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Dracula
Dracula
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Libro electrónico606 páginas11 horas

Dracula

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Drácula (Vlad Draculea), protagonista de la novela homónima del irlandés Bram Stoker, de 1897, que dio lugar a una larga lista de versiones de cine, cómics y teatro. Drácula es el más famoso de los «vampiros humanos». Se dice que Stoker fue asesorado por un erudito sobre temas orientales, el húngaro Hermann (Arminius) Vambéry, que se reunió algunas veces con el escritor para comentarle las peripecias del verdadero Drácula.
 
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento1 feb 2018
ISBN9788827561836
Autor

Bram Stoker

A native Chicagoan, Jody Lynn Nye is a New York Times bestselling author of more than fifty books and 165 short stories. As a part of Bill Fawcett & Associates (she is the ‘ & Associates’ ), she has helped to edit more than two hundred books, including forty anthologies, with a few under her own name. She and Bill are the authors of Conventional Wisdom, another in the Million Dollar Writing series for Wordfire Press. Her solo work tends toward the humorous side of SF and fantasy. Along with her individual writing, Jody has collaborated with several notable professionals in the field, including Anne McCaffrey, Robert Asprin, John Ringo, and Piers Anthony. She collaborated with Robert Asprin on a number of his famous Myth-Adventures series, and has continued both that and his Dragons Wild series since his death in 2008. Jody runs the two-day intensive writers’ workshop at DragonCon, every Labor Day weekend in Atlanta, GA. She is also a judge for the Writers of the Future contest, the largest speculative fiction contest in the world. Jody lives in the northwest suburbs of Chicago, with her husband Bill Fawcett, a writer, game designer, military historian and book packager, and three feline overlords, Athena, Minx, and Marmalade. Check out her websites at www.jodylynnnye.com and mythadventures.net. She is on Facebook as Jody Lynn Nye and Twitter @JodyLynnNye.

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    No que todos los libros gratis no se bale ¡Noooooooooo!

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Dracula - Bram Stoker

Dracula. 

Capítulo 1

DEL DIARIO DE JONATHAN HARKER

Bistritz, 3 de mayo. Salí de Münich a las 8:35 de la noche del primero de mayo, llegué a Viena a la mañana siguiente, temprano; debí haber llegado a las seis cuarenta y seis; el tren llevaba una hora de retraso. Budapest parece un lugar maravilloso, a juzgar por lo poco que pude ver de ella desde el tren y por la pequeña caminata que di por sus calles. Temí alejarme mucho de la estación, ya que, como habíamos llegado tarde, saldríamos lo más cerca posible de la hora fijada. La impresión que tuve fue que estábamos saliendo del oeste y entrando al este. Por el más occidental de los espléndidos puentes sobre el Danubio, que aquí es de gran anchura y profundidad, llegamos a los lugares en otro tiempo sujetos al dominio de los turcos.

Salimos con bastante buen tiempo, y era noche cerrada cuando llegamos a Klausenburg, donde pasé la noche en el hotel Royale. En la comida, o mejor dicho, en la cena, comí pollo preparado con pimentón rojo, que estaba muy sabroso, pero que me dio mucha sed. (Recordar obtener la receta para Mina). Le pregunté al camarero y me dijo que se llamaba "paprika hendl", y que, como era un plato nacional, me sería muy fácil obtenerlo en cualquier lugar de los Cárpatos. Descubrí que mis escasos conocimientos del alemán me servían allí de mucho; de hecho, no sé cómo me las habría arreglado sin ellos.

Como dispuse de algún tiempo libre cuando estuve en Londres, visité el British Museum y estudié los libros y mapas de la biblioteca que se referían a Transilvania; se me había ocurrido que un previo conocimiento del país siempre sería de utilidad e importancia para tratar con un noble de la región. Descubrí que el distrito que él me había mencionado se encontraba en el extremo oriental del país, justamente en la frontera de tres estados: Transilvania, Moldavia y Bucovina, en el centro de los montes Cárpatos; una de las partes más salvajes y menos conocidas de Europa. No pude descubrir ningún mapa ni obra que arrojara luz sobre la exacta localización del castillo de Drácula, pues no hay mapas en este país que se puedan comparar en exactitud con los nuestros; pero descubrí que Bistritz, el pueblo de posta mencionado por el conde Drácula, era un lugar bastante conocido. Voy a incluir aquí algunas de mis notas, pues pueden refrescarme la memoria cuando le relate mis viajes a Mina.

En la población de Transilvania hay cuatro nacionalidades distintas: sajones en el sur, y mezclados con ellos los valacos, que son descendientes de los dacios; magiares en el oeste, y escequelios en el este y el norte. Voy entre estos últimos, que aseguran ser descendientes de Atila y los hunos. Esto puede ser cierto, puesto que cuando los magiares conquistaron el país, en el siglo XI, encontraron a los hunos, que ya se habían establecido en él. Leo que todas las supersticiones conocidas en el mundo están reunidas en la herradura de los Cárpatos, como si fuese el centro de alguna especie de remolino imaginativo; si es así, mi estancia puede ser muy interesante. (Recordar que debo preguntarle al conde acerca de esas supersticiones).

No dormí bien, aunque mi cama era suficientemente cómoda, pues tuve toda clase de extraños sueños. Durante toda la noche un perro aulló bajo mi ventana, lo cual puede haber tenido que ver algo con ello; o puede haber sido también el pimentón, puesto que tuve que beberme toda el agua de mi garrafón, y todavía me quedé sediento.

Ya de madrugada me dormí, pero fui despertado por unos golpes insistentes en mi puerta, por lo que supongo que en esos momentos estaba durmiendo profundamente. Comí más pimentón en el desayuno, una especie de potaje hecho de harina de maíz que dicen era mamaliga, y berenjena rellena con picadillo, un excelente plato al cual llaman impletata (recordar obtener también la receta de esto). Me apresuré a desayunarme, ya que el tren salía un poco después de las ocho, o, mejor dicho, debió haber salido, pues después de correr a la estación a las siete y media tuve que aguardar sentado en el vagón durante más de una hora antes de que nos pusiéramos en movimiento. Me parece que cuanto más al este se vaya, menos puntuales son los trenes. ¿Cómo serán en China?

