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La literatura apocalíptica siempre ha contado el fin del mundo que conocemos como parte de una fantasía cercana al terror y a la ciencia ficción. ¿Pero que ocurre cuando ese final que atisbamos todo los dias en las crisis políticas, ambientales, económicas y sociales se hace realidad de un dia para el otro? Con honrosas excepciones, como "El Eternauta", estamos acostumbrados a leer ficción siempre en clave extranjera, en escenarios desconocidos.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento22 feb 2019
ISBN9789874968029
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    Despues de todo - Esteban Magnani

    trabajosos.

    1

    De los pocos monólogos de Antonio pude reconstruir la historia que él nunca ordenó. Nació en un pueblo cerca de la Cordillera de los Andes, en medio del desierto. Alguna vez mencionó Plaza Huincul, pero no me quedó claro si allí llegaron sus padres antes o después de su nacimiento. Ese es otro obstáculo para armar la historia: una interrupción puede hacerlo tomar consciencia de su derroche de palabras; entonces se genera un nuevo silencio de semanas, solo interrumpido por menciones concretas a problemas prácticos.

    Mencionó unos terrenos de YPF, cercanos al pueblo. Su padre debía cuidarlos, aunque nunca, me dijo, entendió de qué. Entre el viento y el polvo no quedaba otra opción que valorar las pocas cosas que les daba la naturaleza. El agua, la comida, el pasto para las ovejas lo habían transformado en un burócrata, un contador de la naturaleza responsable de cuidar el haber y regular el debe. El padre era un hombre de campo y no se acostumbraba a vivir de las vituallas que les acercaban cada mes en un camión. Decía que si las utilizaba se iba a tener que emborrachar para matar el tiempo. Había prometido no beber más luego de que su esposa muriera. Nunca supe si había relación entre el alcohol y esa muerte. Tal vez Antonio tampoco.

    El padre comenzó a utilizar el agua de pozo para una huerta protegida del viento con una pared de piedras que él mismo armó. En ella Antonio y los dos hermanos trabajaron durante años, expandiéndola, al mismo tiempo que estiraban los sembradíos en esa tierra dura y seca. Antonio me lo contó mientras desmenuzaba con una mano varios puñados de tierra negra, como dejando caer monedas de oro.

    Cuando cumplió seis años, el padre lo envió a una escuela rural. Era cercana para los estándares del desierto, pero debía caminar una hora o más para llegar. Nunca supo los kilómetros exactos recorridos tantas veces. Es que el recorrido atravesaba un desierto que nada entendía del sistema decimal y el tiempo cronometrado: las horas del día ni siquiera estaban puntuadas por las comidas. El paisaje era siempre el mismo. Finalmente, si uno persistía, aparecían repentinamente un par de casas y la escuela, un rancho con techo de chapa, en la que se encontraban los diez, a veces quince alumnos que trabajosamente se acercaban allí para saludar a la bandera y sentarse en un banco a escuchar y escribir. A los padres no les interesaba que estudiaran, a los maestros, por muy buenas intenciones que tuvieran, solo les interesaba huir de ese desierto interminable. Como pude comprobar, un Estado en franco retroceso apenas llegaba allí con ecos vagos y amenazadores que conminaban a los niños a ir a la escuela o a atenerse a dudosas consecuencias.

    Así transcurrió su infancia, ocupado en vivir y poco más, con sus hermanos, su padre y las ocasionales visitas a la escuela donde lo preparaban para un mundo que se parecía poco al suyo. A veces se entusiasmaba con los mundos de números, letras, mapas, lugares lejanos e historias pero, al salir, todo parecía diluirse en el desierto y en ese aire siempre apurado. La omnipresencia de aquellas ráfagas permanentes todavía se percibe en sus comentarios de cada mañana: Hoy no hay viento, dice, apenas se sienta con un té de peperina, mirando las montañas desde la ventana como si fueran una novedad. No lo sorprendían la lluvia, las crecidas, las tormentas: sí el viento o, mejor dicho, su ausencia.

