota servirá años después el marino argentino Piedra Buena.
Sin embargo, pronto las flotillas de loberos comenzaron a recorrer el archipiélago fueguino y el estrecho de Magallanes, debido a la aniquilación de las colonias de focas de las islas del océano Glaciar Ártico. En el período entre 1820 y 1860 la presencia de foqueros norteamericanos fue muy habitual en los territorios yámana y kawésqar, disminuyendo a partir de entonces a medida que la despiadada caza supuso la práctica desaparición de lobos, focas y leones marinos. El zoólogo italiano Decio Vicinguerra, que en 1882 visitó la isla de los Estados, menciona en su informe que el lobo de dos pelos apenas era avistado por la activísima caza a que había sido sometido mientras que, hablando de los pingüinos, escribe que los pescadores los matan por cantidades considerables, con el fin de recoger el aceite que se extrae de la mucha grasa que cubre su cuerpo […] no es improbable que algunas especies de este género, que ya desaparecieron de ciertas localidades donde en épocas no muy remotas eran numerosas, vayan extinguiéndose completamente
(Bove, 2005: 62). El pensador anarquista Élisée Reclus escribió en 1902, al respecto de los cazadores de focas: sin preocuparse por la conservación de las especies, matan las focas por centenares de miles, en la época de apareamiento, masacrando todas las que encuentran a su paso
(De Gerlache, 1902: IV).
La escasez de lobos marinos y otros otáridos convirtió su caza, a partir de 1870, en un asunto exclusivamente local, organizándose la mayor parte de las expediciones desde la incipiente colonia chilena de Punta Arenas. Fue sin embargo un marino argentino, Luis Piedra Buena, quien revitalizó esta actividad desde sus establecimientos en la isla Pavón, en la bahía de San Gregorio y en la isla de los Estados, donde instaló una factoría para el tratamiento del aceite de los pingüinos y lobos marinos. Al mando de la goleta Espora y, tras su hundimiento en 1873, del cúter Luisito, se sirvió para esta actividad de su experiencia anterior como tripulante de los barcos loberos norteamericanos⁹. Luis Piedra Buena navegó incansable por los canales y mares de la América austral convirtiéndose en un personaje tremendamente controvertido. Su biografía difiere sustancialmente en función de si su evocación la realizan historiadores argentinos o chilenos. Para los primeros, el marino fue poco menos que un caballero de los mares, una especie de salvador de tripulaciones naufragas. Así, defendió por encima de todo la soberanía argentina y no dudó en sacrificar sus intereses personales, y aun su fortuna, en provecho de su país. Para las autoridades chilenas, Piedra Buena fue simplemente un vulgar pirata que recorría el estrecho de Magallanes en busca de cualquier buque naufragado para apropiarse de su cargamento. También lo acusaron de despiadado comerciante, que intercambiaba con los tehuelches valiosas pieles y cueros por aguardiente de la peor calidad. Incluso su propio compatriota, el político Estanislao Severo Zeballos, definió el establecimiento comercial de Piedra Buena en isla Pavón como miserable pulpería de barro y de paja donde los indios trocaban frutos de sus cacerías por aguardiente venenoso
¹⁰. La gota que colmó el vaso de la paciencia chilena fue su intento de fundación en San Gregorio de una colonia denominada La Argentina
. Finalmente, el gobernador Oscar Viel Toro, máxima autoridad de Magallanes, expulsará a Piedra Buena de Punta Arenas a donde no regresará jamás.
Aónikenk en el puesto de Piedra Buena en isla Pavón hacia 1870 (grabado del libro de Musters)
A partir de entonces, será su amigo José Nogueira quien monopolice tan lucrativa como arriesgada actividad cinegética. Nogueira fue protagonista principal de la historia magallánica, en cuya biografía merece la pena detenerse. Nacido en 1845 en Vila Nova de Gaia, a orillas de Duero, el portugués emigró a América donde se embarcó como marinero en los barcos loberos norteamericanos. Radicado en la colonia de Magallanes hacia 1870, Nogueira armará una pequeña flotilla de goletas tripulada por marineros portugueses, españoles y chilenos. El más famoso de sus barcos fue la goleta Rippling Wave, construida en 1868 en los astilleros de Nueva York y que Nogueira comprará de segunda mano en 1880 en las Islas Malvinas, empleándola en labores de cabotaje a partir del momento en que la pesca comience a escasear¹¹. Las expediciones de caza de lobos solían durar cuatro meses y la tripulación, formada por una decena de hombres, era obligada a trabajar día y noche, recibiendo a su regreso una parte de las ganancias. Los cueros de los animales se exportaban al mercado británico a razón de unas diez mil pieles anuales, lo que permitía al armador la obtención de elevados beneficios. Nogueira, a través de su almacén de mercaderías, comercializaba pieles de lobo marino, guanaco y avestruz, actividad que estuvo en el origen de su fabulosa fortuna.
