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Libro electrónico381 páginas5 horas

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Barcelona. La noche del 25 de octubre de 1992, la vida de Miguel Montero, un chico de doce años, cambiará para siempre. Veintiséis años después, las heridas siguen abiertas porque el pasado nos convierte en lo que somos. Barcelona.Primavera del 2018. Sara, Simón y Pablo, con muchos motivos para no mirar hacia atrás y muy pocos para seguir adelante, recorrerán la ciudad en busca de respuestas a las inexplicables desapariciones de mujeres que nada tienen en común; ni la edad, ni la profesión, ni siquiera sus trayectorias vitales coinciden, hermanadas sin embargo, en un trágico destino. Sara, una policía expedientada, a la espera de conocer su sanción, encontrará en esta búsqueda un motivo para probarse a sí misma, pero ello conllevará consecuencias: descubrir una realidad terrible que se esconde a la vista de todos. Porque hay personas a las que nadie echa de menos, a las que nadie busca y que, allí donde estén, esperan ser halladas.
Basada en hechos reales, los protagonistas de esta historia deberán asumir sus vidas para poder encarar el presente, porque la verdad es incómoda, y la mayoría preferimos mirar hacia otro lado, aunque eso no nos garantiza que deje de existir. En el 2017, figuraban en el sistema de Personas Desaparecidas y Restos Humanos sin identificar un total de 6.053 personas. A mediados del 2018, ya se había superado esa cifra. Una media de 38 al día.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento25 feb 2019
ISBN9788417077853

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    Invisibles - Graziella Moreno

    Illustration

    Graziella Moreno (Barcelona, 1965) quería estudiar Periodismo, pero por un error de cálculo empezó Derecho, que le gustó, sin dejar de escribir a ratos perdidos. Conoce las tripas de la administración de Justicia desde 1991, año en que empezó a trabajar como funcionaria, y ya en 2002, como juez. Ha estado destinada en los juzgados de Amposta, Gavà, Martorell y Barcelona y se ha especializado en derecho penal.

    Escribe relatos y artículos en revistas y diarios digitales. Publicó su primera novela en 2015, Juegos de maldad (Grijalbo), que fue nominada a mejor novela negra de 2015 en el festival de Cubelles Noir y recibió una mención especial del jurado. En 2016 publicó El bosque de los inocentes (Grijalbo), y en 2017, Flor seca (Alrevés), continuación de los personajes de la primera.

    Barcelona. La noche del 25 de octubre de 1992, la vida de Miguel Montero, un chico de doce años, cambiará para siempre. Veintiséis años después, las heridas siguen abiertas porque el pasado nos convierte en lo que somos. Barcelona. Primavera del 2018. Sara, Simón y Pablo, con muchos motivos para no mirar hacia atrás y muy pocos para seguir adelante, recorrerán la ciudad en busca de respuestas a las inexplicables desapariciones de mujeres que nada tienen en común; ni la edad, ni la profesión, ni siquiera sus trayectorias vitales coinciden, hermanadas sin embargo, en un trágico destino. Sara, una policía expedientada, a la espera de conocer su sanción, encontrará en esta búsqueda un motivo para probarse a sí misma, pero ello conllevará consecuencias: descubrir una realidad terrible que se esconde a la vista de todos. Porque hay personas a las que nadie echa de menos, a las que nadie busca y que, allí donde estén, esperan ser halladas. Basada en hechos reales, los protagonistas de esta historia deberán asumir sus vidas para poder encarar el presente, porque la verdad es incómoda, y la mayoría preferimos mirar hacia otro lado, aunque eso no nos garantiza que deje de existir. En el 2017, figuraban en el sistema de Personas Desaparecidas y Restos Humanos sin identificar un total de 6.053 personas. A mediados del 2018, ya se había superado esa cifra. Una media de 38 al día.

    INVISIBLES

    Illustration

    INVISIBLES

    Graziella Moreno

    Illustration

    Primera edición: enero del 2019

    Para Josep Forment, siempre con nosotros

    Publicado por:

    EDITORIAL ALREVÉS, S.L.

    Passeig de Manuel Girona, 52 5è 5a

    08034 Barcelona

    [email protected]

    www.alreveseditorial.com

    © 2019, Graziella Moreno

    © de la presente edición, 2019, Editorial Alrevés, S.L.