    Después de dieciocho años, gracias a algún gatillo burocrático desconocido e imprevisto —tal vez la mirada de un empleado sobre un papel olvidado, una carpeta cambiada de lugar— les llegó la orden de irse del terreno que debían proteger de un peligro inexistente. Detrás dejaron el rancho, la pared de piedra y dos árboles retorcidos que usaban testigos como bastones: No se sabía si era por lo viejo o por lo jóvenes, me dijo Antonio sonriendo en un arranque poético inusual. A veces tengo la efímera sensación de que busca impresionarme.

    Pero fue antes, en esa escuela, que conocí a Antonio cuando era un adolescente. Yo venía de Buenos Aires, recién terminaba el profesorado en el Mariano Acosta, en pleno Once, y soñaba con un poco de silencio, con dejar atrás el ruido de la ciudad.

    El año antes de partir hacia Neuquén, tras terminar los últimos trámites para el título, salí de la escuela. Once estaba más decadente de lo habitual; los síntomas que en otra época eran ocasionales se repetían cada vez más, pero ese día formaron un festival de extremos: por la noche, desde la ventana, había escuchado la voz de un cafisho acusando a una puta de haber atendido un cliente a escondidas y de no darle su parte. Quedé un par de horas desvelado, intentando no imaginar la historia sugerida detrás del reproche.

    Esa mañana desperté con ardor en los ojos. Sin nada para desayunar, fui al supermercado; dos chicos relataban una pelea con entusiasmo; a mi regreso esquivé el vidrio roto de un auto sobre el cordón de la vereda y, finalmente, antes de entrar a la escuela, crucé a un travesti madrugador o necesitado de horas extra que se exhibía como saldo. Al entrar en la escuela, sentí cómo caían los últimos granos de arena en el reloj, pero no sabía cómo darlo vuelta para reiniciarlo. Los profesores hablaban de una sensación similar en los 90, un recuerdo que apenas podía evocar porque entonces era demasiado chico. Podría estirar mis años de estudiante y completar la carrera de Ciencias de la Comunicación. Tenía aprobadas las materias de la tecnicatura, necesarias para dar clases también en secundarios. Pero necesitaba trabajar: estudiar era un lujo que no podía darme si prefería evitar la ayuda de mi padre.

    Perdido en la incertidumbre personal, del país, del mundo, bajé la escalera y me crucé con Lautaro, un compañero del profesorado y parte del secundario. Se me acercó bajando la escalera en diagonal. Me saludó y, entusiasmado, me dijo algo que sabía me interesaría:

    —Se abrió un concurso para escuelas rurales y no lograron llenar el cupo mínimo. A la hora de la verdad, nadie se va a vivir a un ranchito por elección.

    Él sabía de mis fantasías bucólicas. Era uno de los tópicos insistentes en nuestras noches de estudio. Lautaro sabía que me estaba provocando a concretar lo que tantas veces había insinuado, pero en lugar de intimidarme, mi imaginación se llenó de lugares idílicos donde contemplar el horizonte, pensativo, lejos de las redes sociales, del ruido de la ciudad, de la vorágine. Lo pensaba con esas mismas palabras, estoy seguro. Era aún demasiado adolescente como para darme cuenta de que leer El lobo estepario no me había acercado ni un poco a encontrarle sentido a la vida, sino apenas a vestirla mejor. En cualquier caso, quería enfrentarme a mí mismo, desnudo de distracciones, tal vez influido por las historias de hombres solitarios en la naturaleza que me habían apasionado desde chico: Tarzán, Robinson Crusoe, Walden, Harrison Ford en Costa mosquito, Mal de altura de Krakauer, Relato de un náufrago, el Supertramp de Por rutas salvajes... Esa película que vi poco antes de terminar el profesorado me hizo llorar hasta el babeo y me reconectó con un romanticismo adolescente capaz de emborracharme. Mi única experiencia real en la naturaleza, más allá de las abstracciones de la lectura, había sido en un campamento con Pepo. Apenas si había rasgado su superficie. Aun así algo en mí seguía ansiando llenarse de esa omnipotencia hecha de viento, agua, clorofila, colmillos, que el ser humano se empeña en controlar y a la que ha inoculado un cáncer que no la matará pero la cambiará para siempre. Pese al magnetismo teórico-literario que ejercía en mí la naturaleza, el pequeño escarmiento práctico de unos años atrás me llevó a preferir un contacto con ella un poco más controlado. Dar clases en una escuela rural, podía ser el paraguas ideal para esa experiencia.

