El lamento de los muertos
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El secreto son algunas de estas historias, las cuales nunca salen a la luz porque quienes las viven temen demasiado a recordarlas y contarlas, o porque ellos ya no existen. Algunas, no obstante, están enumeradas y relatadas en este tomo, a manera de antología.
No hace falta más que un poco de empatía y concentración para colocarte en la situación exacta de los personajes y experimentar el terror que ellos vivieron; la narrativa hará el resto por ti.
Quizás este libro no logre causarte miedo. Pero, parafraseando a Dross, seguramente te dará algo en qué pensar, cuando estés solo en medio de la oscuridad esta noche.
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El lamento de los muertos - Kevin Ignacio Gómez Durán
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Presentación
Un día desperté solo en casa.
Mi familia había tenido que salir de viaje, y yo me quedé por trabajo.
Eran las seis de la mañana.
Había tenido una terrible pesadilla, sobre una espeluznante y oscura presencia.
Para calmar mi miedo, una vez que llegué a mi lugar de trabajo, y ya que no tenía nada que hacer, comencé a escribir sobre mi pesadilla.
Se lo di a leer a una amiga, y le agradó.
Fue entonces que tuve la idea de escribir cuentos de terror: una pequeña antología.
Este no es el primer libro que redacto, sino el tercero; el primero era terriblemente malo, y el otro es un proyecto que he suspendido por el momento.
Pero sí es el primero en ser publicado, y francamente espero que no sea el último.
Hace poco más de un año, descubrí que deseo ser escritor profesional, y este es el inicio de mi historia como uno.
Ha sido un año duro y con dificultades, pero al fin estoy un paso más cerca de cumplir mi meta.
He aprendido mucho, a través de las trabas, errores, y contratiempos que he vivido, pero me siento orgulloso de haber pasado por todo eso durante los últimos trece meses.
Este libro va dedicado a mis amigos, quienes se tomaron la molestia de apoyarme y creer en mí, haciendo énfasis en Regina, Argelia, Manzano, y Vane.
Además, estoy particularmente agradecido con Karen, mi pareja, quien me animó a creer en mí mismo.
Finalmente, te agradezco a ti, quien sea que esté leyendo esto.
Espero que este escrito sea de tu agrado.
Y si lo es, tu recomendación a tus conocidos me sería muy útil para continuar relatando las historias que tengo en mente.
ÍNDICE
Presentación
ÍNDICE
Completamente solo
Oscura presencia
El fondo del pozo
El maniaco del hotel
Esquizofrenia
El espectro de la gruta
El pasillo rojo
El tesoro enterrado
La intrusa demoníaca
Mirándome fijamente
Completamente solo
Una serie de sonidos y murmuros ininteligibles me despertaron a las cinco de la mañana.
En estado subconsciente, escuché aquellos rumores distorsionados, como si provinieran de otra dimensión.
Estaba apenas consciente cuando escuché un clic proviniendo del pestillo de la puerta del baño. A continuación, ésta se abría, y se cerraba poco después.
Todo aquello era extraño ya que, en principio, todas mis alarmas suenan una hora más tarde; yo no debería estar despierto. Asimismo, yo soy la última persona que se acuesta y la primera que despierta en mi casa, así que aquello era también inusual.
Comencé a inquietarme.
Y tanta era mi intranquilidad que ya no tenía sueño.
Hacía dos años, alguien entró a la casa mientras todos dormíamos. Robó varias cosas, y aunque pocas eran valiosas, quienquiera que fuera, nos sacó el susto de nuestras vidas. Yo temí por mis hermanos.
Afortunadamente, el daño fue sólo material en aquella ocasión. Pero, ¿tendríamos tanta suerte en ésta?
Salí por curiosidad, pero con algo de miedo.
Giré el picaporte de mi habitación, lentamente, para generar el menor ruido posible.
Salí a la oscuridad.
La puerta del baño estaba abierta de par en par.
¿Qué significaba aquello?
¿Habría sido una alucinación originada por el sueño?
¿Sería que simplemente escuché a la puerta siendo cerrada porque lo imaginé?
Bajé las escaleras con la esperanza de preparar un café que sosegara mi mente.
Lo primero que noté fue que la luz del comedor estaba encendida. Igual en la cocina.
Mi hermana estudia en el turno vespertino, y al llegar a casa, se enfoca en hacer tarea hasta la madrugada, pero nunca había dejado una sola luz encendida toda la noche; sería un desperdicio de energía.
¿Qué estaba pasando?
Advertí, al mirar al garaje, que el auto no estaba.
Y la puerta de la entrada principal no estaba asegurada.