    © Ilustración de portada: José Luis Cortés

    Printed in Spain

    ISBN: 978-84-17077-85-3

    Código IBIC: FF

    Producción del ebook: booqlab.com

    Queda rigurosamente prohibida, sin la autorización por escrito de los titulares del «Copyright», la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento mecánico o electrónico, actual o futuro, comprendiendo la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de esta edición mediante alquiler o préstamo públicos. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (Art. 270 y siguientes del Código Penal). Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra. Puede contactar con CEDRO a través de la web www.conlicencia.com o por teléfono en el 91 702 19 70 / 93 272 04 47.

    A los que desaparecen sin dejar rastro y

    a los que no renuncian a encontrarlos

    So what am I?

    What do I have but negativity?

    Cause I can’t justify the way everyone is looking at me

    Nothing to lose

    Nothing to gain, hollow and alone

    And the fault is my own, and the fault is my own

    LINKIN PARK,

    «Somewhere I Belong»

    —¿De los desaparecidos y de los muertos? ¿Cuál es la diferencia?

    JUAN RAMÓN BIEDMA,

    El imán y la brújula

    NOTA DE LA AUTORA

    Ninguno de los personajes de esta novela es real, aunque están basados en experiencias personales y profesionales. Salvo la ciudad de Barcelona y sus calles, Sara y el resto solo existen en mi imaginación.

    Barcelona, 25 de octubre de 1992.

    No hay escapatoria posible. La bestia es mucho más rápida y repta por las paredes, por el techo, siseando enloquecida. Los mecanismos de cierre de las compuertas no son garantía de que la criatura quede atrapada, es demasiado fuerte y muy capaz de romper el acero. La respiración de Miguel se acelera y se pasa una mano por la frente húmeda, apartando el cabello que le cae sobre los ojos. La cosa está jodida, si no consiguen atraerla hasta la trampa que le han preparado, no se salvará nadie.

    Un ruido sordo le hace saltar. Ha sonado cerca.

    —¿Mamá? —pregunta Miguel mientras se da la vuelta y mira por encima del hombro.

    No hay nadie. Está solo en el comedor, pero, por si acaso, se arrodilla sobre la moqueta frente al televisor, apaga el aparato de vídeo y saca la cinta que guarda con cuidado detrás de los libros de la estantería. Si su madre lo coge viendo esa película le espera una buena bronca. No soporta la ciencia ficción, y las de Alien menos. Cuando su padre se la puso en la mochila antes de llevarlo a casa le recomendó que la escondiera, aunque la advertencia no era necesaria. A sus doce años, ya ha aprendido que vivir con su madre es como andar sobre un campo de minas, hay que moverse con cuidado, como hace en los videojuegos para evitar que su personaje caiga por el precipicio y en la pantalla aparezcan las letras «GAME OVER».

    El piso está oscuro. La única luz proviene del pequeño acuario en el que cuatro peces negros con franjas amarillas nadan con desgana en el agua turbia, entrando y saliendo del pequeño barco pirata que hay en el fondo. Su madre no quiere saber nada del acuario. Como repite a diario, ya tiene bastante con la carga que le ha tocado llevar: su marido la ha abandonado por una puta, y Ricardo, su hijo mayor, va a la suya, entra y sale de casa cuando le conviene. Miguel tira comida a los peces cuando se acuerda, por lo que no le extrañó descubrir el viernes a dos de ellos muertos en el fondo, rodeados de piedrecitas verdes y azules. Se quedó fascinado un buen rato viendo cómo los sobrevivientes empezaban a devorarlos, y solo se apartó cuando el timbre de la puerta lo avisó de que su padre había venido a buscarlo.

    Se supone que a esa hora debería estar en su cuarto ordenando su mochila o acabando los deberes. Falta poco para la cena, y seguro que, como cada domingo, le tocará calentarse algo de lo que la chica dejó hecho el viernes. Espera que no sea un puré de verduras, piensa frunciendo el ceño, porque le acabarán saliendo dientes de conejo. Su madre está obsesionada con la comida, y desde que el pediatra le dijo que su hijo pequeño tenía tendencia a la obesidad, lo está matando de hambre. Suspira pensando en la hamburguesa con patatas que se ha comido ese mediodía y que no volverá a catar, al menos, hasta dentro de quince días.

