Ojo animal
Por Luciana Pallero
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El libro avanza y los animales aparecen. Criar lombrices o hacerse cargo de una perra callejera. A veces no son protagonistas, pero los animales siempre están. El amor, las relaciones, la amistad son visitados en estos cuentos. Luciana Pallero nos invita a un paseo hermoso y conmovedor, que nos es particularmente grato a aquellos a quienes nos gustan los bichos, como se dice, o a quienes nos gusta, también, leer buenos cuentos.
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Ojo animal - Luciana Pallero
Créditos
Era su mano derecha
El taxi paró frente a la casa a las once de la noche. Me di cuenta de que había sido un error viajar a esa hora; la casa estaba cerrada desde hacía dos años y no había luz.
Miré el manojo de llaves y probé una llave chica. Abrí a la segunda llave que probé. Metí mis valijas en la propiedad, las dejé sobre el piso de cemento lleno de maleza y fui a la caja de luz de afuera. Subí la palanca pero las luces del pasillo no se prendieron. Llegué al pasillo y caminé abajo de la parra, no veía nada pero escuché el eco de mis pasos. Hacía años que no escuchaba ese sonido. Ahí había pasado todos los veranos en la niñez y había vivido en la adolescencia. Era la casa de mi abuela. Estaba cerrada desde que se había muerto. No se podía vender mientras no se terminara la sucesión, por eso fui ahí hasta solucionar mis problemas de vivienda y trabajo en Buenos Aires. A oscuras, abrí las dos puertas que me separaban de otra caja de luz que estaba adentro de la casa, alumbrando el manojo de llaves y la cerradura con el celular. Conocía las llaves, así que no fue tan difícil. Subí la palanca. Fui hasta la tecla más cercana de luz; prendió. Vi el teléfono fijo, levanté el tubo y escuché el tono. Era como comprobar que la casa tenía pulso.
Los muebles tenían una capa fina de moho. Volví a la vereda, levanté la tapa de la llave de paso de agua y vi que la empresa había puesto una canilla nueva. Era de medio giro y la pude abrir sin herramientas. Fui de nuevo a la cocina. Agarré un trapo rejilla que hacía mil años alguien, quizás yo, había puesto a secar y se había secado estirado. Estaba salpicado de cal que caía de las paredes, lo lavé, el agua salía turbia. Después limpié la mesa de la cocina. Ahí puse mis valijas. Abrí las ventanas que tenían mosquitera.
Encontré sábanas limpias en su lugar, en un ropero. Todas eran de poliéster. Esa tela que no absorbe y parece de plástico. A mi abuela le gustaban porque no había que plancharlas.
Al día siguiente limpié y pensé. Tenía mucho para maquinar. Limpié durante todo el día con mucha lavandina, por el moho. Limpié los baños, hasta los azulejos; las paredes las limpié con una escoba para que se cayera el exceso de cal, por lo menos por un tiempo. Limpié los techos, que estaban llenos de telarañas. Los muebles que más iba a usar y los platos que necesité. Limpié un estante en una alacena para poder poner comida. Baldeé los pisos de la galería. Barrí y pasé un trapo en los otros. A la par pensaba en mí. En que el matrimonio era la cosa más horrorosa y torturante que había inventado la cultura. En que igual yo sabía que iba a terminar así. En que haberlo sabido desde hacía mucho, desde el principio inclusive, ayudaba a que se me pasara más rápido o iba a ayudar en algún momento. Al final me bañé y me sentí aliviada del cansancio y la mugre. Aunque no dejé de pensar. Hice asado a pesar de que no daba más después de limpiar todo el día, quería comer carne. Tomé el agua turbia de la canilla. Me había olvidado de comprar una soda en el almacén del pueblo. Miré alrededor, mi obra. Hacía unos años no hubiera soportado dejar las persianas llenas de tierra y hubiera pasado un trapo tabla por tabla. Era la primera vez que no lo hacía. Las cosas que había limpiado eran las mínimas indispensables que iba a usar, eso me hacía feliz. Me hacía feliz ver que ya no necesitaba que la limpieza fuera total, siempre había querido ser así, no necesitar limpiar. De repente ahora era así, de verdad no me importaban las telarañas de las paredes de afuera de la casa, la tierra de las persianas, ni las puertas cerradas de las piezas que no iba a usar, llenas de hormigas muertas.