Los loberos llevaban a cabo sus incursiones de caza durante la época de parición, entre los meses de noviembre y enero, cuando los lobos marinos se concentran en grandes colonias en las playas rocosas, siendo mucho más fácilmente abatibles. Los marineros desembarcaban y se aproximaban a los animales por el costado de sotavento, a fin de que el viento no denunciara su presencia. Formaban un círculo alrededor de la colonia y atacaban al unísono a los aturdidos animales con una vara de ciprés o un simple garrote, matándolos a palos tras un golpe seco en el hocico. En otras ocasiones, armados con fusiles, los loberos solían abatir a tiros a los leones marinos, que en un desesperado intento por proteger a sus crías les hacían frente inútilmente. El resultado era una verdadera carnicería que en una buena jornada de caza podía proporcionar al armador hasta un centenar de pieles. El escritor Fray Mocho describe en su En el mar austral
una cacería de lobos ejecutada por un grupo de pescadores de Punta Arenas hacia finales del siglo XIX, en una roquería cercana a isla Lennox:
Cuando subimos a la cima había diseminados sobre las rocas planas unos trescientos lobos que, gruñendo o roncando, se oreaban tranquilamente, resaltando su pelaje moro sobre las piedras negras y brillantes. A una voz, atropellamos todos y la cumbre y el suave declive de la ladera se hicieron una verdadera confusión: cada uno cuidaba de sí mismo y trataba de llenar su tarea sin mirar a sus compañeros. Fue una cosa horrible. Los lobos rodaban aquí hacia el mar mugiente a que los llevaba su instinto, muriendo sin alcanzarlo y obstruyendo las pequeñas tajaduras y los declives, mientras la sangre corría en hilos sobre la playa […] Un cuarto de hora a lo sumo duraría la bárbara escena y sobre las piedras quedaban tendidos ciento cincuenta y ocho anfibios, que para nosotros representaban una fortuna y que eran el resultado de nuestro esfuerzo […] Todo ese día y el siguiente los pasamos desollando lobos y arrollando los cueros rellenos de sal y con el pellejo para fuera, continuando aún en la noche la penosa operación (Álvarez, 1920: 226).
Otro testimonio estremecedor es el del explorador sueco Otto Nordenskjöld que narra con gran detalle una escabechina, en este caso de pingüinos, en la que participó en 1902:
Nos armamos de las hachas que nos servían para matar focas y empezamos la matanza. Difícilmente se puede formar idea de un trabajo más fastidioso. Primero intentaron huir la mayor parte, aunque muchos de los más grandes y valientes que estaban cerca de sus pequeñuelos o de centinela alrededor de los nidos, nos atacaron e hicieron frente, más cuando vieron la imposibilidad de salvarse se rendían, y un golpe en la cabeza les hacía rodar por el suelo. Matamos en total setenta pájaros bobos, que después descuartizamos separando la parte de su carne que nos debíamos llevar, y al cabo de hora y media habíamos terminado el trabajo de aquel día. Sólo lo imperioso de nuestras necesidades nos impulsó a realizar tal matanza, a la que no hubiera podido arrastrarnos ningún otro objeto, pues si es penoso en otras regiones tener que matar animales en gran número, es todavía más repugnante y odioso en aquellos parajes, donde aún no desconfían del hombre. Cuando alguien se les acerca, miran al intruso con ojos extraños y curiosos o le atacan resueltamente sin pensar siquiera en su inferioridad. Era poco agradable quitar la vida a aquellos pájaros que contemplábamos tantas veces y que en aquellas desiertas soledades se consideran casi como compañeros de fatigas (Nordenskjöld, 1904, I: 478).