Pareció que durante todo el día vagábamos a través de un país que estaba lleno de toda clase de bellezas. A veces vimos pueblecitos o castillos en la cúspide de empinadas colinas, tales como se ven en los antiguos misales; algunas veces corrimos a la par de ríos y arroyuelos, que por el amplio y pedregoso margen a cada lado de ellos, parecían estar sujetos a grandes inundaciones. Se necesita gran cantidad de agua, con una corriente muy fuerte, para poder limpiar la orilla exterior de un río. En todas las estaciones había grupos de gente, algunas veces multitudes, y con toda clase de atuendos. Algunos de ellos eran exactamente iguales a los campesinos de mi país, o a los que había visto cuando atravesaba Francia y Alemania, con chaquetas cortas y sombreros redondos y pantalones hechos por ellos mismos; pero otros eran muy pintorescos. Las mujeres eran bonitas, excepto cuando uno se les acercaba, pues eran bastante gruesas alrededor de la cintura. Todas llevaban largas mangas blancas, y la mayor parte de ellas tenían anchos cinturones con un montón de flecos de algo que les colgaba como en los vestidos en un ballet, pero por supuesto que llevaban enaguas debajo de ellos. Las figuras más extrañas que vimos fueron los eslovacos, que eran más bárbaros que el resto, con sus amplios sombreros de vaquero, grandes pantalones bombachos y sucios, camisas blancas de lino y enormes y pesados cinturones de cuero, casi de un pie de ancho, completamente tachonados con clavos de hojalata. Usaban botas altas, con los pantalones metidos dentro de ellas, y tenían el pelo largo y negro, y bigotes negros y pesados. Eran muy pintorescos, pero no parecían simpáticos. En cualquier escenario se les reconocería inmediatamente como alguna vieja pandilla de bandoleros. Sin embargo, me dicen que son bastante inofensivos y, lo que es más, bastante tímidos.

Ya estaba anocheciendo cuando llegamos a Bistritz, que es una antigua localidad muy interesante. Como está prácticamente en la frontera, pues el paso de Borgo conduce desde ahí a Bucovina, ha tenido una existencia bastante agitada, y desde luego pueden verse las señales de ella. Hace cincuenta años se produjeron grandes incendios que causaron terribles estragos en cinco ocasiones diferentes. A comienzos del siglo XVII sufrió un sitio de tres semanas y perdió trece mil personas, y a las bajas de la guerra se agregaron las del hambre y las enfermedades.

El conde Drácula me había indicado que fuese al hotel Golden Krone, el cual, para mi gran satisfacción, era bastante anticuado, pues por supuesto, yo quería conocer todo lo que me fuese posible de las costumbres del país. Evidentemente me esperaban, pues cuando me acerqué a la puerta me encontré frente a una mujer ya entrada en años, de rostro alegre, vestida a la usanza campesina: ropa interior blanca con un doble delantal, por delante y por detrás, de tela vistosa, tan ajustado al cuerpo que no podía calificarse de modesto. Cuando me acerqué, ella se inclinó y dijo:

—¿El señor inglés?

—Sí —le respondí—: Jonathan Harker.

Ella sonrió y le dio algunas instrucciones a un hombre anciano en camisa de blancas mangas, que la había seguido hasta la puerta. El hombre se fue, pero regresó inmediatamente con una carta:

"Mi querido amigo: bienvenido a los Cárpatos. Lo estoy esperando ansiosamente. Duerma bien, esta noche. Mañana a las tres saldrá la diligencia para Bucovina; ya tiene un lugar reservado. En el desfiladero de Borgo mi carruaje lo estará esperando y lo traerá a mi casa. Espero que su viaje desde Londres haya transcurrido sin tropiezos, y que disfrute de su estancia en mi bello país.

Su amigo,

DRÁCULA"

4 de mayo. Averigüé que mi posadero había recibido una carta del conde, ordenándole que asegurara el mejor lugar del coche para mí; pero al inquirir acerca de los detalles, se mostró un tanto reticente y pretendió no poder entender mi alemán. Esto no podía ser cierto, porque hasta esos momentos lo había entendido perfectamente; por lo menos respondía a mis preguntas exactamente como si las entendiera. Él y su mujer, la anciana que me había recibido, se miraron con temor. Él murmuró que el dinero le había sido enviado en una carta, y que era todo lo que sabía. Cuando le pregunté si conocía al Conde Drácula y si podía decirme algo de su castillo, tanto él como su mujer se persignaron, y diciendo que no sabían nada de nada, se negaron simplemente a decir nada más.

Era ya tan cerca a la hora de la partida que no tuve tiempo de preguntarle a nadie más, pero todo me parecía muy misterioso y de ninguna manera tranquilizante.

Unos instantes antes de que saliera, la anciana subió hasta mi cuarto y dijo, con voz nerviosa:

—¿Tiene que ir? ¡Oh! Joven señor, ¿tiene que ir?

Estaba en tal estado de excitación que pareció haber perdido la noción del poco alemán que sabía, y lo mezcló todo con otro idioma del cual yo no entendí ni una palabra. Apenas comprendí algo haciéndole numerosas preguntas. Cuando le dije que me tenía que ir inmediatamente, y que estaba comprometido en negocios importantes, preguntó otra vez:

—¿Sabe usted qué día es hoy?

Le respondí que era el cuatro de mayo. Ella movió la cabeza y habló otra vez:

—¡Oh, sí! Eso ya lo sé. Eso ya lo sé, pero, ¿sabe usted qué día es hoy?

Al responderle yo que no le entendía, ella continuó:

—Es la víspera del día de San Jorge. ¿No sabe usted que hoy por la noche, cuando el reloj marque la medianoche, todas las cosas demoníacas del mundo tendrán pleno poder? ¿Sabe usted adónde va y a lo que va?

Estaba en tal grado de desesperación que yo traté de calmarla, pero sin efecto. Finalmente, cayó de rodillas y me imploró que no fuera; que por lo menos esperara uno o dos días antes de partir. Todo aquello era bastante ridículo, pero yo no me sentí tranquilo. Sin embargo, tenía un negocio que arreglar y no podía permitir que nada se interpusiera. Por lo tanto traté de levantarla, y le dije, tan seriamente como pude, que le agradecía, pero que mi deber era imperativo y yo tenía que partir. Entonces ella se levantó y secó sus ojos, y tomando un crucifijo de su cuello me lo ofreció. Yo no sabía qué hacer, pues como fiel de la Iglesia Anglicana, me he acostumbrado a ver semejantes cosas como símbolos de idolatría, y sin embargo, me pareció descortés rechazárselo a una anciana con tan buenos propósitos y en tal estado mental. Supongo que ella pudo leer la duda en mi rostro, pues me puso el rosario alrededor del cuello, y dijo: Por amor a su madre, y luego salió del cuarto. Estoy escribiendo esta parte de mi diario mientras, espero el coche, que por supuesto, está retrasado; y el crucifijo todavía cuelga alrededor de mi cuello. No sé si es el miedo de la anciana o las múltiples tradiciones fantasmales de este lugar, o el mismo crucifijo, pero lo cierto es que no me siento tan tranquilo como de costumbre. Si este libro llega alguna vez a manos de Mina antes que yo, que le lleve mi adiós ¡Aquí viene mi coche!