    Vuelve a oír ruidos que no puede identificar, parece como si alguien diera patadas a una puerta.

    —¿Mamá? —pregunta de nuevo, alzando la voz.

    Sale al pasillo y enciende la luz. Camina hasta la habitación de su madre sin ganas. Al volver esa tarde, la encontró tumbada en el sofá, con las persianas bajadas. Parecía un espectro, con el pelo revuelto y los ojos cerrados, el cuerpo envuelto en una bata rosa que se le abría en el pecho y dejaba al descubierto la medalla de oro de santa Rita que siempre lleva colgada al cuello.

    —La cabeza va a estallarme —gimoteó ella—. Llevo todo el día aquí, sufriendo, sola. —Aprovechó para dar a su voz un tono de reprobación que hizo sentirse culpable a su hijo pequeño.

    —Lo siento, mamá —balbuceó—. No lo sabía, podías haber llamado a papá para que me lo dijera y…

    —¿Llamar? ¿Llamar yo a casa de esa puta? —Había abierto los ojos, de los que caían lágrimas de autocompasión—. ¡Antes moriré aquí sola! Y Ricardo, sin venir tampoco. ¡Dios mío, Dios mío! ¿Cuándo se acabará este calvario?

    Miguel se acercó y se inclinó para darle un beso en la frente, pero ella lo rechazó con violencia.

    —¡Te he dicho que me va a estallar la cabeza! Si quieres hacer algo por mí, prepárame las pastillas y me ayudas a llegar a mi habitación. Primero necesito dormir, luego me las tomaré, si tengo fuerzas… —lloriqueó.

    Aliviado por tener algo que hacer, fue hasta la cocina y abrió el armario donde guarda los medicamentos. Sacó las cajas y las puso sobre la encimera. Algunas pastillas son tan pequeñas que siempre se le escurren entre los dedos, como las piedrecitas de colores del acuario. Para que no haya confusiones, Ricardo ha ordenado las cajas y ha escrito la pauta de cada día con su letra de futuro médico. Hay noches en las que toca una roja, y son las mejores, porque cae dormida pronto, y Miguel es libre de atrincherarse en su habitación para leer los cómics que le trae su hermano: Superman, Doctor Strange, Spiderman… Su favorito es Batman. Un tipo fuerte, con un pasado oscuro, siempre luchando contra el Mal, con mayúsculas.

    —¡Miguel! ¿Qué estás haciendo? —gritó su madre desde el salón.

    —Ya voy, ya voy —respondió, sobresaltado.

    Cogió las pastillas en un segundo, llenó un vaso de leche y volvió sobre sus pasos. Ella estaba sentada en el sofá, con los codos sobre las rodillas y las manos apoyadas en la frente, balanceándose de un lado a otro mientras murmuraba algo que no alcanzaba a entender. La quiere mucho, aunque a veces desearía vivir con su padre, a pesar de que esté con otra mujer. O que su hermano estuviera más en casa, eso también estaría bien; desde que tiene novia, cada día lo ve menos.

    No se oyen más ruidos. Pasa delante de un espejo, encoge la barriga y se peina el pelo con los dedos. Se dice que cuando sea mayor, será alto como Ricardo, irá al gimnasio y tendrá unos músculos impresionantes. Su hermano ya será médico y podrá cuidar de su madre, y él vivirá solo en una casa con jardín, se hartará de la comida que le gusta y jugará con la consola cuando le dé la gana.

    Mueve el picaporte para abrir la puerta, pero no lo consigue, hay algo detrás que se lo impide. Empuja con el cuerpo y, por fin, se abre lo suficiente como para que pueda entrar de lado.

    Ella está en el suelo, el camisón arremolinado sobre su cuerpo, dejando al descubierto sus piernas desnudas. El cabello le oculta parcialmente la cara, y las manos, agarrotadas, parecen querer arañar el aire.

    —¡Mamá, mamá! ¿Qué te pasa? ¿Qué tienes? —grita, asustado.

