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Un peregrino cuenta su historia
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Libro electrónico262 páginas3 horas

Un peregrino cuenta su historia

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En esta autobiografía el padre Aldunate cuenta con extremada sencillez hechos que le tocó vivir o presenciar como espectador de primera línea, además de los principales desafíos que debió enfrentar en su vida, desde su temprana vocación religiosa hasta su opción por el mundo obrero, pasando por su férrea, valiente y pacífica defensa de los derechos humanos. Estas 200 páginas derrochan humildad, lucidez, inteligencia, bondad, honestidad intelectual, pero sobre todo humanidad.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento1 sept 2018
ISBN9789563571585
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    Un peregrino cuenta su historia - José Aldunate Lyon SJ

    Hurtado.

    Mis raíces

    Llegué al mundo el 5 de junio de 1917 en forma un tanto sorpresiva como cuenta mi mamá. Era el segundo hijo de la joven pareja que ocupaba una casa-villa en la Avenida Macul. Recorría la avenida un tranvía de sangre y por todos lados había campo. De este período no tengo recuerdos sino una vaga reminiscencia de soledad.

    Mi padre era Carlos Aldunate Errázuriz. Mi abuelo, Carlos Aldunate Solar estaba casado con Pelagia Errázuriz Echaurren hija y hermana de presidentes liberales, pero también vinculada a personajes católicos como el arzobispo Crescente Errázuriz y una tía religiosa cuyo nombre de religión dio origen a la dinastía de las Pelagias, en la familia. Mi abuelo en cambio fue siempre conservador, un tiempo presidente del partido. Prestó servicios a la Iglesia como su abogado en el proceso de la separación de la Iglesia respecto al Estado chileno en 1925. Los Aldunate llegaron a Chile en 1692; hubo un eclesiástico y un jesuita en la primera generación. Llevaban el apellido Martínez de Aldunate. Así se apellidaba el obispo de Santiago en los años de la Independencia, quien fue exiliado por ser realista. Pero la familia se vinculó con doña Rosa Carrera, hija de José Miguel y llevaba una tradición más política que religiosa. Recuerdo de niño, alojando un verano en la casa de mis abuelos en Zapallar (ahora ocupada por la Municipalidad) la efervescencia que se vivía bajo la dictadura de Ibáñez con los familiares perseguidos y exiliados. Y en Santiago, las tertulias políticas se reunían alrededor de mi abuela Pelagia.

    Mi abuelo paterno nunca fue rico. Perdió la fortuna de su mujer por ayudar a un hermano; no le fue bien en incursiones mineras y agrícolas; donde se mantuvo bien fue como abogado. Sus mejores clientes eran compañías mineras extranjeras, inglesas y de Estados Unidos, del norte de Chile. Había que defender muchas veces sus intereses contra el Estado de Chile.

    La rama de mi madre en cambio fue muy distinta en su origen y en su estilo de vida. Ella era Adriana Lyon Lynch. Mi bisabuelo Thomas Lyon, fundador de la familia, pertenecía a una distinguida familia inglesa, de origen escocés, emparentada con la reina de Inglaterra. Por motivos de salud, vino a Chile y en Valparaíso se casó con una porteña, Santa María. Mi abuelo Roberto Lyon Santa María se dedicó al gran comercio. Fundó la casa Balfour-Lyon que importaba de Inglaterra toda clase de maquinarias y armaba locomotoras y vagones para los Ferrocarriles del Estado. Acumuló así una fortuna que le permitió comprar la Hacienda Almahue en Colchagua que después pudo repartir entre sus seis hijos. Estaba casado con Amelia Lynch Solar, sobrina de Patricio Lynch, jefe de la ocupación de Lima en la Guerra del Pacífico donde no dejó, según se dice, buenos recuerdos. Vivían en una gran casa al comienzo de Vicuña Mackenna, donde hoy está la embajada argentina.

