La arquitectura como misterio: Sobre el oficio de construir
Por Octavio Mestre
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Si, como dijera Silesius, "La rosa es sin porqué", quizá sabe más quien huele su fragancia que quien la deshoja para analizar sus pétalos en el microscopio. Ese misterio es lo que hoy me gustaría compartir con todos vosotros y lo que me ha movido a escribir este libro. Sin ánimo de dar lecciones a nadie.
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La arquitectura como misterio - Octavio Mestre
formal.
1.
SER ARQUITECTO
Ser arquitecto…
Ser arquitecto… Lorca decía: «Si es verdad que soy poeta por la gracia de Dios —o del demonio—, también lo soy por la gracia de la técnica y del esfuerzo y de darme cuenta en absoluto de lo que es un poema». Esa frase debí de leerla (en la prensa, seguramente), porque nunca la he encontrado en sus obras completas, que he releído varias veces. Pero, al hilo de ella, me pregunto: ¿qué significa ser arquitecto? Y no me refiero a los años de estudios que se requieren (porque para ello ya están otros libros, como los de mis amigos Jordi Querol, Alberto Alegret, Esteve Cabré, Anna y Eugeni Bach, cada cual desde distintas ópticas) ni a las competencias que la Ley de Atribuciones o la LOE nos confieren, ni al plan Bolonia, que amenaza tanto como da y posibilita (como casi todo lo que es nuevo en la vida). Este libro está más en consonancia con el que Jordi Viola me hizo llegar las Charlas a principiantes, del argentino Eduardo Sacriste, un libro en la línea del Entretiens avec les étudiants des écoles d’architecture, de Le Corbusier, y también un «incunable» que, ya en el año 1976, iba por su tercera edición, lo que demuestra que lo esencial de la arquitectura no ha cambiado. Me refiero a ser arquitecto, arquitecto de verdad, como aquel anuncio televisivo de hace unos años en el que unos marineros tenían ganas de llegar a tierra para tomarse una cerveza, y cuando uno le decía al otro que, precisamente, cerveza ya tomaban, el primero les espetaba: «Señores, he dicho una cerveza». Pues eso. Ser un arquitecto de verdad, como Machado era «en el buen sentido de la palabra, bueno», ¿qué significa ser arquitecto?
—Ça c’est un vraie architecte.1 —Eso le dijo un viejo profesor francés a nuestra amiga —y socia en la ocasión— Catherine cuando le enseñaron las plantas de los varios socios que competíamos en un macroconcurso en Lyon Confluence y, de entre todas, precisamente seleccionó las de los cuatro bloques que nosotros habíamos proyectado. Me gustó su comentario porque tiene que ver con las cosas que son verdad, no las que nos parecen verdad a ti o a mí.
Las cosas son. Y no todas son relativas ni susceptibles de interpretación. «El único enemigo de lo bueno es lo mejor»… Lo malo es, simplemente, malo, no cuenta. Y eso, por más que le digan una u otra cosa, uno íntimamente lo sabe. Tú sabes qué proyectos, de entre los que has hecho, tienen interés y qué otros podrías haberte ahorrado. (Rafael Moneo decía que «los arquitectos solo deberíamos hacer los proyectos que nos ayudasen a definir nuestra trayectoria personal», claro que no todos somos Rafael Moneo…) Y Pepe Llinàs lo cuenta, de manera muy gráfica, en la película que sobre José Antonio Coderch2 ha hecho Poldo Pomés y que se presentó en sociedad en la sede de MINIM, en Barcelona, en enero de 2015: «Uno sabe cuándo las cosas hacen zas, zas, zas». Y, como dice él, «a veces, entre colegas, no se necesitan demasiadas explicaciones». Coderch explicaba que, en ocasiones, la cabeza o el corazón nos engañan, pero nunca el estómago: «hay que escuchar al estómago» desde la conciencia de que todo lo que no ayuda molesta, estorba, y, como decía Joan Margarit, arquitecto y poeta, «un mal poema embruta el món»…, lo ensucia (y así nosotros, si no hacemos bien nuestro trabajo).
Porque se trata de ser, de que la arquitectura sea una ventana para ver el mundo a través de ella (como he dicho tantas veces a los alumnos), y no de tener, en este caso, un título. Ni tampoco de tener cierta cantidad de obra construida. ¿Cuántos jóvenes fantásticos se cruza uno hoy en las escuelas de arquitectura sabiendo que no podrán construir lo que imaginan por falta de trabajo?
Tampoco quiero caer en el espejismo de considerar arquitecto a alguien simplemente por tener el título (porque lo difícil no es tener el título, sino ser arquitecto), como no considero escritor al que no escribe. Salinger lo es, y muy bueno, a pesar de sus cincuenta años de silencio, porque escribió una obra (y muy buena), así como al mexicano Juan Rulfo le bastaron las ciento cincuenta páginas de Pedro Páramo y de su Llano en llamas para ser considerado uno de los maestros en lengua castellana.