    Se arrodilla y le aparta los mechones del rostro. Vuelve a gritar y retrocede con rapidez, como si fuera a quemarse. Un líquido blanco y espeso, moteado de puntos verdes, le sale de la boca torcida y ligeramente entreabierta; los ojos, desorbitados, lo miran y se le antojan acusadores. Es incapaz de tocarla, tiene el mismo aspecto que la cabeza del androide de Alien que la teniente Ripley hace revivir enchufándolo a un ordenador. Aterrorizado, piensa que si ella hablase en ese instante, lo haría igual que en la película, con esa voz chirriante y horrible.

    Miguel, sin perderla de vista, alarga el brazo hacia la mesita de noche y sus manos, torpes, aferran el teléfono y marca el número de casa de su padre. Mientras espera que alguien conteste, empieza a temblar, ha sido culpa suya lo que le ha pasado a su madre; tenía que haberla cuidado más, puede ser que le hayan sentado mal las pastillas. O quizá se ha equivocado y no le ha dado las que le tocaban. Hay tantas… Las que toma para adelgazar, las del estómago, las de la depresión. Se estremece, todos van a reñirle, seguro. Las lágrimas empiezan a caer sobre sus mejillas mientras se encoge y se hace más pequeño para ocupar menos espacio, para desaparecer en una esquina de la habitación. Como si pudiera conseguirlo.

    PRIMERA PARTE

    ¿Qué es lo normal? Nada, nadie.

    STEPHEN KING,

    La zona muerta

    1

    Barcelona, abril del 2018.

    Sara guarda el móvil en el cajón de su mesa. A pesar de que ya pasa de la medianoche, Simón lleva horas enviándole mensajes como un loco. Es mejor no contestar, porque seguirle la corriente a su hermano significa perderse en una madeja de frases sin sentido que acaba con su paciencia. Precisamente, es lo que más necesita en ese momento y de lo que más carece. Disimula un bostezo. La noche del jueves se le está haciendo larga en la comisaría y todavía le queda bastante para acabar su turno.

    Qué mierda de trabajo.

    La chica de grandes ojos verdes sentada frente a ella levanta la vista del papel que tiene delante, bolígrafo en mano, y observa a la agente de Mossos d’Esquadra. En su mirada hay temor y duda a partes iguales. Vuelve la cabeza hacia su madre, y esta, una versión madura de su hija, los labios prietos y el gesto huraño, la mira dispuesta, si es necesario, a suplir la indecisión que ve en ella. Ambas destilan clase y pasta por los cuatro costados; lo más barato que llevan puesto deben de ser las deportivas de la chica, calcula Sara, que, tirando por lo bajo, fijo que cuestan más de doscientos euros. Hasta ella llega el perfume de la madre, que, impaciente, se toquetea el cabello por enésima vez y dice:

    —Está todo correcto, debes firmarla, Alicia.

    Sara espera con deleite el momento en el que, con tanto manoseo, se le desprendan las extensiones. Piensa que, para no ser menos, ella también podría soltarse el pelo y hacerse unas trencitas para pasar el rato. No viene de media hora más, total… Aprieta las mandíbulas para disimular su fastidio y, con la mano, roza su flequillo para asegurarse de que está en su sitio.

    La chica duda una vez más con el bolígrafo en el aire, buscando ahora con la mirada la aprobación de Sara, que no puede evitar un bufido de impaciencia:

    —He puesto lo que me has contado, sus datos, los tatuajes que dices que lleva en los brazos, con esto es suficiente. Si lo que hay escrito coincide, deberías firmarla para que podamos seguir con el trámite e iniciar diligencias —le repite por tercera vez.

    Joder con la niña pija, encima cortita. Qué pintáis en este barrio.

    —No sé qué hacer —reconoce Alicia, mordiéndose el labio inferior.

    Sara se obliga a permanecer en silencio y mira a su izquierda a través del cristal. No tiene las persianas bajadas porque no soporta los espacios cerrados; las paredes la ahogan, y es incapaz de estar mucho rato en una habitación sin ver el exterior.