    Los padres de mi madre, aunque nominalmente católicos, no eran religiosos. Sin embargo, hubo en la familia Lyon personas notablemente religiosas y caritativas, verdaderos santos consagrados a la beneficencia. Mi madre se educó con las religiosas del Sagrado Corazón (Monjas Inglesas, en su tiempo). Allí fundamentó una fe muy sólida. Quiso ser religiosa pero su padre no lo permitió. Era la menor de la familia.

    Económicamente, los parientes Lyon estaban bien. Se comunicaban muy fácilmente con el mundo europeo, Inglaterra y Francia: viajes, educación de hijos, estilo de vida y cultura. Conocíamos más a Europa que a Chile.

    Mi niñez (1920-1924)

    Mis primeros recuerdos se ubican en la casa de mis abuelos maternos en Vicuña Mackenna, donde nos habíamos trasladado desde Macul, alrededor de 1920. Allí recuerdo el nacimiento de mi hermana menor. Quedamos cuatro hermanos, mi hermano mayor Carlos, después yo, después nuestras dos hermanas, María y Pelagia. Se acumulan los recuerdos de infancia. Debe ser este un período muy importante para la formación de la personalidad.

    Una decisión fundamental que tomó mi mamá era dar a sus hijos una educación inglesa. Esto significaba tomar una institutriz inglesa para sus niños. Estas institutrices tienen sus exigencias. Una es el full charge, o sea, una plena responsabilidad que excluía la interferencia de los padres: no interfering. Esto significa una efectiva separación de los padres, que no intervenían en lo pequeño y cotidiano de la vida de los niños. Para mi papá, sobre todo, hombre muy afectuoso, esto constituía un gran sacrificio. Creemos, con mi hermano Carlos, que esta situación implicaba factores negativos para nuestra formación afectiva. Mis hermanas en cambio se criaron más bien en el contexto de las mamitas. Yo tengo conciencia que, siendo un muchachito muy sensible, me faltó afecto de niño: las inglesas que tuvimos eran afectuosas, pero ante todo disciplinarias. Nos despedían por la noche con un beso. Pero no era el beso de la mamá.

    Mis primeras palabras en Vicuña Mackenna fueron en inglés. Aunque nos criamos bilingües, el inglés es mi idioma más nativo. Crecimos hablando inglés. No teniendo mucho oído ni facilidad para los idiomas, mi castellano ha quedado resentido y aparezco a veces, hasta hoy, como extranjero en mi patria.

    El año 1921 —tenía cuatro años— toda la familia, con guaguas y todo, hicimos un viaje a Europa. Tengo recuerdos dispersos e infantiles de este viaje. De ida, la noche en Buenos Aires antes de tomar el barco, la visita al Alcázar de Sevilla, el veraneo en la hermosa islita de Rügen en el Báltico, la visita en Roma al cardenal español Merry del Val, secretario de Estado de Pío X, quien nos preguntó a los boys de qué color era el caballo blanco de Napoleón. No supimos responder y quedamos muy avergonzados. Los moving stairs (escaleras mecánicas) y los tubes (metros) eran para nosotros la gran novedad.

    Aunque tuvimos algunas institutrices de turno, hubo lugar a más contacto con los papás. Recuerdo los interminables cuentos con que nos entretenía el papá en la larga travesía del vapor Oropesa que nos trajo de vuelta a Chile, pasando por el estrecho de Magallanes. La verdad es que nos soltamos los boys un poco de más. Pero volvíamos con una nueva institutriz, miss Agnes Jordan, que fue un factor fundamental en nuestra educación. Era una irlandesa de unos 30 años que iba a estar 12 años en la familia y que nos tomó mucho afecto sin dejar de cumplir rigurosamente su rol de formadora británica.

    Volvimos a la casa de los abuelos en Vicuña Mackenna. Saludábamos todas las mañanas a la abuela en su cama con un beso. Mi abuelo, don Roberto Lyon había fallecido en La Habana, en el curso de uno de sus viajes. No tengo recuerdos de él. Tuvimos, como es natural, mucho contacto con los numerosos primos de la rama Lyon de la familia. Nos reuníamos también en el fundo Almahue y, en tiempo de primavera, en la casona de La Punta, en la precordillera frente a Graneros. El ser agringados no era obstáculo serio para estos contactos juveniles.