Con semejantes estragos no resulta sorprendente que las colonias de lobos marinos y otros pinnípedos comenzaran a menguar a ojos vista. Para 1884, estaban dedicadas a la pesca de lobos cinco goletas pertenecientes a tres armadores de Punta Arenas, que totalizarán al terminar la estación 3.500 cueros, lo que implicaba una cifra menor de capturas frente al resultado de años anteriores (Bertrand, 1886: 124). El alarmante descenso en el número de ejemplares llevará a las autoridades chilenas a regular su caza. Sin embargo, era imposible ejercer la vigilancia y control adecuados debido a las enormes extensiones de islas y canales a custodiar, por lo que las expediciones loberas seguirán practicándose de manera furtiva. En 1885, el gobernador Francisco Ramón Sampaio se quejaba amargamente al Ministro señalando que los barcos vienen de todas partes a buscar la pesca, sin pagar ningún tributo y muchas veces sin tocar en el puerto de Punta Arenas
¹². En todo caso, el negocio de la pesca de lobos declinaría definitivamente a partir de 1890 debido al casi total exterminio de las poblaciones de mamíferos marinos. De hecho, el 20 de agosto de 1892 el congreso chileno estableció una moratoria mediante la promulgación de una ley que prohibía por espacio de un año, que luego fue prolongado otros cuatro más, la caza de focas y nutrias en todo el territorio de Magallanes a fin de prever a la multiplicación de estas especies que están casi extinguidas en razón del abuso inmoderado con que se las ha perseguido
(Vera, 1897: 440).
Marineros e indígenas
Las actividades de los barcos loberos por las costas patagónicas y los canales e islas fueguinas provocaron frecuentes roces con los pueblos originarios que habitaban ese amplio territorio, especialmente con los kawésqar y yámanas, a quienes los marineros trataron con una brutalidad desconocida hasta entonces. Los loberos también empleaban a los indígenas como marineros forzosos, entregándoles a cambio de su trabajo frazadas y ropas usadas. El sacerdote verbita Martín Gusinde refiere como los utilizaban en la caza de las escurridizas nutrias: los patrones de goletas recurren a los indios, quienes van siempre adelante con sus perros, que encuentran los rastros y agarran las nutrias. A los indios, que han trabajado semanas enteras a servicio forzado para los patrones de goletas, se les da, en recompensa, algunos víveres ya medio descompuestos, un poco de licor, o un pantalón roto […] han pisoteado los principios de justicia, honradez y rectitud, explotando al indio y cometiendo delitos vergonzosos
(Gusinde, 1924: 56). El marino británico Robert FitzRoy aseguraba en el relato de su viaje que los loberos robaban a los indios de los canales sus pieles de lobo y de nutria. Un hecho confirmado por el misionero salesiano Alberto María De Agostini ¹³, que concluye que aventureros de la peor ralea, buscadores de oro y loberos cometieron impunemente acciones nefandas contra estos infelices e indefensos indios a los que remataban después bárbaramente a tiro
(De Agostini, 2005: 318).
No es extraño por tanto que los indígenas que a finales del siglo XIX todavía poblaban las islas y canales magallánicos se ocultaran inmediatamente en cuanto aparecía cualquier barco. Especialmente desconfiados de los europeos eran los kawésqar. Al habitar en las cercanías del estrecho de Magallanes y los canales adyacentes, por donde era más frecuente el paso de naves de tráfico comercial, fueron los primeros que tuvieron desagradables contactos con las tripulaciones de los barcos. Intercambiaban preciosas pieles de nutria y lobo marino por bebidas alcohólicas y tabaco en una relación comercial claramente desventajosa para los indígenas. Hay que tener en cuenta que los kawésqar ocupaban un amplio territorio en el que las únicas vías de comunicación eran los canales marítimos. La mayoría de las islas eran intransitables debido a su orografía rocosa y escarpada por lo que los nativos se desplazaban de un lugar a otro en sus frágiles canoas, convirtiendo en inevitables sus encuentros con los navegantes europeos.