    Una mujer con un vestido de cuero de imitación que le ciñe el cuerpo y una chaqueta de lentejuelas doradas está sentada en la sala esperando su turno para ser atendida. Quizá ha salido de fiesta y la noche ha acabado tan mal como para ponerle el broche en una comisaría, nunca se sabe. La mujer alza la vista, y se aparta los rizos platino de la cara, dejando ver un rostro en el que el exceso de maquillaje marca aún más las arrugas que han puesto el tiempo y los años de puterío. Melly. Hacía tiempo que no la veía, meses quizá. Desde luego, la última vez había sido poco antes de que Sara recibiera la notificación de su traslado forzoso mientras se tramitaba su expediente disciplinario. La prostituta no para quieta, cruza y descruza las largas piernas constantemente, y consulta su móvil. Le extraña que esté ahí, tan lejos de su barrio. Y de su lugar de trabajo.

    Carlos, su compañero, aparece ahora en su campo de visión, hablando con el sargento. Este luce una ajustada camiseta negra de manga corta que deja a la vista unos bíceps desarrollados. Sara está convencida de que usa una talla menos de pantalón para marcar bien el culo. Observa que se ha rapado el pelo en las sienes. Los mira con atención. A juzgar por sus caras, el asunto parece serio. Espera que no tenga nada que ver con ella, porque ya tiene bastante mierda encima. Carlos coge los papeles que el otro le tiende y da media vuelta para marcharse. En ese momento, el sargento alza la vista en su dirección y sus miradas se encuentran, la de él se endurece y ella opta por desviar la suya.

    Se concentra de nuevo en Alicia y abre la boca para responderle, pero su madre se le adelanta, exasperada:

    —Vamos a ver, ya lo hemos hablado, no para de molestarte con llamadas, te ha pegado, y lo que ha pasado hoy no tiene nombre, te ha amenazado de muerte. Mira lo que te ha dicho la agente… —Duda y mira a Sara—. Peña, ¿verdad? —Esta asiente—. Tienes que acabar con esto —le insiste.

    —Yo no quiero que le hagan nada, es que él es así, tiene mucho carácter. Si firmo, ¿puede ir a la cárcel?

    Pues no le iría mal al cabrón.

    En voz alta, Sara enumera las consecuencias de una denuncia contra su exnovio. Un chico encantador, de su entorno. Le lleva algunos años, aunque eso no es problema. Su padre trabaja en una multinacional alemana y son socios del Real Club de Polo, como ella, como sus papis, como todos con los que se relaciona. Se supone que está cursando unos estudios que parecen no terminar nunca. No importa, la tarjeta de crédito de papá funciona a la perfección. Todo fantástico. Salvo por un pequeño detalle. El chico resultó ser un poco posesivo, le gustaba tenerla controlada, y si las explicaciones de su novia no lo convencían no dudaba en hacérselo saber, tal y como delata la marca oscura que hay bajo el ojo derecho de Alicia, casi imperceptible por el maquillaje. Y hoy, cuando madre e hija circulaban con el coche por el barrio de Sant Martí, a dos calles de la comisaría, su ya exnovio la ha amenazado en una llamada telefónica que ambas han escuchado y grabado. Así que ya no es tan guapo ni de tan buena familia.

    Bienvenidas al mundo real.

    —De acuerdo —dice Alicia por fin, y para alivio de su madre firma la declaración.

    Con disimulo, Sara abre el cajón de su mesa y comprueba que se le han acabado las pastillas de regaliz. Mierda. Aprovecha para mirar el móvil. Simón ha dejado de escribir. Desea que se haya ido a la cama, todos los médicos le han recomendado siempre que es importante mantener una rutina de horarios y comidas y, sobre todo, dormir al menos ocho horas, lo que referido a él es como pedir la Luna. No soporta que un reloj no marque la hora exacta, pero es incapaz de llevar una vida ordenada, piensa con amargura mientras entrega a la chica una copia de lo que acababa de firmar.

    La madre le tiende una mano lánguida, cargada de anillos, y Sara hace como si no la viera. No le gusta dar la mano a la gente, si puede evitar el contacto, mucho mejor. Ambas salen del despacho dejando sus dos perfumes en el aire peleándose entre sí.

    —Rumbo a casita, sí, señor, donde nada huele mal, salvo el fulano que te has buscado. Vaya tatuajes que lleva el tío —dice Sara en voz alta, mientras saca el móvil.

    Mira el último mensaje de su hermano: «Quién se quedó con el corazón de Mary Jane Kelly???????».