5 de mayo. El castillo. La oscuridad de la mañana ha pasado y el sol está muy alto sobre el horizonte distante, que parece perseguido, no sé si por árboles o por colinas, pues está tan alejado que las cosas grandes y pequeñas se mezclan. No tengo sueño y, como no se me llamará hasta que despierte solo, naturalmente escribo hasta que llegue el sueño. Hay muchas cosas raras que quisiera anotar, y para que nadie al leerlas pueda imaginarse que cené demasiado bien antes de salir de Bistritz, también anotaré exactamente mi cena. Cené lo que ellos llaman biftec robado, con rodajas de tocino, cebolla y carne de res, todo sazonado con pimiento rojo ensartado en palos y asado. ¡En el estilo sencillo de la carne de gato de Londres! El vino era Mediasch Dorado, que produce una rara picazón en la lengua, la cual, sin embargo, no es desagradable. Sólo bebí un par de vasos de este vino, y nada más.

Cuando llegué al coche, el conductor todavía no había tomado su asiento, y lo vi hablando con la dueña de la posada. Evidentemente hablaban de mí, pues de vez en cuando se volvían para verme, y algunas de las personas que estaban sentadas en el banco fuera de la puerta (a las que llaman con un nombre que significa Portadores de palabra) se acercaron y escucharon, y luego me miraron, la mayor parte de ellos compadeciéndome. Pude escuchar muchas palabras que se repetían a menudo: palabras raras, pues había muchas nacionalidades en el grupo; así es que tranquilamente extraje mi diccionario políglota de mi petaca, y las busqué. Debo admitir que no me produjeron ninguna alegría, pues entre ellas estaban Ordog (Satanás), pokol (infierno), stregoica (bruja), vrolok y vlkoslak (las que significan la misma cosa, una en eslovaco y la otra en servio, designando algo que es un hombre lobo o un vampiro). (Recordar: debo preguntarle al conde acerca de estas supersticiones.) Cuando partimos, la multitud alrededor de la puerta de la posada, que para entonces ya había crecido a un número considerable, todos hicieron el signo de la cruz y dirigieron dos dedos hacia mí. Con alguna dificultad conseguí que un pasajero acompañante me dijera qué significaba todo aquello; al principio no quería responderme, pero cuando supo que yo era inglés, me explicó que era el encanto o hechizo contra el mal de ojo. Esto tampoco me agradó mayormente cuando salía hacia un lugar desconocido con un hombre desconocido; pero todo el mundo parecía tan bondadoso, tan compasivo y tan simpático que no pude evitar sentirme emocionado.

Nunca olvidaré el último vistazo que eché al patio interior de la posada y su multitud de pintorescos personajes, todos persignándose, mientras estaban alrededor del amplio pórtico, con su fondo de rico follaje de adelfas y árboles de naranjo en verdes tonelitos agrupados en el centro del patio. Entonces nuestro conductor, cuyo amplio pantalón de lino cubría todo el asiento frontal (ellos lo llaman gotza), fustigó su gran látigo sobre los cuatro pequeños caballos que corrían de dos en dos, e iniciamos nuestro viaje…

Pronto perdí de vista y de la memoria los fantasmales temores en la belleza de la escena por la que atravesábamos, aunque si yo hubiese conocido el idioma, o mejor, los idiomas que hablaban mis compañeros de viaje, es muy posible que no hubiese sido capaz de deshacerme de ellos tan fácilmente. Ante nosotros se extendía el verde campo inclinado lleno de bosques con empinadas colinas aquí y allá, coronadas con cúmulos de tréboles o con casas campesinas, con sus paredes vacías viendo hacia la carretera.

Por todos lados había una enloquecedora cantidad de frutos en flor: manzanas, ciruelas, peras y fresas. Y a medida que avanzábamos, pude ver cómo la verde hierba bajo los árboles estaba cuajada con pétalos caídos. La carretera entraba y salía entre estas verdes colinas de lo que aquí llaman Tierra Media, liberándose al barrer alrededor de las curvas, o cerrada por los estrangulantes brazos de los bosques de pino, que aquí y allá corrían colina abajo como lenguas de fuego. El camino era áspero, pero a pesar de ello parecía que volábamos con una prisa excitante. Entonces no podía entender a qué se debía esa prisa, pero evidentemente el conductor no quería perder tiempo antes de llegar al desfiladero de Borgo. Se me dijo que el camino era excelente en verano, pero que todavía no había sido arreglado después de las nieves del invierno. A este respecto era diferente a la mayoría de los caminos de los Cárpatos, pues es una antigua tradición que no deben ser mantenidos en tan buen estado. Desde la antigüedad los hospadares no podían repararlos, pues entonces los turcos pensaban que se estaban preparando para traer tropas extranjeras, y de esta manera atizar la guerra que siempre estaba verdaderamente a punto de desatarse.

Más allá de las verdes e hinchadas lomas de la Tierra Media se levantaban imponentes colinas de bosques que llegaban hasta las elevadas cumbres de los Cárpatos.

Se levantaban a la izquierda y a la derecha de nosotros, con el sol de la tarde cayendo plenamente sobre ellas y haciendo relucir los gloriosos colores de esta bella cordillera, azul profundo y morado en las sombras de los picos, verde y marrón donde la hierba y las piedras se mezclaban, y una infinita perspectiva de rocas dentadas y puntiagudos riscos, hasta que ellos mismos se perdían en la distancia, donde las cumbres nevadas se alzaban grandiosamente. Aquí y allá parecían descubrirse imponentes grietas en las montañas, a través de las cuales, cuando el sol comenzó a descender, vimos en algunas ocasiones el blanco destello del agua cayendo. Uno de mis compañeros me tocó la mano mientras nos deslizábamos alrededor de la base de una colina y señaló la elevada cima de una montaña cubierta de nieve, que parecía, a medida que avanzábamos en nuestra serpenteante carretera, estar frente a nosotros.

