Recuerdos prohibidos
Por Julie Miller
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Haciéndose pasar por un trabajador del rancho, Sam tenía la firme intención de ganarse la confianza de aquella frágil mujer para así poder resolver el crimen.
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Recuerdos prohibidos - Julie Miller
Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2004 Julie Miller
© 2018 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Recuerdos prohibidos, n.º 222 - septiembre 2018
Título original: Unsanctioned Memories
Publicada originalmente por Silhouette® Books.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.
Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Dreamstime.com
I.S.B.N.: 978-84-9188-913-7
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Índice
Créditos
Prólogo
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
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Prólogo
—Maldita sea, O’Rourke. ¿Es que nunca fallas?
Con una eficacia mecánica, el agente especial del FBI Sam O’Rourke rellenó el cargador vacío de su pistola Sig Sauer y se ajustó las gafas protectoras y los auriculares aislantes para no oír los comentarios escépticos de su compañero, Virgil Logan.
Mientras sujetaba entre las manos la empuñadura de la pistola, apuntó a la imagen de John Dillinger que había al fondo de la galería de tiro y se imaginó a un hombre sin rostro en el punto de mira. «¿Cabeza o corazón?» ¿Realmente importaba? Disparó quince veces sobre el objetivo de papel antes de contestarle a su compañero.
—Hay que tener un pulso firme —quitó el cargador vacío—, una vista perfecta —pulsó el botón para alejar el objetivo— y nervios de acero.
Virgil intentó reírse, pero su cara de color café con leche mostraba signos de preocupación.
—Normalmente, un tirador de primera pide el traslado a una unidad táctica, pero tú te empeñaste en seguir en Estupefacientes.
—Pero sólo para estar cerca de ti.
—Claro —Virg era demasiado listo para creerse la ingeniosa réplica de Sam.
Arrancó el objetivo de su soporte y contó los agujeros que había dentro de los dos círculos que constituían un disparo mortal.
—Quince de quince.
Sam dejó escapar un suspiro comedido. Su pericia era ya casi lo único que le reconfortaba. Todas y cada una de esas balas eran por Kerry. Algún día tendría ocasión de cargarse al asesino de su hermana. Cuando ese día llegase, estaría preparado.
—Tengo que practicar para mantenerme en forma.
—Sí, es tanta práctica lo que me preocupa.
Virgil se quedó de pie junto a él mientras Sam desmontaba, limpiaba y enfundaba su pistola.
—Dixon cree que la tensión por la violación y el asesinato de tu hermana está resultando demasiado para ti.
El mal genio irlandés de Sam pugnó por salir.
—¡Pero si ya me ha condenado a trabajar en un despacho!
Virgil levantó las manos para indicarle que se rendía, y le recordó que él era sólo el mensajero. Y un amigo fiel y preocupado.
—Quiere que te tomes un permiso por el fallecimiento de tu hermana. Para que te calmes antes de dispararle a alguien que no debas. Antes de que te derrumbes.
—¿Eso es lo que crees tú también, que estoy a punto de derrumbarme?
Virgil negó con la cabeza.
—Sé que necesitas trabajar para tener la cabeza ocupada —su compañero intentó esbozar una sonrisa. Cuando Virgil Logan se ponía serio, Sam le prestaba atención—. No quiero verte cometer un error y que la situación se vuelva contra ti. No quiero verte trabajando de guardia de seguridad sólo por haber perdido el control.
Sam respiró hondo. Se inclinó hacia delante y apoyó ambas manos sobre el panel de tiro.
—No voy a fastidiar las cosas, Virg. Sólo quiero que se haga justicia.
—Sabes que yo también lo quiero, pero tienes que darte un poco de tiempo para que se curen las heridas. No te has tomado ni un solo día libre desde el entierro.
Sam se irguió y se alejó de la cabina.
—Ver a ese desgraciado en el punto de mira de mi pistola es lo único que hará que me cure.
—Ésa es la manera de hablar que me preocupa. Cuando tienes la cabeza en su sitio, eres un investigador buenísimo.
Se dirigieron al vestuario.
—¿Qué insinúas, que por pasar más tiempo en la galería de tiro ya no sé llevar una investigación?