    Sin dudar, cumplí con los trámites finales de la preselección. En mi cabeza se dibujaban edificios blancos con una bandera celeste y blanca ondeando en el frente. Detrás se podía ver la ruta 40, uno de los siete lagos y mi figura, recortada contra el fondo montañoso, emprendía una larga caminata por el bosque. Las escuelas que imaginé también podrían ubicarse en un paisaje más Horacio Quiroga, una selva del norte, donde aprendería sobre las frutas capaces de hacer sobrevivir a alguien perdido por meses. No era la primera vez que me asaltaban esas imágenes: cuando supe de una escuela en el Paraná de las Palmas, me fantaseé recorriendo los riachos en mi propia canoa. Para entonces había leído algunas crónicas de Lobodón Garra, el seudónimo de Liborio Justo, y de su vida en tales parajes. La descripción de una tierra llena de bribones que escapaban de la ley y se mataban por nada, refugiados en la anarquía de las islas, estimuló mi imaginación aún más. No importaba que el delta que yo conocía tuviera casas a dos aguas, paneles solares, bares y lanchas a motor amarradas a los muelles.

    Lo cierto es que, más allá de unas jornadas sobre educación rural a las que había asistido, no tenía demasiado conocimiento sobre el campo y muy pocos puntos para competir por un puesto. El objetivo de mínima era patear cualquier decisión unos meses, refugiarme en una excusa para no encarar mi futuro. Pero el destino se encargó: gracias a distintas conexiones, un docente del profesorado y una serie de casualidades fuera de mi entendimiento, conseguí un cargo suplente en una escuela rural en Neuquén, cercana a la cordillera y con un viento que andaba a los cachetazos, como me explicó el que me atendió en el mostrador antes de firmar el contrato. Allá me esperaría otro docente con más experiencia para ayudarme, según me dijeron, conscientes de mi desconocimiento sobre el trabajo en un lugar tan remoto. Sin comprender bien cómo, me encontré con un plan desconocido sobre el que tenía más fantasías que certezas pero acepté la tregua para no tener que pensar. Además, si quería estar conmigo, probarme, lo mejor era el desierto, donde nada distrae, donde la naturaleza absorbe el exceso al que estaba acostumbrado. Todo eso pensaba entonces.

    Pero la realidad, suele ocurrir, es otra cosa.

    A comienzos del siguiente año lectivo armé un bolso y una valija con rueditas en la que puse varios libros. El verdadero material de lectura lo tenía en un lector electrónico con más gigas de texto que los legibles por un mortal a lo largo de su vida. En la computadora también tenía varias películas que nunca me había atrevido a ver porque cada vez que llegaba el momento de ocio terminaba inclinándome por una cómica y dejaba las serias y deprimentes para más adelante.

    Y también me llevaba a mí mismo, listo para ser diseccionado, analizado y comprendido.

    2

    El viaje fue largo. Me llené de horizonte mirando la ventana durante el día. Me resultaba imposible concentrarme en la lectura, entre ansioso y asustado.

    En la terminal me esperaba Jerónimo, el docente a cargo de la escuela. Me dio la bienvenida, me condujo a su camioneta destartalada, arrancó y en minutos nos enfrentamos al desierto. Jerónimo me cayó bien: con el tiempo descubrí que tenía un optimismo tranquilo, capaz de mantenerlo funcionando eternamente a bajas revoluciones, como si estuviera corriendo una maratón sin línea de llegada.