    —Coño —murmura—. Sigue con la misma mierda.

    Al menos, mientras está con eso, no se come la cabeza.

    —¿Hablas sola?

    Levanta la vista y ve a Carlos, su compañero, que la observa con una sonrisa.

    —Joder, sí, hablo sola. Mi hermano, que no para con lo de Jack el Destripador, creo que en casa están todos los libros que existen sobre ese hijo de puta. Le ha sorbido el seso y ya sabes cómo es. —Sopla.

    —Déjalo en paz, Simón es más listo que nosotros dos juntos. Ahora que lo pienso, tengo unos libros que devolverle, a ver si le escribo. Y te recuerdo que no es un crío.

    —Pues como si lo fuera, hostia. Cómo se nota que no tienes que vivir con un tío de veintisiete años, obsesivo, depresivo y…

    —Esa boca… ¿Te he dicho que un día voy a lavártela con jabón?

    —Muchas veces —espeta ella, frunciendo el ceño—. ¿Tienes pastillas de regaliz? ¿Qué tal tu cita de ayer? —Se levanta y empieza a ordenar los papeles sobre su mesa.

    —¿Regaliz? Qué va, deja los dientes negros. Deberías dejar de comer esas porquerías, no va a quitarte el ansia de fumar. Mi cita, genial, creo que he encontrado al hombre de mi vida. —Sus ojos claros tienen una expresión soñadora y se acaricia la barba rubia.

    —Se nota, vaya cara de gilipollas que se te ha puesto. Lo mismo dijiste la última vez.

    —Es diferente, ya verás, tiene unas manos…

    —No me cuentes nada, mi imaginación no da para tanto.

    —Me has interrumpido, escucha primero. Es cocinero, puede ser que este año su restaurante reciba algún premio, está trabajando a tope. Me hizo la mejor zarzuela de pescado que he comido en mi vida, y de postre, mousse de tres chocolates, todavía me estoy relamiendo.

    —Vaya, eso tiene peligro, tú que te cuidas tanto; que sepas que con ese tipo vas a engordar. Tendrás que follar mucho para quemar el exceso de calorías, y ya tienes una edad.

    —¿Una edad? Deberías saber que los cuarenta es la mejor edad para un hombre. —Frunce el ceño—. ¿Por qué eres tan desagradable?

    —Ya me conoces. Estoy cabreada. Los pijos siempre me ponen de mal humor. ¿Hablabas con el sargento?

    —Siempre estás cabreada. —Esboza una expresión de disgusto—. Sí, hemos hablado de la desaparición de una mujer, ha salido en la prensa, y, ya sabes, más presión para los de Investigación.

    —Pues muy bien, que les den. Ni tú ni yo estamos en eso, nos importa una mierda. —Lo mira—. ¿Te ha dicho algo de mí?

    —Me toca buscar unos datos. —Agita los papeles que lleva en la mano—. De ti solo ha comentado que pensaba pedirte las estadísticas. Ya sabes cómo habla: «Voy a tener que hablar seriamente con la agente Peña» —anuncia, solemne.

    —Joder, pues no las tengo, quería hacerlas esta semana, no he tenido tiempo…

    —Ni ganas tampoco —remata él—. Ponte ya, porque está en su línea de jefe exigente, creo que lo aprietan los de arriba. —Eleva la mirada al techo.

    —Y a mí qué. Es su problema, y si no, que no sea sargento. Quiere cobrar más, ¿no? Pues venga, a apechugar. No puedo con esa chorrada de las estadísticas, si no sirven para nada, todo el mundo lo sabe.

    —Tú misma, pero sácalas ya o te caerá una bronca. Te veo tensa, no sé si la terapia te sirve de algo —sonríe—, creo que necesitas a alguien en tu vida, cariño.

    —La terapia… No me hagas hablar. Y te equivocas, no necesito a nadie —gruñe ella, sentándose de nuevo en la silla—. El sargento es un puñetero engreído. Con todos esos músculos y ese cerebro de mosquito, le encanta mandar y poco más.

    —No es mal tipo. —Bosteza—. Estoy que me caigo de sueño. Me voy, guapa. Cuando quieras nos tomamos un café; hasta luego.