    Un factor muy importante en nuestro desarrollo fue la relación que se fue entablando entre los dos hermanos. Éramos muy parejos en lo físico: él era un año mayor, pero yo era más macizo. Era natural que surgieran conflictos. Parece que hubo uno muy serio en que mi hermano quedó muy arañado. Es cierto que me sentía postergado en la admiración y cariño de los demás. Me sentía como el patito feo en comparación con él. Mi hermano fue un niño muy hermoso, de intensos ojos azules, muy Lyon, mientras que yo había salido más Aldunate y de rasgos menos finos. ¿Cómo resolví este conflicto?

    Mi interpretación es que resolví este conflicto potencial asumiendo mi puesto de hermano segundo. Dentro del marco de la disciplina familiar, formamos un dúo muy unido pero mi hermano tenía el liderazgo, las iniciativas: yo lo secundaba voluntaria y plenamente. Ayudaba a esto el hecho de que mi hermano maduró más rápidamente que yo. Cuando tenía 10 años, él tenía la madurez de los 12 0 13 años. En estas condiciones desarrollamos una bella fraternidad.

    Aventurándome más en la línea de una interpretación psicológica de mi vida, he pensado que tal vez toda ella podría englobarse en una vocación a secundar la acción de otros. Como jesuita, he tenido siempre un gusto especial en servir el bien común de la congregación, a veces desde puestos de autoridad, pero con cierta inseguridad en la opinión propia. En mis iniciativas sociales, he estado siempre asociado a personas o grupos que me han inspirado y apoyado. Soy perseverante en continuar las iniciativas que parten de otros.

    Riquelme 333 (noviembre 1924-1928)

    Fallecido el abuelo Roberto Lyon, recibimos en herencia una hijuela de su gran hacienda, Santa Irene de Almahue (2.000 hectáreas) y una casona en Riquelme 333, que todavía está en pie. En 1924 nos trasladamos para ocupar el tercer piso y la terraza. Los otros pisos los arrendamos. Aquí viví los años tranquilos pero decisivos de una ordenada niñez. De los siete a los diez años, 1924-1928.

    Agradezco a Dios la austeridad en que fuimos formados. Nunca tuve bicicleta como mis primos, y mi padre, esos años, no tuvo auto. Sustentaba a la familia con su trabajo de abogado. El fundo, en ese tiempo, manejado desde Santiago, no daba grandes entradas. Nuestras vacaciones en Algarrobo eran bien modestas.

    Nuestra formación básica fue el inglés. Entre nosotros y en la mesa familiar se hablaba inglés. Hasta hoy, las tablas de multiplicación las manejo en inglés. No nos mandaron al colegio sino que tuvimos profesores particulares que nos prepararon incluso para el primer año de Humanidades que dimos en 1927.

    Hay ciertas experiencias en los años de niñez que pueden ser decisivas, en lo positivo o negativo, para después. Sin duda nos marcó la disciplina, la austeridad, el sentido del deber. Pero también cierto aislamiento en las relaciones sociales, alejamiento de las patotas y de las fiestas. En lo personal, algunos logros, muy pequeños tal vez, ayudaron a robustecer mi ego. Recuerdo la satisfacción que tuve cuando pude comenzar a leer. Logré éxitos en algunos juegos de competencia física y en natación en el mar. Con mi hermano, entonces, más tarde nos proponíamos ciertas metas atrevidas como subir a los árboles o aventurarnos en el mar sobre una balsa fabricada con latas de bencina. Los desafíos nos resultaban así estimulantes.

    Siempre he pensado que tengo un superyo demasiado fuerte. Demasiado sentido del deber e inhibido en mi espontaneidad afectiva. Los causales deben estar en este período y en el anterior.