—¡Mire! ¡Ilsten szek! ¡El trono de Dios! —me dijo, y se persignó nuevamente.

A medida que continuamos por nuestro interminable camino y el sol se hundió más y más detrás de nosotros, las sombras de la tarde comenzaron a rodearnos. Este hecho quedó realzado porque las cimas de las nevadas montañas todavía recibían los rayos del sol, y parecían brillar con un delicado y frío color rosado. Aquí y allá pasamos ante checos y eslovacos, todos en sus pintorescos atuendos, pero noté que el bocio prevalecía dolorosamente. A lo largo de la carretera había muchas cruces, y a medida que pasamos, todos mis compañeros se persignaron ante ellas. Aquí y allá había una campesina arrodillada frente a un altar, sin que siquiera se volviera a vernos al acercarnos, sino que más bien parecía, en el arrobamiento de la devoción, no tener ni ojos ni oídos para el mundo exterior. Muchas cosas eran completamente nuevas para mí; por ejemplo, hacinas de paja en los árboles, y aquí y allá, muy bellos grupos de sauces llorones, con sus blancas ramas brillando como plata a través del delicado verde de las hojas. Una y otra vez pasamos un carromato (la carreta ordinaria de los campesinos) con su vértebra larga, culebreante, calculada para ajustarse a las desigualdades de la carretera. En cada uno de ellos iba sentado un grupo de campesinos que regresaban a sus hogares, los checos con sus pieles de oveja blancas y los eslovacos con las suyas de color. Estos últimos llevaban a guisa de lanzas sus largas duelas, con un hacha en el extremo. Al comenzar a caer la noche se sintió mucho frío, y la creciente penumbra pareció mezclar en una sola bruma la lobreguez de los árboles, robles, hayas y pinos, aunque en los valles que corrían profundamente a través de los surcos de las colinas, a medida que ascendíamos hacia el desfiladero, se destacaban contra el fondo de la tardía nieve los oscuros abetos. Algunas veces, mientras la carretera era cortada por los bosques de pino que parecían acercarse a nosotros en la oscuridad, grandes masas grisáceas que estaban desparramadas aquí y allá entre los árboles producían un efecto lóbrego y solemne, que hacía renacer los pensamientos y las siniestras fantasías engendradas por la tarde, mientras que el sol poniente parecía arrojar un extraño consuelo a las fantasmales nubes que, entre los Cárpatos, parece que vagabundean incesantemente por los valles. En ciertas ocasiones las colinas eran tan empinadas que, a pesar de la prisa de nuestro conductor, los caballos sólo podían avanzar muy lentamente. Yo quise descender del coche y caminar al lado de ellos, tal como hacemos en mi país, pero el cochero no quiso saber nada de eso.

—No; no —me dijo—, no debe usted caminar aquí. Los perros son muy fieros —dijo, y luego añadió, con lo que evidentemente parecía ser una broma macabra, pues miró a su alrededor para captar las sonrisas afirmativas de los demás—: Ya tendrá usted suficiente que hacer antes de irse a dormir.

Así fue que la única parada que hizo durante un momento sirvió para que encendiera las lámparas.

Al oscurecer pareció que los pasajeros se volvían más nerviosos y continuamente le estuvieron hablando al cochero uno tras otro, como si le pidieran que aumentara la velocidad. Fustigó a los caballos inmisericordemente con su largo látigo, y con salvajes gritos de aliento trató de obligarlos a mayores esfuerzos. Entonces, a través de la oscuridad, pude ver una especie de mancha de luz gris adelante de nosotros, como si hubiese una hendidura en las colinas. La intranquilidad de los pasajeros aumentó; el loco carruaje se bamboleó sobre sus grandes resortes de cuero, y se inclinó hacia uno y otro lado como un barco flotando sobre un mar proceloso. Yo tuve que sujetarme. El camino se hizo más nivelado y parecía que volábamos sobre él. Entonces, las montañas parecieron acercarse a nosotros desde ambos lados, como si quisiesen estrangularnos, y nos encontramos a la entrada del desfiladero de Borgo. Uno por uno todos los pasajeros me ofrecieron regalos, insistiendo de una manera tan sincera que no había modo de negarse a recibirlos. Desde luego los regalos eran de muy diversas y extrañas clases, pero cada uno me lo entregó de tan buena voluntad, con palabras tan amables, y con una bendición, esa extraña mezcla de movimientos temerosos que ya había visto en las afueras del hotel en Bistritz: el signo de la cruz y el hechizo contra el mal de ojo.

Entonces, al tiempo que volábamos, el cochero se inclinó hacia adelante y, a cada lado, los pasajeros, apoyándose sobre las ventanillas del coche, escudriñaron ansiosamente la oscuridad. Era evidente que se esperaba que sucediera algo raro, pero aunque le pregunté a cada uno de los pasajeros, ninguno me dio la menor explicación. Este estado de ánimo duró algún tiempo, y al final vimos cómo el desfiladero se abría hacia el lado oriental. Sobre nosotros pendían oscuras y tenebrosas nubes, y el aire se encontraba pesado, cargado con la opresiva sensación del trueno. Parecía como si la cordillera separara dos atmósferas, y que ahora hubiésemos entrado en la tormentosa. Yo mismo me puse a buscar el vehículo que debía llevarme hasta la residencia del conde. A cada instante esperaba ver el destello de lámparas a través de la negrura, pero todo se quedó en la mayor oscuridad. La única luz provenía de los parpadeantes rayos de luz de nuestras propias lámparas, en las cuales los vahos de nuestros agotados caballos se elevaban como nubes blancas. Ahora pudimos ver el arenoso camino extendiéndose blanco frente a nosotros, pero en él no había ninguna señal de un vehículo. Los pasajeros se reclinaron con un suspiro de alegría, que parecía burlarse de mi propia desilusión. Ya estaba pensando qué podía hacer en tal situación cuando el cochero, mirando su reloj, dijo a los otros algo que apenas pude oír, tan suave y misterioso fue el tono en que lo dijo. Creo que fue algo así como una hora antes de tiempo. Entonces se volvió a mí y me dijo en un alemán peor que el mío:

—No hay ningún carruaje aquí. Después de todo, nadie espera al señor. Será mejor que ahora venga a Bucovina y regrese mañana o al día siguiente; mejor al día siguiente.