Había ido a ese lugar para reflexionar, relajarme, encontrar algo en qué proyectar mi vida, tampoco estaba bien en cuanto al aspecto profesional. Fui a contemplar el río. Eso me había servido en otras crisis, por ejemplo cuando de chica me había convertido en huérfana. Fui pero me atacaron los mosquitos, así que no me relajé y salí de la playa llena de picazón. En la costa había pescados muertos.
A la noche, ya en la cama, pensé en mis ex novios de la juventud. Estaban todos ahí, en ese pueblo. Salvo con uno que estaba felizmente casado podría volver a tener algo con cualquiera si quería. Si tuviera que elegir, elegiría al que no estaba disponible, porque por alguna razón con él siempre había tenido orgasmos. Creo que era porque tenía el pito un poco curvado para un lado. Pero no quería arruinar un matrimonio con una hija por sexo, sexo que podía tener con cualquiera, y ni siquiera sabía si me iba a dar bola. El único de los otros que me seguía atrayendo era Matías, uno que se había ofendido porque yo no había querido ser su novia. Yo le decía que no quería ser novia de él y salíamos y la pasábamos bien. Pero después se ofendía porque yo no era su novia. Entonces nos dejábamos de ver hasta que me llamaba una madrugada borracho y me decía que me amaba. A mí me gustaba eso y volvíamos a vernos. Pero yo no quería saber nada de comprometerme con él porque era muy troglodita. Tenía buen corazón y era educado, pero había visto cosas como una vez que se enojó con su madre porque ella se había olvidado de pagar la factura del celular de él y se lo habían cortado. Me acuerdo de que cuando le gritó por eso a la madre entendí que nunca podría ser ni novia ni nada de él. Para mí tendría que haber estado re agradecido de que la mujer le pagara el teléfono, porque él ya tenía como treinta. Pero lo importante era que como con él no había arruinado la relación poniéndome de novia, todavía me sentía atraída. Era evidente que los compromisos arruinaban todo, por lo menos en mi caso. Podía llamarlo, decirle que estaba en Santa Fe, si todo seguía igual, íbamos a ir a bailar y a tomar unos cuantos tragos y a divertirnos como antes. Pero no sabía si estaba dispuesta a volver a escuchar sus reclamos. Me había dicho una vez que él no quería ser mi amor de verano. Yo sólo quería pasarla un poco bien, divertirme. Lo que se supone que quieren los hombres. Por alguna razón no era lo que quería él.
Al final me masturbé pensando en una película italiana en la que una mujer tiene sexo en un puerto a la luz del día con un tipo que no conoce.
Cuando terminé me quedé en la cama todo lo que quise, me llevé la mano a la nariz y sentí que tenía olor a carne. No olor a menstruación, olor a carne de ese que hay en algunas carnicerías. No había duda de que era exactamente ese olor a carne cruda. Además, no tenía que menstruar en esa fecha. Me levanté y me fui a lavar la mano con mucho jabón, vi el agua, seguía saliendo turbia. Por suerte, el olor se me fue.