    En cuanto a lo religioso, se consolidó en la familia una fe muy arraigada. Era la fe de mi madre que irradiaba. Tenía seis años cuando hicimos con mi hermano nuestra primera comunión. A diferencia de mi hermano, no constituyó para mí una experiencia religiosa profunda. Me faltaba madurez.

    Stonyhurst (1928-1930)

    En el otoño de 1928, partió la familia a Inglaterra para realizar más plenamente el sueño de mi madre: una educación británica para sus hijos. Los hombres fuimos recibidos en el internado jesuita de Stonyhurst y mis hermanas en las Monjas del Sagrado Corazón de Roehampton, Londres.

    Stonyhurst es toda una institución en la Provincia Jesuita de Inglaterra. Fundado el siglo XVI en Saint-Omer, Francia, para educar a los hijos de los católicos de Inglaterra, perseguidos en su patria, cuenta entre sus exalumnos a muchos mártires jesuitas: como los santos Edmond Campion y compañeros. Cuando pudo, el colegio se trasladó a Stonyhurst en el norte de Inglaterra, una antigua mansión-castillo que en sí es todo un museo. Era un boarding-school en pleno campo con 300 y tantos alumnos.

    Allá nos dejaron nuestros padres. Allí cumplí, ese verano inglés, mis 11 años. Allí estuve hasta los 13 años cumplidos, o sea, siete terms (unos dos años y medio).

    Fue una experiencia totalmente nueva para ambos hermanos que nunca habíamos estado en un colegio o escuela. El primer día me dice Carlos que no anduviéramos juntos. Buena medida, pero el hecho es que no hice otros amigos. No me nacía buscarlos y en realidad fui bien solitario. Me inauguré agarrándome a puñetazos con un compañero medio burlón. En la gimnasia del barco —fue idea de mi padre— habíamos hecho prácticas de box. En el colegio seguí con estas prácticas, aunque nunca fui agresivo ni peleador. Este ejercicio me ha dejado confianza en mí mismo frente a toda posible agresión física.

    He de confesar que los primeros meses anduve bastante perdido como bola huacha y tuve que repetir el curso (son cursos trimestrales). Pero después me afirmé. Los tres últimos trimestres fui el primero del curso, aún en inglés. Este éxito académico fue importante para afirmar mi autoestima. También contribuyeron ciertos éxitos deportivos en rugby y natación.

    Los estudios eran clásicos con mucho latín y griego. Después derivé más hacia las ciencias matemáticas y físicas. Nos tomaban tiempo y nos aburrían harto, un servicio militar que hacíamos, porque en el colegio se formaban oficiales de reserva para el ejército británico. A pesar de que los ingleses sostienen que la batalla de Waterloo la ganaron en los campos de deportes de Eton.

    La formación era a base de libertad y disciplina a la vez. Había castigos físicos: recibí mi cuota de férulas y mis medias horas de flexiones, trotes y otros ejercicios penales. No por mala conducta sino incumplimiento de tareas escolares. En lo religioso, había misa diaria y oficios de Semana Santa. Mi hermano maduró mucho en esta dimensión hasta plantear al padre espiritual sus deseos de una vida religiosa. Yo en cambio, me aburría con los oficios litúrgicos.

    A pesar de esta inmadurez, Stonyhurst forjó definitivamente ciertos rasgos de mi carácter. Me dio cierta autonomía al tener que barajarme solo, aguante ante la dureza de vida y trato, capacidad de enfrentar desafíos. Total, había sobrevivido y aún había tenido mis éxitos y triunfos. Me creó tal vez, para bien o para mal, un caparazón británico por encima de mí natural latinidad, sensible y espontánea.

    Las vacaciones nos dejaron un gran recuerdo. Los papás nos venían a sacar los veranos a las playas de Bretaña y las Vascongadas; los inviernos a las nieves de Suiza.

    A fines del verano de 1930 tuvimos que despedirnos de Stonyhurst. La razón principal fue la crisis mundial que afectó tan seriamente a Chile. Los jesuitas querían que continuásemos, pero también se pensó que si queríamos ser chilenos debíamos reintegrarnos. Volvimos toda la familia, esta vez por el Canal de Panamá.