Mientras hablaba, los caballos comenzaron a piafar y a relinchar, y a encabritarse tan salvajemente que el cochero tuvo que sujetarlos con firmeza. Entonces, en medio de un coro de alaridos de los campesinos que se persignaban apresuradamente, apareció detrás de nosotros una calesa, nos pasó y se detuvo al lado de nuestro coche. Por la luz que despedían nuestras lámparas, al caer los rayos sobre ellos, pude ver que los caballos eran unos espléndidos animales, negros como el carbón. Estaban conducidos por un hombre alto, con una larga barba grisácea y un gran sombrero negro, que parecía ocultar su rostro de nosotros. Sólo pude ver el destello de un par de ojos muy brillantes, que parecieron rojos al resplandor de la lámpara, en los instantes en que el hombre se volvió a nosotros. Se dirigió al cochero:

—Llegó usted muy temprano hoy, mi amigo.

El hombre replicó balbuceando:

—El señor inglés tenía prisa.

Entonces el extraño volvió a hablar:

—Supongo entonces que por eso usted deseaba que él siguiera hasta Bucovina. No puede engañarme, mi amigo. Sé demasiado, y mis caballos son veloces.

Y al hablar sonrió, y cuando la luz de la lámpara cayó sobre su fina y dura boca, con labios muy rojos, sus agudos dientes le brillaron blancos como el marfil. Uno de mis compañeros le susurró a otro aquella frase de la Leonora de Burger:

Denn die Todten reiten schnell

(Pues los muertos viajan velozmente)

El extraño conductor escuchó evidentemente las palabras, pues alzó la mirada con una centelleante sonrisa. El pasajero escondió el rostro al mismo tiempo que hizo la señal con los dos dedos y se persignó.

—Dadme el equipaje del señor —dijo el extraño cochero.

Con una presteza excesiva mis maletas fueron sacadas y acomodadas en la calesa. Luego descendí del coche, pues la calesa estaba situada a su lado, y el cochero me ayudó con una mano que asió mi brazo como un puño de acero; su fuerza debía ser prodigiosa. Sin decir palabra agitó las riendas, los caballos dieron media vuelta y nos deslizamos hacia la oscuridad del desfiladero. Al mirar hacia atrás vi el vaho de los caballos del coche a la luz de las lámparas, y proyectadas contra ella las figuras de mis hasta hacia poco compañeros, persignándose. Entonces el cochero fustigó su látigo y gritó a los caballos, y todos arrancaron con rumbo a Bucovina. Al perderse en la oscuridad sentí un extraño escalofrío, y un sentimiento de soledad se apoderó de mí.

Pero mi nuevo cochero me cubrió los hombros con una capa y puso una manta sobre mis rodillas, hablando luego en excelente alemán:

—La noche está fría, señor mío, y mi señor el conde me pidió que tuviera buen cuidado de usted. Debajo del asiento hay una botella de slivovitz, un licor regional hecho de ciruelas, en caso de que usted guste…

Pero yo no tomé nada, aunque era agradable saber que había una provisión de licor. Me sentí un poco extrañado, y no menos asustado. Creo que si hubiese habido otra alternativa, yo la hubiese tomado en vez de proseguir aquel misterioso viaje nocturno.

El carruaje avanzó a paso rápido, en línea recta; luego dimos una curva completa y nos internamos por otro camino recto. Me pareció que simplemente dábamos vuelta una y otra vez sobre el mismo lugar; así pues, tomé nota de un punto sobresaliente y confirmé mis sospechas. Me hubiese gustado preguntarle al cochero qué significaba todo aquello, pero realmente tuve miedo, pues pensé que, en la situación en que me encontraba, cualquier protesta no podría dar el efecto deseado en caso de que hubiese habido una intención de retraso. Al cabo de un rato, sin embargo, sintiéndome curioso por saber cuánto tiempo había pasado, encendí un fósforo, y a su luz miré mi reloj; faltaban pocos minutos para la medianoche. Esto me dio una especie de sobresalto, pues supongo que la superstición general acerca de la medianoche había aumentado debido a mis recientes experiencias. Me quedé aguardando con una enfermiza sensación de ansiedad.

Entonces un perro comenzó a aullar en alguna casa campesina más adelante del camino. Dejó escapar un largo, lúgubre aullido, como si tuviese miedo. Su llamado fue recogido por otro perro y por otro y otro, hasta que, nacido como el viento que ahora pasaba suavemente a través del desfiladero, comenzó un aterrador concierto de aullidos que parecían llegar de todos los puntos del campo, desde tan lejos como la imaginación alcanzase a captar a través de las tinieblas de la noche. Desde el primer aullido los caballos comenzaron a piafar y a inquietarse, pero el cochero les habló tranquilizándolos, y ellos recobraron la calma, aunque temblaban y sudaban como si acabaran de pasar por un repentino susto. Entonces, en la lejana distancia, desde las montañas que estaban a cada lado de nosotros, llegó un aullido mucho más fuerte y agudo, el aullido de los lobos, que afectó a los caballos y a mi persona de la misma manera, pues estuve a punto de saltar de la calesa y echar a correr, mientras que ellos retrocedieron y se encabritaron frenéticamente, de manera que el cochero tuvo que emplear toda su fuerza para impedir que se desbocaran. Sin embargo, a los pocos minutos mis oídos se habían acostumbrado a los aullidos, y los caballos se habían calmado tanto que el cochero pudo descender y pararse frente a ellos. Los sobó y acarició, y les susurró algo en las orejas, tal como he oído que hacen los domadores de caballos, y con un efecto tan extraordinario que bajo estos mimos se volvieron nuevamente bastante obedientes, aunque todavía temblaban. El cochero tomó nuevamente su asiento, sacudió sus riendas y reiniciamos nuestro viaje a buen paso.

Esta vez, después de llegar hasta el lado extremo del desfiladero, repentinamente cruzó por una estrecha senda que se introducía agudamente a la derecha.

Pronto nos encontramos obstruidos por árboles, que en algunos lugares cubrían por completo el camino, formando una especie de túnel a través del cual pasábamos. Y además de eso, gigantescos peñascos amenazadores nos hacían valla a uno y otro lado.