Al día siguiente por fin pude descansar, es decir, no hacer nada. Me tiré en una reposera hasta que me puse ansiosa y decidí ir al río. Esta vez de día, para evitar los mosquitos. Caminé por la costa, miré el paisaje, sabía que era hermoso, pero no me conmovía. Estaba harta de pensar en las circunstancias de mi separación y en las cosas que yo había hecho mal y en cómo siempre había sido incomprendida. En cómo yo no era culpable de nada pero no tenía manera de explicarlo. Porque si empezaba a explicar entonces tenía que admitir que nunca había estado enamorada y eso sí que podía ser cruel, aunque quizá no, porque lo más probable era que ya no le importara. Mientras me iba alterando, como todo el tiempo, porque todo el tiempo pensaba en eso mismo, me llamaron la atención unos pescados muertos en el río, y mirando más allá me sorprendí de que eran muchos, grandes, de cualquier especie. Desde bagres, palometas o mojarritas. Una señora vio que yo estaba mirando e hizo una exclamación. En su tonada se notaba que era una vieja que nunca había salido de ese pueblo. Le pregunté qué pasaba con los peces y me dijo que se morían porque había llovido mucho y algo le pasaba al oxígeno del agua. No entendí si faltaba o sobraba oxígeno. Me pareció extraño porque yo había vivido en el pueblo durante veinte años y nunca había visto peces muertos porque lloviera mucho y se alterara el oxígeno del río. Busqué en Google y encontré una nota con una teoría de científicos del CONICET que atribuían el fenómeno a las plantaciones de soja. Decía que se usaban demasiados agrotóxicos y terminaban escurriéndose en el río. A la hora de la siesta me acosté y escuché los insectos afuera que hacían un ruido tan fuerte que parecía una de esas películas argentinas en que buscan retratar la vida en el interior. Me desnudé y me masturbé sin taparme, como diciendo que me gustaba ser una solitaria y una pajera. Al terminar me olí la mano y volví a sentir ese olor a carne fuerte de las carnicerías. Sí, era olor a carne.
A las cinco fui al súper del pueblo a comprar galletitas dulces, jamón, soda, queso, pan y mayonesa. Cuando entré vi a la misma cajera de toda la vida, que antes era joven y ahora vieja y gorda pero, salvo por eso, estaba igual, era como si ella y la registradora formaran una sola entidad. Me pregunté si se acordaría de una vez que me encontraron robando, cuando era adolescente y con mi amiga Tamara Torres robábamos por diversión, porque sabíamos que éramos inimputables. Esperando para que mi cajera me cobrara, vi en la registradora un papel pegado que promocionaba el Festival de poesía de Arroyo Leyes. Era esa misma noche. Le saqué una foto. A la tarde pensé que era mi deber ir al festival de poesía y conocer gente, intentar ser feliz.
Fui caminando por el camino viejo, un camino que es pintoresco y antes me gustaba mucho. Fui para relajarme pero me la pasé todo el camino hablando por teléfono con Buenos Aires por trabajo. Caminé unas cincuenta cuadras. En el festival había algunas mujeres que conocía, que eran conocidas de mi adolescencia. Los poetas que exponían eran muchos, iban leyendo. Leyeron desde las siete de la tarde hasta las once. Me gustó uno, por las poesías, pero más que nada por su tono de voz. Me quedé con mis conocidas que no paraban de tomar cerveza y convidarme. Me di cuenta de que todas tenían hijos menos yo. En un receso que se hizo para que pudiéramos ir y comprar choripanes, me acerqué a una mesa donde vi que estaba mi poeta preferido vendiendo libros artesanales.
—¿Este es tuyo? –le pregunté al poeta señalando una pila de libros iguales que estaba en frente suyo. Debía tener entre veinte y veinticinco años.
—No.
—¿Cuál es tuyo?
—Este.
—¿Cuánto vale?
—Cien pesos.
—Quiero uno, pero no tengo cambio.
El chico pidió cambio a un amigo que había ahí. Cuando me dio el cambio y el libro le dije gracias y él dijo gracias a vos. Después le pedí que me lo firmara y se lo devolví. Cuando me lo dio de nuevo, ya firmado, volví a decir gracias y él dijo otra vez gracias a vos.
Al día siguiente leí el libro y me sentí bien, finalmente. Era bueno, y me hizo relajar y concentrarme en eso de manera placentera. En la solapa tenía su Facebook. Fui hasta la biblioteca del pueblo, donde sabía que había wifi, y me conecté a través de mi laptop. Me contestó enseguida y lo invité a mi casa. Terminé yendo a la suya.
No era un chico lindo, pero yo estaba muy emocionada porque veía que era suave