Yo personalmente la había cerrado y asegurado cinco horas atrás.
Mi intranquilidad se volvía poco a poco en una preocupación que no tardaría en desbordarme.
¿Qué demonios ocurría? ¿Por qué había tantas cosas fuera de lugar?
Subí de nuevo, ahora a la habitación de mi hermano.
No es de sueño ligero, afortunadamente, pero fuera el caso o no, tenía que asegurarme de que él seguía ahí, aunque lo despertara.
No lo estaba.
Corrí a la alcoba de mi hermana.
Vacía.
Lo mismo en la pieza de mis padres.
Ninguna de las camas estaba ordenada, y los celulares de mis padres y hermana yacían en sus respectivos sitios.
¿Salieron sin despertarme y sin sus celulares?
Imposible.
¿Un intruso robó el auto con ellos dentro e inconscientes, pero me dejó intacto a mí y los celulares? Podría ser.
Pero ninguna explicación me pareció verosímil.
Y había algo afuera, llamándome.
Era la infinita oscuridad de la madrugada.
Caí en cuenta de que algo andaba mal.
«Un momento, ¿oscuridad?», me pregunté.
Debía estar amaneciendo; eran casi las seis de la mañana.
Miré a través de la ventana hacia el oriente.
Noche perpetua.
¿Qué demonios era aquello?
Ni siquiera había estrellas o luna, tampoco nubes.
Debía ser un sueño, uno muy real.
Demasiado real.
Pero un pellizco comprobó lo que temía; esto estaba sucediendo.
¿Por qué ocurría esto?
«Debo... salir», me dije.
Supuse que quizás encontraría una respuesta, o a alguien.
Escuché la puerta principal, como si alguien la golpease desde el otro lado.
Segundos después, la escuché abrirse de golpe, para dar paso a pisadas encaminadas en dirección a las escaleras.
Y en dirección mía.
Me encontraba aún en la habitación de mis padres.
Me escondí en el lugar menos trillado pero más estúpido que se me ocurrió; detrás de la puerta, la cual dejé abierta.
Esperaba que el intruso creyera que no había nadie tan tonto como para ocultarse detrás de la puerta de una habitación abierta.
Quienquiera que irrumpió en la casa, entró a mi alcoba, y se marchó tras algunos minutos.
No vi a nadie, pero escuché los pasos.
Literalmente no vi a nadie, aunque pude oír su caminar sobre las escaleras mientras yo miraba directamente hacia éstas, desde las penumbras.
Tampoco vislumbré a nadie salir de mi habitación.
Como si todo aquello no fuera lo suficientemente intranquilizante o extraño.
Pero, francamente, ya no me impresionaba.
La entidad cerró la puerta principal y se marchó.
Escuché un motor encendiéndose, el rozar de dos pares de neumáticos sobre el pavimento, y el chirrido de la transmisión hidráulica de un volante.
Cuando me sentí seguro, me decidí a salir.
No tenía ni idea de qué ocurría, o de qué encontraría.
Mi celular no había sonado aún; eran casi seis y media.
Todas las alarmas estaban activas entre las seis y seis veinte.
Ninguna sonó.
Intenté llamar a mis padres y envié un par de mensajes a mis amigos.
Los mensajes no salían, no había señal de Wi-Fi o teléfono.
Me sentí algo estúpido tras recordar que los celulares de mis padres yacían en la casa, pero sólo confirmó que algo extraño ocurría, pues éstos no emitieron ruido alguno al recibir mi llamada.
En cambio, algo sí contestaba desde el otro lado de la línea.
Probablemente era una mujer.
Y estaba llorando.
Hablaba mientras lo hacía. Sus sollozos eran insoportables, desgarradores.
No podía entender nada de lo que decía.
Me pareció familiar, pero a la vez me aterraba en distintas maneras.
¿Acaso la estaban torturando?
No, no, poco probable; era un llanto diferente, de pérdida, de impotencia.
Había ira.
A continuación, silencio absoluto acompañado exclusivamente de estática y ruido eléctrico.
Antes de poder preguntarme qué acababa de escuchar, opté por salir a buscar respuestas por mí mismo en lugar de formular conjeturas.
Allá afuera, la oscuridad reinaba en medio del conticinio.
Salir era la única opción.
Me revolvía las entrañas pensar en la idea de salir y enfrentar a lo que sea que se escondiese fuera, pero pensé que no tenía caso quedarme; aquello vendría por mí de todas formas, eventualmente.
Tras dejar mi casa, me encontré con una calle de más de un kilómetro de largo iluminada farolas incandescentes amarillentas.