A pesar de encontrarnos así protegidos, podíamos escuchar el viento que se levantaba, pues gemía y silbaba a través de las rocas, y las ramas de los árboles chocaban entre sí al pasar nosotros por el camino. Hizo cada vez más frío v una fina nieve comenzó a caer, de tal manera que al momento alrededor de nosotros todo estaba cubierto por un manto blanco. El aguzado viento todavía llevaba los aullidos de los perros, aunque éstos fueron decreciendo a medida que nos alejábamos. El aullido de los lobos, en cambio, se acercó cada vez más, como si ellos se fuesen aproximando hacia nosotros por todos lados. Me sentí terriblemente angustiado, y los caballos compartieron mi miedo. Sin embargo, el cochero no parecía tener ningún temor; continuamente volvía la cabeza hacia la izquierda y hacia la derecha, pero yo no podía ver nada a través de la oscuridad.

Repentinamente, lejos, a la izquierda, divisé el débil resplandor de una llama azul. El cochero lo vio al mismo tiempo; inmediatamente paró los caballos y, saltando a tierra, desapareció en la oscuridad. Yo no sabía qué hacer, y mucho menos debido a que los aullidos de los lobos parecían acercarse; pero mientras dudaba, el cochero apareció repentinamente otra vez, y sin decir palabra tomó asiento y reanudamos nuestro viaje.

Creo que debo haberme quedado dormido o soñé repetidas veces con el incidente, pues éste se repitió una y otra vez, y ahora, al recordarlo, me parece que fue una especie de pesadilla horripilante. Una vez la llama apareció tan cerca del camino que hasta en la oscuridad que nos rodeaba pude observar los movimientos del cochero. Se dirigió rápidamente a donde estaba la llama azul (debe haber sido muy tenue, porque no parecía iluminar el lugar alrededor de ella), y tomando algunas piedras las colocó en una forma significativa. En una ocasión fui víctima de un extraño efecto óptico: estando él parado entre la llama y yo, no pareció obstruirla, porque continué viendo su fantasmal luminosidad. Esto me asombró, pero como sólo fue un efecto momentáneo, supuse que mis ojos me habían engañado debido al esfuerzo que hacía en la oscuridad. Luego, por un tiempo, ya no aparecieron las llamas azules, y nos lanzamos velozmente a través de la oscuridad con los aullidos de los lobos rodeándonos, como si nos siguieran en círculos envolventes.

Finalmente el cochero se alejó más de lo que lo había hecho hasta entonces, y durante su ausencia los caballos comenzaron a temblar más que nunca y a piafar y relinchar de miedo. No pude ver ninguna causa que motivara su nerviosismo, pues los aullidos de los lobos habían cesado por completo; pero entonces la luna, navegando a través de las negras nubes, apareció detrás de la dentada cresta de una roca saliente revestida de pinos, y a su luz vi alrededor de nosotros un círculo de lobos, con dientes blancos y lenguas rojas y colgantes, con largos miembros sinuosos y pelo hirsuto. Eran cien veces más terribles en aquel lúgubre silencio que los rodeaba que cuando estaban aullando. Por mi parte, caí en una especie de parálisis de miedo. Sólo cuando el hombre se encuentra cara a cara con semejantes horrores puede comprender su verdadero significado.

De pronto, todos los lobos comenzaron a aullar como si la luz de la luna produjera un efecto peculiar en ellos. Los caballos se encabritaron y retrocedieron, y miraron impotentes alrededor con unos ojos que giraban de manera dolorosa; pero el círculo viviente de terror los acompañaba a cada lado; forzosamente tuvieron que permanecer dentro de él. Yo le grité al cochero que regresara, pues me pareció que nuestra última alternativa era tratar de abrirnos paso a través del círculo, y para ayudarle a su regreso grité y golpeé a un lado de la calesa, esperando que el ruido espantara a los lobos de aquel lado y así él tuviese oportunidad de subir al coche.

Cómo finalmente llegó es cosa que no sé; pero escuché su voz alzarse en un tono de mando imperioso, y mirando hacia el lugar de donde provenía, lo vi parado en medio del camino. Agitó los largos brazos como si tratase de apartar un obstáculo impalpable, y los lobos se retiraron, justamente en esos momentos una pesada nube pasó a través de la cara de la luna, de modo que volvimos a sumirnos en la oscuridad.

Cuando pude ver otra vez, el conductor estaba subiendo a la calesa y los lobos habían desaparecido. Todo esto fue tan extraño y misterioso que fui sobrecogido por un miedo pánico, y no tuve valor para moverme ni para hablar. El tiempo pareció interminable mientras continuamos nuestro camino, ahora en la más completa oscuridad, pues las negras nubes oscurecían la luna. Continuamos ascendiendo, con ocasionales períodos de rápidos descensos, pero ascendiendo la mayor parte del tiempo.

Repentinamente tuve conciencia de que el conductor estaba deteniendo a los caballos en el patio interior de un inmenso castillo ruinoso en parte, de cuyas altas ventanas negras no salía un sólo rayo de luz, y cuyas quebradas murallas mostraban una línea dentada que destacaba contra el cielo iluminado por la luz de la luna.

Capítulo 2

DEL DIARIO DE JONATHAN HARKER (continuación)

5 de mayo. Debo haber estado dormido, pues es seguro que si hubiese estado plenamente despierto habría notado que nos acercábamos a tan extraordinario lugar. En la oscuridad, el patio parecía ser de considerable tamaño, y como de él partían varios corredores negros de grandes arcos redondos, quizá parecía ser más grande de lo que era en realidad. Todavía no he tenido la oportunidad de verlo a la luz del día.

Cuando se detuvo la calesa, el cochero saltó y me ofreció la mano para ayudarme a descender. Una vez más, pude comprobar su prodigiosa fuerza. Su mano prácticamente parecía una prensa de acero que hubiera podido estrujar la mía si lo hubiese querido. Luego bajó mis cosas y las colocó en el suelo a mi lado, mientras yo permanecía cerca de la gran puerta, vieja y tachonada de grandes clavos de hierro, acondicionada en un zaguán de piedra maciza. Aun en aquella tenue luz pude ver que la piedra estaba profusamente esculpida, pero que las esculturas habían sido desgastadas por el tiempo y las lluvias. Mientras yo permanecía en pie, el cochero saltó otra vez a su asiento y agitó las riendas; los caballos iniciaron la marcha, y desaparecieron debajo de una de aquellas negras aberturas con coche y todo.