—No, lo que pasa es que no quiero tener que enseñarle el oficio a un nuevo compañero. Bastante me costó enseñarte a ti.
—¿Enseñarme a mí? —retorció la toalla y golpeó a Virg en la espalda con ella. Había captado la broma—. Yo también te quiero, amigo. Te prometo no hacer ninguna tontería. ¿Te basta con mi palabra?
—Era todo lo que necesitaba oír —Virgil se detuvo ante su taquilla y la abrió. Sacó un papel doblado y jugueteó con los dedos con él. Frunció el ceño como si no estuviese seguro de lo que debía hacer con él—. Porque tengo una información que te va a interesar.
Sam se pasó la lengua por los labios e intentó que el nerviosismo que le corría por dentro no lo delatase.
—Se supone que soy yo el que se salta las normas, no tú.
—Ya sé que has estado viendo archivos sin autorización. Has estado leyendo registros hospitalarios e informes policiales sobre violaciones que se ajustan al modus operandi del caso de Kerry.
A Sam le vibraba la mandíbula del esfuerzo que hacía por no arrebatarle el papel de las manos.
—Hasta ahora, he localizado cuatro casos de violación con asesinato con las mismas marcas de ataduras y de estrangulación, además del mechón de pelo que les cortó. Kerry, aquí en Boston, y tres más en Dallas, Nueva York y Miami —se sabía el caso de su hermana de arriba abajo—. Mi intuición me dice que todas fueron víctimas de la misma persona. En todos los casos la víctima era morena, estaba soltera y tenía una buena posición social. Fue secuestrada, torturada y violada. Y entonces, como si eso no fuese bastante…
Sam cerró los ojos en un esfuerzo inútil por olvidar la imagen de la preciosa cara de Kerry golpeada y fría, ya muerta. Había visto otros cadáveres antes, pero el suyo le había turbado. Era responsabilidad suya. Aunque fuese una mujer adulta, seguía siendo su hermana pequeña, esa cría descarada a la que había prometido proteger cuando su padre estaba en su lecho de muerte.
Había fallado.
Sam se agitó debido a la fuerza de las emociones. La cólera se agolpaba en su interior e intentaba envenenar los buenos recuerdos que le quedaban de su familia. Había fallado. Ladeó la cabeza y tragó con fuerza, reprimiendo las náuseas que le sacudían el cuerpo.
Una vez calmado, abrió los ojos y dirigió su mirada a la críptica expresión de Virgil.
—¿Has localizado a otra víctima?
—No es gran cosa. Una violación en Chicago. Morena, con un mechón de pelo cortado. Lo suficiente para llamarme la atención. Su identidad se mantiene en secreto —Virgil le entregó el papel—. Pero hay una diferencia sustancial entre este caso y el de Kerry.
—¿Cuál? —Sam desdobló el papel con impaciencia y leyó él mismo la respuesta. El corazón le dio un vuelco en el interior del pecho, mientras intentaba creer lo que sus ojos veían—. La víctima sobrevivió a la agresión.
Con una sucesión de movimientos apresurados, Sam se quitó la pistolera, se despojó de la camisa y se apresuró hacia las duchas. Una sensación penetrante de apremio le pellizcaba los talones, convirtiendo cada momento en algo demasiado preciado para malgastarlo. Era la mejor pista, por no decir la única, que había encontrado desde el asesinato de Kerry casi ocho meses atrás.
Una testigo presencial.
Si se trataba del mismo indeseable asesino que había matado a Kerry, aquella víctima podría identificarlo, ponerle nombre, cara, voz… cualquier cosa a la que agarrarse.
—¿Le digo al jefe que vas a tomarte ese permiso?
—Sí —no quería que a su compañero lo pillasen mintiendo—. Dile a Dixon que me voy mañana. Esta noche, si consigo un billete de avión.
De un modo u otro, antes o después, pensaba encontrar a aquella mujer sin identidad.
Capítulo 1
Un mes después
Jessica lo vio por primera vez desde el porche, caminando por la carretera de grava, dejando atrás a cada paso el núcleo urbano de Kansas City, Misuri.