En mi vida había visto esta calle.
Aterrado, di media vuelta.
Mi casa ya no estaba.
Con el rabillo del ojo, vi que un par de farolas se apagaron a la distancia, a unos trescientos metros a mi izquierda.
A mi derecha, a unos setecientos, una más hizo lo propio.
¿Qué iba a pasar cuando todas se apagaran?
No quería quedarme a averiguarlo.
Corrí desesperadamente a la derecha, hasta que caí en cuenta de que no tenía a dónde ir.
Mi hogar no estaba.
Nadie estaba cerca.
Y quién sabe qué habría más allá de las luces. Nada bueno, supuse.
En realidad, pude vislumbrar dos pares de luces a la distancia, más allá del campo iluminado.
Parecían faros de neón. Se trasladaban sin rumbo aparente, girando de forma errática, pero parecían acercarse a mí desde direcciones opuestas.
Me figuré que un par llegaría desde el norte y el otro desde el sur.
Aquello no me tranquilizaba.
No tenía idea de qué hacer.
Me eché al suelo, de rodillas. Me llevé las manos a la cara, sin tener la más remota idea de qué acontecía o de qué debía hacer.
¿Qué significaba todo esto?
—¿Estás llorando? —preguntó una voz infantil a mi espalda.
Me volví de un sobresalto hacia la derecha.
No había nadie.
—¿Por qué estás triste? —inquirió la misma voz; era una niña, y estaba ahora a mi izquierda, frente a mí.
—¡Ah!
—Perdón —pidió, ahora un poco inquieta también—. No quise asustarte.
—Está bien —dije, con recelo—. No estoy llorando —refuté titubeando.
No quería parecer débil ni demostrar vulnerabilidad, por la simple razón de que no sabía quién era esa niña, o si debía siquiera confiarle esa información.
Después de todo, en la naturaleza, las presas mueren más fácilmente cuando se hallan vulnerables.
Aunque ambos sabíamos que en ese preciso instante, yo era tan frágil como un caracol, a pesar de que no lloraba.
—Te perdiste, ¿verdad? —preguntó ella.
—Sí, ¿cómo lo sabes?
Un golpe seco me interrumpió. Mi corazón dio un respingo.
Fue una especie de choque, supuse, por la clase de sonido que había escuchado; metal con metal. No hubo más.
Pude atisbar un par de luces rojas encendidas plenamente a la distancia, más o menos en la misma dirección de donde vino el estruendo, y eso era sobre la carretera, a quinientos metros de nosotros dos, en medio de la oscuridad absoluta.
Los dos pares de luces errantes habían desaparecido.
Y la niña también. Me giré tres veces para buscarla.
Algo tocó mi espalda al terminar la tercera vuelta.
Era ella, de nuevo.
—Lo sé porque también estoy perdida —respondió, como si no le importase lo más mínimo el choque que acabábamos de presenciar.
Era solamente una niña, pero en aquel momento, me pareció la entidad más poderosa y terrorífica de la existencia misma.
—Ah, eso —contesté aún desorientado por lo que acababa de acontecer; me tomó algunos segundos recuperar la compostura—. ¿Y cuánto llevas perdida? —pregunté, sólo por preguntar algo.
—Como tres horas —señaló—. Extraño a mis papás.
Un par de farolas más se apagaron a cada lado de la calle.
Reparé en la enorme cantidad de terreno que la oscuridad había ganado; no había puesto atención en las farolas mientras perdían energía.
Se terminaba mi tiempo. Podía sentir cómo una fuerza invisible me lo arrebataba.
—¿Sabes en dónde estamos? —pregunté.
—No sé —admitió encogiéndose de hombros, pero aún despreocupada—. Vine cuando mis papás se fueron para arriba.
—¿De qué hablas?
—Creo que chocamos, y ellos me dijeron que me portara bien antes de irse para allá —comentó, sin tener la más mínima idea de lo que implicaban sus palabras—. ¿Crees que se tarden? Ya me quiero ir a mi casa.
—No, no se van a tardar —aseveré, intentado contener el llanto; pobre niña, había perdido todo menos su vida.
Miré a mis costados.
La oscuridad se hallaba a ciento cuarenta y sesenta metros, respectivamente.
No tenía caso ir a ninguna parte.
La niña me recordaba a mi hermana.
Debía tener unos siete años, contra los cinco de mi hermana.
No sabía qué iba a ocurrir cuando no hubiese más farolas encendidas, pero supuse que igualmente no teníamos a dónde ir. Y ni siquiera me preocupé en preguntarme cómo demonios habíamos llegado a ese lugar