Permanecí en silencio donde estaba, porque realmente no sabía que hacer. No había señales de ninguna campana ni aldaba, y a través de aquellas ceñudas paredes y oscuras ventanas lo más probable era que mi voz no alcanzara a penetrar. El tiempo que esperé me pareció infinito, y sentí cómo las dudas y los temores me asaltaban. ¿A qué clase de lugar había llegado, y entre qué clase de gente me encontraba? ¿En qué clase de lúgubre aventura me había embarcado? ¿Era aquél un incidente normal en la vida de un empleado del procurador enviado a explicar la compra de una propiedad en Londres a un extranjero? ¡Empleado del procurador! A Mina no le gustaría eso. Mejor procurador, pues justamente antes de abandonar Londres recibía la noticia de que mi examen había sido aprobado; ¡de tal modo que ahora yo ya era un procurador hecho y derecho!

Comencé a frotarme los ojos y a pellizcarme, para ver si estaba despierto. Todo me parecía como una horrible pesadilla, y esperaba despertar de pronto encontrándome en mi casa con la aurora luchando a través de las ventanas, tal como ya me había sucedido en otras ocasiones después de trabajar demasiado el día anterior. Pero mi carne respondió a la prueba del pellizco, y mis ojos no se dejaban engañar. Era indudable que estaba despierto y en los Cárpatos. Todo lo que podía hacer era tener paciencia y esperar a que llegara la aurora.

En cuanto llegué a esta conclusión escuché pesados pasos que se acercaban detrás de la gran puerta, y vi a través de las hendiduras el brillo de una luz que se acercaba. Se escuchó el ruido de cadenas que golpeaban y el chirrido de pesados cerrojos que se corrían. Una llave giró haciendo el conocido ruido producido por el largo desuso, y la inmensa puerta se abrió hacia adentro. En ella apareció un hombre alto, ya viejo, nítidamente afeitado, a excepción de un largo bigote blanco, y vestido de negro de la cabeza a los pies, sin ninguna mancha de color en ninguna parte. Tenía en la mano una antigua lámpara de plata, en la cual la llama se quemaba sin globo ni protección de ninguna clase, lanzando largas y ondulosas sombras al fluctuar por la corriente de la puerta abierta. El anciano me hizo un ademán con su mano derecha, haciendo un gesto cortés y hablando en excelente inglés, aunque con una entonación extraña:

—Bienvenido a mi casa. ¡Entre con libertad y por su propia voluntad!

No hizo ningún movimiento para acercárseme, sino que permaneció inmóvil como una estatua, como si su gesto de bienvenida lo hubiese fijado en piedra. Sin embargo, en el instante en que traspuse el umbral de la puerta, dio un paso impulsivamente hacia adelante y, extendiendo la mano, sujetó la mía con una fuerza que me hizo retroceder, un efecto que no fue aminorado por el hecho de que parecía fría como el hielo; de que parecía más la mano de un muerto que de un hombre vivo. Dijo otra vez:

—Bien venido a mi casa. Venga libremente, váyase a salvo, y deje algo de la alegría que trae consigo.

La fuerza del apretón de mano era tan parecida a la que yo había notado en el cochero, cuyo rostro no había podido ver, que por un momento dudé si no se trataba de la misma persona a quien le estaba hablando; así es que para asegurarme, le pregunté:

—¿El conde Drácula?

Se inclinó cortésmente al responderme.

—Yo soy Drácula; y le doy mi bienvenida, señor Harker, en mi casa. Pase; el aire de la noche está frío, y seguramente usted necesita comer y descansar.

Mientras hablaba, puso la lámpara sobre un soporte en la pared, y saliendo, tomó mi equipaje; lo tomó antes de que yo pudiese evitarlo. Yo protesté, pero él insistió:

—No, señor; usted es mi huésped. Ya es tarde, y mis sirvientes no están a mano. Deje que yo mismo me preocupe por su comodidad.

Insistió en llevar mis cosas a lo largo del corredor y luego por unas grandes escaleras de caracol, y a través de otro largo corredor en cuyo piso de piedra nuestras pisadas resonaban fuertemente. Al final de él abrió de golpe una pesada puerta, y yo tuve el regocijo de ver un cuarto muy bien alumbrado en el cual estaba servida una mesa para la cena, y en cuya chimenea un gran fuego de leños, seguramente recién llevados, lanzaba destellantes llamas.

El conde se detuvo, puso mis maletas en el suelo, cerró la puerta y, cruzando el cuarto, abrió otra puerta que daba a un pequeño cuarto octogonal alumbrado con una simple lámpara, y que a primera vista no parecía tener ninguna ventana. Pasando a través de éste, abrió todavía otra puerta y me hizo señas para que pasara. Era una vista agradable, pues allí había un gran dormitorio muy bien alumbrado y calentado con el fuego de otro hogar, que también acababa de ser encendido, pues los leños de encima todavía estaban frescos y enviaban un hueco chisporroteo a través de la amplia chimenea. El propio conde dejó mi equipaje adentro y se retiró, diciendo antes de cerrar la puerta:

—Necesitará, después de su viaje, refrescarse un poco y arreglar sus cosas. Espero que encuentre todo lo que desee. Cuando termine venga al otro cuarto, donde encontrará su cena preparada.

La luz y el calor de la cortés bienvenida que me dispensó el conde parecieron disipar todas mis antiguas dudas y temores. Entonces, habiendo alcanzado nuevamente mi estado normal, descubrí que estaba medio muerto de hambre, así es que me arreglé lo más rápidamente posible y entré en la otra habitación.

Encontré que la cena ya estaba servida. Mi anfitrión estaba en pie al lado de la gran fogata, reclinado contra la chimenea de piedra; hizo un gracioso movimiento con la mano, señalando la mesa, y dijo:

—Le ruego que se siente y cene como mejor le plazca. Espero que usted me excuse por no acompañarlo; pero es que yo ya comí, y generalmente no ceno.

Le entregué la carta sellada que el señor Hawkins me había encargado. Él la abrió y la leyó seriamente; luego, con una encantadora sonrisa, me la dio para que yo la leyera. Por lo menos un pasaje de ella me proporcionó gran placer:

Lamento que un ataque de gota, enfermedad de la cual estoy constantemente sufriendo, me haga absolutamente imposible efectuar cualquier viaje por algún tiempo; pero me alegra decirle que puedo enviarle un sustituto eficiente, una persona en la cual tengo la más completa confianza. Es un hombre joven, lleno de energía y de talento, y de gran ánimo y disposición. Es discreto y silencioso, y ha crecido y madurado a mi servicio. Estará preparado para atenderlo cuando usted guste durante su estancia en esa ciudad, y tomará instrucciones de usted en todos los asuntos.