    Durante el viaje me contó los planes: me haría cargo de los más grandes (yo ya lo sabía), eran buenos chicos, algunos con ganas de aprender y otros con ganas de terminar el secundario para conseguir algún trabajo en la ciudad donde les pedían marcar con una cruz en el casillero de Secundario completo. Nuestra tarea era ayudarlos a desarrollar su curiosidad, darles las herramientas. También me pidió que no los subestimara: el silencio en ese desierto no siempre implicaba ignorancia o falta de ideas como en otras partes, sino necesidad de tiempo, de empatía. Comprendí que allí yo representaría al energúmeno urbano, siempre apurado. Acepté mi rol con resignación. Tendría en total veinte alumnos de entre catorce y diecinueve años, pero raramente irían más de diez o quince.

    Lleno de polvo pese a las ventanillas cerradas, llegué a la casita ubicada a un lado de esa escuela formada por un par de aulas. Mi habitación contaba con un catre, una jarra y un balde. La estufa a gas, alimentada por una chancha que cargaban una o dos veces por mes según la época del año, sería fundamental para pasar el invierno. Para cualquier imprevisto, había una salamandra que se alimentaba a carbón por falta de leña. Por lo demás, un par de estantes en las paredes y un dibujo de unas montañas, seguramente dejado por el anterior inquilino.

    Realmente tendría que enfrentarme a mí mismo sin mis armas de distracción, sin un celular en el que esconderme, sin internet para creer que tenía un millón de amigos. Mi apuro se fue diluyendo en el desierto, para alegría de Jerónimo. A lo largo de dos años di clases a los alumnos que se acercaban ocasionalmente, cuando no había demasiado viento, cuando no nevaba, cuando ellos o un hermanito no estaba enfermo, cuando no era tiempo de ir a cosechar frutas a mano en algún campo cercano... Intenté generar un aprendizaje significativo para ellos, capaz de interesarlos y dejarles un par de herramientas mentales. Me apoyaba en sus intereses más que en el plan de estudios. Ellos me escuchaban a pesar de que yo les parecía un ser lejano, raro, con quien resultaba difícil identificarse, pero por momentos entretenido. Las diferencias de edad y conocimiento de mis estudiantes, me obligaban muchas veces a darles tareas distintas y luego mantener diálogos en voz baja con grupos más reducidos.

    Entre ellos estaba Antonio. La brecha entre nosotros era mucho mayor que los seis años que nos separaban. Sus ojos me resultaban opacos y no permitían adivinar una vida interior. En aquel entonces para mí era un chico más y apenas puedo diferenciarlo en mis recuerdos de los demás estudiantes que, al igual que él, faltaban con regularidad. Años más tarde, en nuestro segundo encuentro, él me recordó frases, historias, explicaciones mías. Con esos retazos de su memoria pude armarme una idea de cómo había sido nuestro vínculo. Yo le daba libros y él, para mi sorpresa, los traía en poco tiempo y me pedía otros. Si le preguntaba su opinión sobre ellos no me concedía más que dos o tres palabras. Me frustraba su parquedad, sobre todo porque quería recomendarle otros capaces de coincidir con sus gustos, expandirlos, acaso moldearlos, y mantener vivo el entusiasmo. Mucho tiempo después me explicó que se había acostumbrado a leer cualquier cosa que le dieran solamente para no tener que hablar, en especial, a mujeres, a las que solo cruzaba en la escuela.