Hace unos años estaba participando en un congreso en Montpellier invitado por la sociedad Cobaty cuando, al acabar el día, oí, como música de fondo de la librería en la que estaba mirando libros, Volver, una canción de un cantautor cubano contemporáneo, de nombre Raúl Paz, al que no conocía y que acababa de recibir en Francia el premio a la «Mejor canción del año en lengua extranjera». «Como si hubiera lenguas extranjeras…», pensé. Lo cierto es que decía, con nostalgia, cosas como que «nada es mejor que volver a casa, nada mejor que volver»… Y añadía: «et le temps passe, et le temps passe», y, con él, la vida. Y en otro punto de la canción aseguraba «porque de lo que se trata es de ser»… Pues eso. De ser arquitecto trata este libro, diría yo. A eso es a lo que me refiero.
No conozco mejores distribuciones de viviendas que las de la calle Johann Sebastian Bach y las de los edificios Banco Urquijo, ambas en Barcelona y obra de Coderch de Sentmenat, con quien trabajé siendo estudiante. Respetar los esquemas de circulación y organización en planta que entonces aprendimos nos ha permitido no cometer fallos que, en otros, son usuales.
Diría, parodiando a Raymond Carver y a su De qué hablamos cuando hablamos de amor, ¿de qué hablamos cuando hablamos de ser arquitecto?
Viviendas en la calle Riera de Sant Miquel (Barcelona). En su condición de piel, es decir, de contacto entre interior y exterior, la fachada se abre a voluntad, como si se tratase de un calendario de Adviento, y presenta una imagen random que se cierra a un exterior agresivo, en la línea de lo que el propio Coderch hizo en la casa para el pintor Tàpies, en el mismo barrio.
© Lluis Sans
Resolviendo los problemas de la gente
Cuando me preguntan qué es un arquitecto, digo, como decía Alejandro de la Sota, una suerte de referente moral para los de la profesión (al menos, para los de una cierta edad y condición, supongo), que un arquitecto es «alguien que resuelve los problemas de la gente» en la materia que nos compete, claro. Solo que los problemas de la sociedad cada vez son más y más variados y, por eso, hay hoy muchas formas de ejercer la profesión.
Un arquitecto debe resolver los problemas de la comunidad en materia de vivienda y alojamiento (una de las necesidades básicas del hombre), de equipamientos públicos, de creación de ciudades y barrios de nueva planta y hoy, aún más, de regeneración de los que ya tenemos (en la actualidad, la sociedad, en nuestra vieja Europa, nos pide restaurar y reutilizar lo que otros han construido más que crear nuevas unidades).
Un arquitecto debe ser sensible a cómo implantar edificios en el centro de la ciudad y ciudades en el territorio, al diseño de objetos y mobiliario que respondan a las funciones que nos piden para hacernos la vida más fácil y enriquecedora y responder a las nuevas necesidades que la sociedad genera para no distraerse de lo esencial, que nunca cambia, aunque adopte nuevas formas.
Y, si no es capaz de solucionar las cosas, al menos no debería crear más problemas de los que ya existen… Un arquitecto debería ser capaz de mediar entre las muchas administraciones, organismos y comunidades para hacer viable y llevar a puerto cuanto proyecta. Juan Herreros, en la clausura del Congreso de Arquitectos que el COAC organizó en 2016 con el objetivo de revisar el estado de la profesión veinte años después, como lo hizo en 1996 con la UIA (la Unión Internacional de Arquitectos) tras los Juegos Olímpicos, decía que «los arquitectos nos estamos convirtiendo más en mediadores que en diseñadores» y así trabajamos más horas reunidos que dibujando con el lápiz en nuestra torre de marfil. Porque de poco sirve proyectar el mejor edificio si luego no lo construimos, diseñar el objeto más maravilloso si después no somos capaces de encontrar la industria que lo produzca, lo mejore y pueda ponerlo en el mercado a un precio asequible que haga que la gente lo compre y lo haga suyo. De nada serviría que yo escribiera si una editorial no publicase y distribuyese mi libro.
Por hacer un símil futbolístico: un delantero es bueno cuando mete goles entre cuatro defensas y con un buen portero delante. Meter goles sin defensas y sin portero no tiene la menor gracia…, y fuera del partido, menos. Y en los entrenamientos, a puerta vacía, menos aún… Y, si siempre te hacen falta, si siempre te derriban antes de chutar, quizá no eres tan buen delantero como crees… Porque un buen delantero tiene que saber zafarse de los marcajes, y un buen arquitecto, tratar con problemas (cada día más complejos) y resolverlos, así como llevar a buen puerto la barca que todo proyecto supone.
Se trata de consensuar más que de imponer decisiones, porque solo al consensuarlas los otros harán suyas tus ideas y así cuidarán del fruto común que todo edificio es. De hecho, muchas de las mejores ideas (como decía yo en el prólogo) son de otros: de tus socios y colaboradores; del cliente, que, en su necesidad, te sugiere cambios; del industrial, que fabrica cuanto proyectas y, con su experiencia, mejora tu solución… Pocos momentos hay más bonitos, en una obra, como ese en el que ves amplificado cuanto dibujaste, hecho posible por gentes que, puesto que domina su oficio, saben más que tú de lo que es y no es posible hacer. Y, de entre lo posible, lo que tiene sentido o no lo tiene mientras otras soluciones surgen, obligadas por la normativa que hay que