Lo observó acercarse al cruce que separaba su propiedad de la finca de Kent.
El peludo cruce de pastor alemán que había tendido a sus pies movió su enorme cuerpo y se sentó junto a ella sin perder de vista al forastero. La curiosidad del perro igualaba a la suya, y una sensación de desasosiego le recorrió el cuerpo.
—¿Qué opinas, Harry? —preguntó, pues se fiaba más del juicio y de la compañía del perro que de los de mucha gente.
El porche delantero ocupaba casi toda la fachada de su casa de madera, situada en lo alto de una loma. El chico al que había contratado para trabajar en su finca acababa de irse a la granja de sus padres para cenar, y el polvo levantado por su camioneta ni siquiera había hecho que el hombre aminorase el paso. Hasta que la cortina de polvo volvió a asentarse, podría haber pasado por un fantasma, pero ahora seguía acercándose hacia el portón de hierro de la entrada de su propiedad con una determinación que la hizo retroceder.
¿Sería él? ¿Por fin había vuelto a por ella?
Nada en él le resultaba familiar, pero ¿cómo podía saberlo?
El perro daba vueltas alrededor de sus piernas, inquieto por conocer sus órdenes. ¿Le ordenaría perseguir al forastero? ¿Que se quedase junto a ella y la protegiese? ¿Que atacase?
Jessica negó con la cabeza, respondiendo así a las preguntas silenciosas del perro.
—A mí tampoco me gusta la pinta que tiene.
Volvió a retroceder otro paso, para refugiarse en la sombra de un poste de madera. Necesitaba más tiempo para pensar, para tomar una decisión. Necesitaba recordar.
Pero él seguía avanzando.
El sol estaba ya muy bajo, aunque aún no rozaba el horizonte. Las nubes de aquel día de finales del verano aún no se habían teñido de los habituales rosa y naranja. Con su figura recortada contra el sol, pudo ver que se trataba de un hombre corpulento. El petate que llevaba a la espalda parecía contener toda una vida de recuerdos, empezando por la desgastada cazadora vaquera que llevaba sujeta en la parte de arriba hasta el saco de dormir que le golpeaba en las caderas. Aun así, lo llevaba con tanta facilidad y avanzaba con un paso tan firme que cualquiera hubiese dicho que era capaz de soportar el peso del mundo sobre aquellos hombros anchos. Y así era.
Jessica se agachó y le rascó a Harry detrás de las orejas, acariciando su largo pelaje negro, que reflejaba más su herencia de perro lobo que su ascendencia de perro policía. Necesitaba el contacto con otro ser vivo para evitar la sensación de fatalidad inminente que le agarrotaba los músculos. ¿Había sentido antes el mismo miedo? ¿Había reaccionado de igual manera? ¿Se había sentido tan entumecida, asfixiada e impotente por la rabia?
—Gira por ahí —intentó convencer al forastero con un leve hilo de voz— sigue caminando.
Podía girar en el cruce al pie de la loma y dirigirse hacia el este, pero mucho antes de llegar a la verja de madera que rodeaba sus tierras, ella sabía que no iba a girar. Cruzaría el portón, recorrería lentamente el largo camino de grava y se plantaría ante la casa.
Sin embargo, no parecía el tipo de hombre que se daría un paseo hasta el campo al sureste de Kansas City sólo para comprar antigüedades en su tienda. Se detuvo un momento para leer el cartel grabado en la madera: Antigüedades Log Cabin Acres. Es de suponer que también habría leído el horario y sabría que había cerrado a las seis.
Inmóvil entre las sombras, Jessica agarró el collar de Harry.
—Sigue caminando —repitió.
Los hombros del forastero se movían acompasados al ritmo de su respiración, bajo su ajustada camiseta negra. Levantó la vista y miró hacia donde estaba ella. La buscó entre las sombras del porche. Por fin la localizó, como si supiese que había estado observándolo desde el principio.
Su respiración se aceleró, presa del pánico. Harry gruñó y ladró dos veces, pues sentía el miedo que crecía de manera exponencial en su dueña.
Agarró al perro por el collar para meterlo en casa. Cerró la puerta con pestillo.