El propio conde se acercó a mí y quitó la tapa del plato, y de inmediato ataqué un excelente pollo asado. Esto, con algo de queso y ensalada, y una botella de Tokay añejo, del cual bebí dos vasos, fue mi cena. Durante el tiempo que estuve comiendo el conde me hizo muchas preguntas acerca de mi viaje, y yo le comuniqué todo lo que había experimentado.

Para ese tiempo ya había terminado la cena, y por indicación de mi anfitrión había acercado una silla al fuego y había comenzado a fumar un cigarro que él me había ofrecido al mismo tiempo que se excusaba por no fumar. Así tuve oportunidad de observarlo, y percibí que tenía una fisonomía de rasgos muy acentuados.

Su cara era fuerte, muy fuerte, aguileña, con un puente muy marcado sobre la fina nariz y las ventanas de ella peculiarmente arqueadas; con una frente alta y despejada, y el pelo gris que le crecía escasamente alrededor de las sienes, pero profusamente en otras partes. Sus cejas eran muy espesas, casi se encontraban en el entrecejo, y con un pelo tan abundante que parecía encresparse por su misma profusión.

La boca, por lo que podía ver de ella bajo el tupido bigote, era fina y tenía una apariencia más bien cruel, con unos dientes blancos peculiarmente agudos; éstos sobresalían sobre los labios, cuya notable rudeza mostraba una singular vitalidad en un hombre de su edad. En cuanto a lo demás, sus orejas eran pálidas y extremadamente puntiagudas en la parte superior; el mentón era amplio y fuerte, y las mejillas firmes, aunque delgadas. La tez era de una palidez extraordinaria.

Entre tanto, había notado los dorsos de sus manos mientras descansaban sobre sus rodillas a la luz del fuego, y me habían parecido bastante blancas y finas; pero viéndolas más de cerca, no pude evitar notar que eran bastante toscas, anchas y con dedos rechonchos. Cosa rara, tenían pelos en el centro de la palma. Las uñas eran largas y finas, y recortadas en aguda punta. Cuando el conde se inclinó hacia mí y una de sus manos me tocó, no pude reprimir un escalofrío. Pudo haber sido su aliento, que era fétido, pero lo cierto es que una terrible sensación de náusea se apoderó de mí, la cual, a pesar del esfuerzo que hice, no pude reprimir. Evidentemente, el conde, notándola, se retiró, y con una sonrisa un tanto lúgubre, que mostró más que hasta entonces sus protuberantes dientes, se sentó otra vez en su propio lado frente a la chimenea. Los dos permanecimos silenciosos unos instantes, y cuando miró hacia la ventana vi los primeros débiles fulgores de la aurora, que se acercaba. Una extraña quietud parecía envolverlo todo; pero al escuchar más atentamente, pude oír, como si proviniera del valle situado más abajo, el aullido de muchos lobos. Los ojos del conde destellaron, y dijo:

—Escúchelos. Los hijos de la noche. ¡Qué música la que entonan!

Pero viendo, supongo, alguna extraña expresión en mi rostro, se apresuró a agregar:

—¡Ah, sir! Ustedes los habitantes de la ciudad no pueden penetrar en los sentimientos de un cazador.

Luego se incorporó, y dijo:

—Pero la verdad es que usted debe estar cansado. Su alcoba esta preparada, y mañana podrá dormir tanto como desee. Estaré ausente hasta el atardecer, así que ¡duerma bien, y dulces sueños!

Con una cortés inclinación, él mismo me abrió la puerta que comunicaba con el cuarto octogonal, y entró en mi dormitorio.

Estoy desconcertado. Dudo, temo, pienso cosas extrañas, y yo mismo no me atrevo a confesarme a mi propia alma. ¡Que Dios me proteja, aunque sólo sea por amor a mis seres queridos!

7 de mayo. Es otra vez temprano por la mañana, pero he descansado bien las últimas 24 horas. Dormí hasta muy tarde, entrado el día. Cuando me hube vestido, entré al cuarto donde habíamos cenado la noche anterior y encontré un desayuno frío que estaba servido, con el café caliente debido a que la cafetera había sido colocada sobre la hornalla. Sobre la mesa había una tarjeta en la cual estaba escrito lo siguiente:

"Tengo que ausentarme un tiempo.

No me espere. D."

Me senté y disfruté de una buena comida. Cuando hube terminado, busqué una campanilla, para hacerles saber a los sirvientes que ya había terminado, pero no pude encontrar ninguna. Ciertamente en la casa hay algunas deficiencias raras, especialmente si se consideran las extraordinarias muestras de opulencia que me rodean. El servicio de la mesa es de oro, y tan bellamente labrado que debe ser de un valor inmenso. Las cortinas y los forros de las sillas y los sofás, y los cobertores de mi cama, son de las más costosas y bellas telas, y deben haber sido de un valor fabuloso cuando las hicieron, pues parecen tener varios cientos de años, aunque se encuentran todavía en buen estado.

Vi algo parecido a ellas en Hampton Court, pero aquellas estaban usadas y rasgadas por las polillas. Pero todavía en ningún cuarto he encontrado un espejo. Ni siquiera hay un espejo de mano en mi mesa, y para poder afeitarme o peinarme me vi obligado a sacar mi pequeño espejo de mi maleta. Todavía no he visto tampoco a ningún sirviente por ningún lado, ni he escuchado ningún otro ruido cerca del castillo, excepto el aullido de los lobos. Poco tiempo después de que hube terminado mi comida (no sé cómo llamarla, si desayuno o cena, pues la tomé entre las cinco y las seis de la tarde) busqué algo que leer, pero no quise deambular por el castillo antes de pedir permiso al conde. En el cuarto no pude encontrar absolutamente nada, ni libros ni periódicos ni nada impreso, así es que abrí otra puerta del cuarto y encontré una especie de biblioteca. Traté de abrir la puerta opuesta a la mía, pero la encontré cerrada con llave.

En la biblioteca encontré, para mi gran regocijo, un vasto número de libros en inglés, estantes enteros llenos de ellos, y volúmenes de periódicos y revistas encuadernados. Una mesa en el centro estaba llena de revistas y periódicos ingleses, aunque ninguno de ellos era de fecha muy reciente. Los libros eran de las más

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