    A Antonio creo que le gustaban mis clases de química. Yo las llamaba así pero nunca fui más allá de explicar que los objetos están formados por unos pocos elementos, menos de doscientos, y que estos, a su vez, se armaban con unas pocas partículas. Para él fue un hallazgo. Pude recordar sus insistentes preguntas: ¿eso significaba que mezclando los átomos de, por ejemplo, la tierra en forma adecuada podría hacer hierro, leche, carne u oro? Contesté que teóricamente sí, pero que solamente se había logrado producir algunos en grandes laboratorios y en cantidades limitadas. Expliqué que la mayoría de los elementos más pesados se habían cocinado en el corazón de las estrellas y que la escala humana era mucho más modesta.

    Hice una breve historia del Big Bang, de las estrellas que nacían y morían, pero dentro suyo, con el calor y la presión, se combinaban elementos más simples para hacer otros más pesados y cerré con la frase de Carl Sagan: Somos polvo de estrellas. Si bien expliqué esa historia prácticamente a cada uno de los alumnos que tuve a lo largo de mi vida, en reuniones, a amigos y demás, nunca tuve una sensación tan clara de que para ese público se trataba de otra leyenda sobre el origen de la vida. Varios de los chicos eran de origen mapuche (aunque no sé cuánto quedaba de esa tradición en ellos) y mi explicación científica, basada en millones de estudios, análisis, instrumentos, podría tranquilamente formar parte de otras tantas historias que se contarían durante la noche alrededor del fogón.

    Antonio recordó años más tarde la admiración que le desperté como profesor por lo que sabía. Su padre era parco y casi no le hablaba; sus hermanos también buceaban en el silencio. Gracias a mis historias por primera vez se preguntaba de qué estábamos hechos, cuál era el origen del universo y alguien venía a contestarlo con convicción.

    Durante esos dos años en Neuquén comprendí que si bien compartía un idioma con mis alumnos, no compartía referencias comunes desde donde construir una relación. Cuando intentaba explicarles cómo funcionaba la división de poderes en el gobierno, las atribuciones del ejecutivo, legislativo y judicial, se quedaban mirando, preguntándose cómo iban a memorizar esas palabras vacías para el examen. También, recuerdo, les encargué trabajos sobre protección del medioambiente para que ellos se involucraran en el conocimiento de su tierra y sus equilibrios. No logré saber nunca qué entendían ellos por medioambiente. Cuando les preguntaba me señalaban afuera. No había nada que proteger allí: ellos eran los que tenían que protegerse del medioambiente que intentaba matarlos de frío, de sed, de hambre, de polvo y viento. ¿Proteger a la naturaleza? ¿Ellos? ¿Qué clase de delirio mitómano podía tener alguien para creerse que ese desierto necesitaba hombres que lo protegieran?

    Terminados los dos años, me despedí de todos y volví a Buenos Aires. A Antonio no llegué a verlo: ya lo habían echado del terreno de YPF y dejó la escuela con diecinueve años y algunas materias del secundario aprobadas. Se fue a trabajar de tarefero, me contó después, y luego como guardia de seguridad de un edificio en Córdoba. En ese trabajo conoció el aburrimiento más profundo y sintió que el diablo se le metía en los pensamientos. Para ahuyentarlo leía, pero el sueldo no le alcanzaba para comprar los libros capaces de llenar tantas horas; además, los entretenimientos urbanos como el fútbol, las redes sociales, la charla con colegas o vecinos le resultaban ajenos. Él estaba acostumbrado a vivir ocupado haciendo cosas y ahora trabajaba para garantizar que nada sucediera. ¿Trabajar cuidando de los ladrones un edificio? Qué cosa más estúpida. Si uno tiene miedo a la gente peligrosa, se va a donde no la haya. Pero los habitantes de la torre estaban emperrados en quedarse aunque no les gustara y por eso debían contratar seguridad, comprar aires acondicionados para el calor, autos para embotellarse cómodamente, ir al gimnasio para no engordar de tanto estar sentados, correr para ir al cine o para ver amigos, complicarse la vida trayendo más y más cosas que supuestamente se la simplificarían.

    Dos vecinos le pasaban libros y les gustaba comentarlos con él. Poco después,

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