Familia kawésqar en 1922 acercándose a uno de los barcos que navegan por el estrecho de Magallanes (León Durandin Abault)
Son muchos los relatos de choques sangrientos entre marineros e indígenas, especialmente perjudiciales para éstos últimos. En marzo de 1871 el capitán del bergantín inglés Propontis desembarcó en Puerto Gallant y sin mediar provocación alguna mató a dos indígenas para, a continuación, ser atacado en respuesta por los kawésqar que le dieron muerte en el mismo lugar (Martinic, 1979: 38). El escritor Gaston Lemay, que recorrió a finales de 1878 el estrecho de Magallanes en un viaje de placer a bordo de La Junon, advirtió el gran temor que tenían las mujeres kawésqar a subir a bordo de los barcos, algo que solamente se atrevían a hacer los hombres. Lemay, con desagradable ironía interpretó correctamente la causa de este miedo, asegurando no tener dudas sobre la galantería exagerada de los que pasaron por aquí antes que nosotros
¹⁴. Se refería evidentemente a los abusos sexuales y violaciones de las que habían sido objeto las mujeres kawésqar por parte de las tripulaciones de los barcos y que no se habían borrado de la memoria colectiva. Los testimonios hablan de la preferencia de los marineros por las niñas ya que las mujeres peleaban con tanta ferocidad como los hombres y muchas veces tenían que matarlas a golpes sin haber podido consumar la violación. Todavía en marzo de 1894 la tripulación del cutter Teresina B, que se dirigía al canal Smith en busca de oro, intentó apropiarse de mujeres indígenas, produciéndose un enfrentamiento en el que resultaron muertos el austriaco Esteban Buntilich y al menos dos kawésqar. El gobernador Manuel Señoret Astaburuaga no dudó en señalar que el motivo del sangriento choque han sido las mujeres indígenas, cuya posesión han pretendido los tripulantes del cutter
, añadiendo que los indígenas jamás han atacado las numerosas embarcaciones que con motivo de los lavaderos de oro han cruzado con tanta frecuencia los canales en estos últimos años
¹⁵. Todos los exploradores, viajeros y navegantes que atravesaron durante siglos el archipiélago magallánico consignaron en sus relatos la rapidez con la que las mujeres kawésqar se eclipsaban sin dejar huellas a la simple vista de un barco, internándose en el bosque, escondiéndose tras las rocas o permaneciendo en las canoas a la espera de sus esposos cuando éstos subían a cubierta.
Los yámanas, que fueron el pueblo más austral del mundo, también descubrieron pronto el salvajismo de los colonizadores, como en 1894 en la isla Wollaston cuando los marineros de la goleta Rescue dispararon indiscriminadamente contra los indígenas que se acercaban con sus canoas, provocando nueve muertos. Este bárbaro comportamiento de la mayoría de las tripulaciones de los barcos que surcaban los canales fueguinos contrasta vivamente con la actitud pacífica de los indígenas, siempre dispuestos a auxiliar a los marineros que tenían la desgracia de naufragar en su territorio. Así lo recoge un aviso de la Prefectura Marítima de la República Argentina fechado en octubre de 1893 y que contenía una serie de consejos a los navegantes al respecto de los indígenas yámana: estos indios son casi en su totalidad civilizados, su carácter es sumiso y hablan algo de inglés. Los navegantes no deben, pues, tener temor alguno a esta gente, y pueden, confiados, hacer señales o acercarse y desembarcar en la costa, seguros de ser bien recibidos por los indios y hasta auxiliados y tratados humanamente, ya sea proporcionándoles los elementos de que disponen, ya indicándoles la mejor y más segura ruta a seguir para encontrar la Gobernación o la Misión inglesa. Estos indios son los mejores auxiliares que tiene la gobernación
¹⁶. Y también es muy ilustrativa la historia de John Niederhauser, de profesión relojero y natural de Berna, que dejó la pobreza que existía en su Suiza natal para buscar fortuna en Norteamérica. Allí se enroló como marinero en un barco lobero que se dirigía hacia el archipiélago fueguino para la campaña de caza de focas. Sin embargo, fue abandonado junto a sus seis compañeros por su despiadado patrón en un islote desolado. Con grandes penurias consiguieron llegar hasta Oazy Harbour, donde los marineros fueron auxiliados por una tribu de aónikenk que habitaba ese territorio. Cuando fue recogido por un barco francés, en enero de 1838, Niederhauser asegurará a su capitán al respecto de los nativos, que nunca temieron por un mal tratamiento. Todo lo que poseía, incluyendo su pequeña colección de útiles de relojero, había sido respetado por los salvajes, que no se permitieron el menor robo
(Dumont D’Urville, I, 1842: 149).
Múltiples testimonios señalan el carácter tranquilo de los pueblos indígenas del extremo sur de América que solamente se transmutaba en agresividad debido a las provocaciones de los tripulantes de los navíos. En ese caso, aunque los nativos pudieran causar algún muerto entre los marineros, la respuesta brutal y desproporcionada no se hacía esperar, pagando a menudo los indígenas su atrevimiento con una represión sin piedad que llenaba de cadáveres las orillas de la playa.
El 22 de mayo de 1520, a la entrada del río Santa Cruz, naufragó la nao Santiago de la flotilla de Hernando de Magallanes, recibiendo el penoso honor de ser el primer barco que se iba a pique en las traicioneras aguas del extremo más austral del continente americano. La Santiago estaba comandada por Joan Serrano, desplazaba 90 toneladas y había costado la nada despreciable suma de 187.000 maravedíes. En los siglos siguientes, muchos barcos de las diversas expediciones que