    Con una mueca de fastidio, Sara se concentra en la pantalla del ordenador. Minimiza la declaración de la chica y, con desgana, busca la carpeta donde guarda las estadísticas. Solo de verla le entran unas enormes ganas de largase a casa.

    —Vaya palo —murmura.

    Mueve el ratón y accede a la memoria USB que tiene conectada; le apetece más echar unas cuantas partidas de cartas, y ya se pondrá con ese rollo. Más tarde. O mañana, o… Cuando le dé la gana.

    2

    El avión desciende de improviso, lo que provoca que el estómago de Miguel se encoja dolorosamente. Solo le faltaría ponerse a vomitar. Una azafata pasa por su lado, controlando que todo el mundo tenga los cinturones abrochados, y lo mira, comprensiva. Tampoco hace muy buena cara a pesar del maquillaje.

    Miguel cierra los ojos e intenta relajarse. Todavía puede oír en su cabeza la bachata que ponían en la discoteca del hotel de Puerto de la Cruz de Tenerife en el que ha pasado dos días. Qué mierda de música, piensa. Y qué mierda de convención, oyendo disertaciones interminables sobre técnicas de venta, viendo gráficos, analizando estadísticas, y para desfogarse, nada mejor que beber gin-tonics como si fuesen botellines de agua mineral. Hubo quien se lo montó mejor, a juzgar por los gemidos que le llegaban de la habitación contigua y que no le dejaron pegar ojo la noche anterior. Tiene una resaca importante, y el viaje en avión no ha servido para mejorarla.

    El avión baja un poco más y la cabeza empieza a dolerle con ganas. La pasajera situada a su derecha lee una novela en inglés, al parecer sangrienta, a juzgar por las ilustraciones de la cubierta, mientras que el hombre sentado junto a ella, grueso y con unas patillas espesas que le llegan casi a las comisuras de la boca, despliega un cumplido concierto de ronquidos que han comenzado en el momento del despegue y que, por lo que se ve, van a durar hasta el aterrizaje. Miguel envidia esa capacidad de dormir profundamente, siempre ha tenido el sueño muy ligero. Como su madre.

    El descenso se le antoja interminable hasta que, por fin, las ruedas del tren de aterrizaje tocan el asfalto. Ello parece ser suficiente para despertar al hombre de los ronquidos, que se despereza, mira a su alrededor con aire de no saber dónde está y se atusa el cabello revuelto. La mujer cierra la novela y suspira, disponiéndose a recoger el bolso que tenía en el suelo. A pesar de que todavía no se ha apagado la luz que indica que todo el mundo debe mantener su cinturón de seguridad abrochado, se oyen varios clics, indicativos de la impaciencia de algunos.

    Tras la interminable espera habitual, consigue salir del avión y entrar en la terminal. Le cuesta andar y nota las articulaciones entumecidas. A medida que avanza se estira en toda su estatura, y el aire fresco de la instalación hace que mejore su dolor de cabeza.

    Llega a la zona de recogida de equipajes y observa las pantallas en las que aparecen los números identificativos, las letras de cada vuelo y su procedencia. Tras unos minutos de espera, ve aparecer en la cinta transportadora su maleta, negra y baqueteada. No le vendría mal la jubilación, piensa. Tras inclinarse y recuperarla, levanta la vista y su mirada queda prendida de una maleta que se acerca a su posición. De un color indefinido entre el marrón claro y el amarillo sucio, parece haber recorrido medio mundo. Es pequeña, por lo que le extraña que la hayan embarcado. La observa con atención. Aparenta tener un tacto suave de piel envejecida a pesar de su deplorable estado. Solo con ver cómo se aproxima le dan ganas de extender la mano y tocarla para comprobarlo. Le es familiar, como si la hubiera visto antes.

    Cuando llega a su altura, se contiene para no hacer el gesto, avergonzado ante la idea de que los pasajeros que se hallan junto a él sean los dueños y le increpen por ello. Sin embargo, nadie la coge y, lo que es más, ni siquiera la miran. Es como si ninguno de los presentes la esté viendo. Recuerda a su psiquiatra advirtiéndole que tiene que controlar esos impulsos que lo llevan a obsesionarse por ciertos objetos. Traga saliva, hace tiempo que no ha notado esta pulsión como ahora. No pasa

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