    El colegio San Ignacio (1931-1932)

    Era natural que volviéramos para postular en un colegio jesuita. El padre Villalón, que nos confesaba de niños en inglés, nos apoyó para vencer las resistencias del prefecto, padre Baraneda. Pero debíamos dar un examen de madurez que cubriera el segundo, tercer y cuatro años si queríamos entrar al quinto. Los últimos meses de 1930 preparamos y dimos estos exámenes con la tuición de profesores contratados.

    En San Ignacio, caímos bien en un curso pequeño y tuvimos buenos amigos. Pero varias cosas nos llamaron la atención. Por ejemplo, la multiplicidad de las materias. Debíamos llevar un cargamento de textos al colegio. En matemáticas estaban bastante más atrasados que en Stonyhurst. También el memorismo que se estilaba. Otra cosa era la falta de disciplina en los cursos, sobre todo con los profesores laicos. Tuvimos en verdad buenos profesores de matemáticas y castellano (el uruguayo Zorrilla de San Martín), pero pésimos profesores en filosofía y ciencias. En ese tiempo no se les exigía a los profesores jesuitas títulos profesionales.

    En lo religioso, el colegio favorecía una misa en que se podía participar antes de las clases. Éramos con Carlos de comunión diaria y solíamos ir. Nos metieron en la Congregación Mariana. Esta asumió, el año siguiente, actividades de catecismo en un barrio pobre.

    El curso era pequeño —unos 17 alumnos—. Nos vinculamos más con el sector más ordenado y mateo de donde salieron varias vocaciones jesuitas. A fines de año con Carlos obtuvimos los primeros puestos.

    No sé bien por qué, pero nunca he sentido el colegio San Ignacio como mi alma mater. Creo que Carlos tampoco. Tal vez veníamos ya hechos desde Stonyhurst. Y el San Ignacio marcó solo una transición.

    Mientras tanto, recaímos en nuestras rutinas de Riquelme 333 que habíamos interrumpido tres años antes. Con una gran diferencia con todo. Antes éramos niños, bajo la égida de miss Jordan. Ahora éramos mayores y autónomos. Miss Jordan pasó a encargarse de mis hermanas menores.

    No he hecho mucha mención de mis hermanas. Sin duda su presencia fue importante para todos. Fuimos los boys un poco crueles con María la mayor, una muchachita inteligente e inquieta que pugnaba por ser admitida por nosotros. Pelagia, la menor —que llamábamos cariñosamente the little thing—significaba una presencia silenciosa y pacificante. Cuando quedé solo, el año 1932, estuve más cercano a ellas.

    Los años 1931 y 1932 fueron de mucha agitación política y social. El general Ibáñez, antes de renunciar a la presidencia, convocó a opositores a formar un ministerio. Fue el ministerio Montero-Blanquier. En él participó mi papá como ministro de Relaciones Exteriores y Educación. El ministerio duró una semana. Renunciaron todos. Toda la familia, por supuesto, participaba emocionalmente en estos acontecimientos.

    Mi papá fue siempre muy conservador y de la tendencia más tradicional, muy apasionado por sus convicciones. Más tarde apoyaría a Ibáñez cuando postuló a un segundo período, para oponerse, con su partido, a la izquierda donde militaba la Falange escindida del Partido Conservador. Yo adhería pasivamente al partido del papá. Pude asistir en ese tiempo a una jornada electoral en el campo con acarreo de inquilinos y después su empanada y sus $5.00.

    Fueron los años de la gran crisis económica y de la crisis del salitre que hundió a Chile. Santiago se vio invadida por los obreros del salitre con sus familias que buscaban trabajo y asistencia. Muchos cayeron víctimas del tifus exantemático, vehiculado por las pulgas. Me pregunto hoy qué sentimientos tenía entonces frente a esa tragedia. Y no hallo respuesta. Recuerdo solamente que

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