Atravesó corriendo la pequeña sala de estar, esquivó una vitrina donde había expuesta una vajilla de muñecas y se deslizó en el cuarto que hacía la doble función de despacho y de comedor. Se puso en cuclillas bajo el escritorio donde tenía el ordenador y abrazó a Harry. Apenas podía pensar, ni respirar, ni ver.
Intentó recordar.
«¿Recordar el qué?», se preguntó, mientras intentaba ver a través de la cortina de miedo que la tenía bloqueada.
Lo único que recordaba era el miedo, la sensación de estar atrapada. Un viaje de negocios y una noche romántica que se habían torcido hasta límites insospechados. Recordaba su última cena en Chicago con Alex casi palabra por palabra, y su enfado y desconsuelo. Sabía lo que le habían dicho los médicos y los policías cuando acudió al hospital más de veinticuatro horas después. Pero no recordaba nada de lo sucedido entre ambas cosas.
Veinticuatro horas de su vida perdidas en la neblina de su memoria, rechazadas por una cabeza que necesitaba la cordura para sobrevivir.
Lo único que sabía era que debería haber muerto. Que había sido violada de una manera brutal y había vivido para contarlo.
Pero no podía contarlo.
No era capaz de recordarlo.
—Maldita sea —murmuró, igual de frustrada que se había sentido en marzo.
En su familia había varios policías. Sus hermanos la habían enseñado a defenderse, a ser más perspicaz que el ciudadano medio. Pero aquello no había bastado. En cierto modo, los había defraudado, y él había conseguido hacerle daño.
El crujido de la grava al pisarla le recordó el peligro. ¿Era él quien se acercaba?
Pegó la nariz al cuello de Harry, y sintió el calor y la fuerza del perro. Era consciente de su lealtad inquebrantable a la hora de defenderla. El perro le chupó un brazo con su enorme lengua rasposa.
—No sé, chico —lo abrazó aún más fuerte—, no sé qué hacer.
Escondida en el comedor, tras una pared llena de estanterías y un viejo armario de nogal repleto de colchas y vestidos antiguos, lo único que podía hacer era cerrar las puertas con llave y esconderse hasta que el hombre se marchase.
Pero tenía la sensación de que las puertas y ventanas cerradas no iban a detener a un hombre como aquél. La encontraría, por más que se escondiese en el armario o se perdiese por los pasillos llenos de muebles y de objetos de colección que tenía expuestos para la venta.
El miedo que la paralizaba se enfrentaba en su interior a su instinto de supervivencia. Sus hermanos la habían enseñado a protegerse. Y aunque les había fallado, ahora se comportaba de manera diferente. Era mucho más consciente de lo dura que es la vida, y tenía mucho menos que perder.
Y aún no estaba muerta.
Además, sólo había un modo de averiguar si el hombre que se había presentado en su casa, apartada de todo, era él.
Por encima de todo lo demás, por encima del miedo, quería saber la verdad.
Jessica se apoyó sobre la espalda y agarró la mandíbula del perro.
—¿Estás conmigo, Harry?
Unos ojos marrón oscuro de una asombrosa inteligencia le devolvieron la mirada. Aquel enorme chucho también las había visto de todos los colores antes de que ella lo rescatase del corredor de la muerte en la perrera. Para entender lo que ella tenía que soportar a diario quizá era necesario haber sufrido tanto como él. Quizá alguien podía entenderla y quererla a pesar de todo. El apoyo incondicional del perro le dibujó una sonrisa en la cara, y le inspiró tanta calma que volvió a pensar con claridad.
—Vamos.
Jessica se puso en pie y acto seguido abrió la vitrina donde guardaba la escopeta. Sacó la Remington de dos cañones que utilizaba para el tiro al plato y cargó dos cartuchos. Se guardó dos cartuchos más en los bolsillos delanteros de sus vaqueros, llamó a Harry y se dirigió hacia la puerta que daba al porche trasero.
A diferencia del porche delantero, éste no estaba decorado para resaltar el encanto rústico de la casa. Aquello era un lugar de trabajo lleno de balancines que había que reparar, vagones que necesitaban ruedas nuevas o una calesa de