Verano en los lagos
Por Margaret Fuller
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Verano en los lagos - Margaret Fuller
Verano
en los lagos
MARGARET
FULLER
Verano
en los lagos
MARGARET
FULLER
EDICIÓN
DE TERESA GÓMEZ REUS
TRADUCCIÓN
DE MARTÍN SCHIFINO
COLECCIÓN SOLVITUR AMBULANDO | Nº6
SOBRE LA AUTORA
MARGARET FULLER (Cambridge, Massachusetts, 1810 – costa de Nueva York, 1850)
Escritora, editora, periodista, crítica literaria, educadora, defensora de los derechos de la mujer y precursora del feminismo en Estados Unidos, fue una de las mujeres más notables y más leídas de su tiempo. Amiga personal de Ralph W. Emerson y miembro activo de los círculos literarios del grupo de los trascendentalistas y la Escuela de Concord, fue la editora de The Dial, la audaz revista del grupo durante dos años. La experiencia de sus «Conversaciones» con grupos de mujeres en Boston dará origen a Woman in the Nineteenth Century la obra fundacional de los estudios de género en su país.
Tras la publicación de Verano en los lagos, el New York Tribune la emplea en 1846 como columnista y enviada especial a Europa. Viaja por Inglaterra y Francia y entrevista a figuras como Thomas Carlyle o George Sand; también cubrió la Revolución italiana convirtiéndose en la primera cronista de guerra del periodismo norteamericano. Traductora de Goethe, fue la introductora del escritor y ensayista alemán entre el círculo trascendentalista. Murió a los cuarenta años, junto a su pareja y su hijo, en un naufragio frente a la costa de Nueva York cuando regresaba a casa.
SOBRE EL LIBRO
En la Norteamérica de su tiempo, el carisma de Margaret Fuller levantaba pasiones por su «exuberante sentido del poder», como definió su gran amigo Ralph W. Emerson a la que fue su más cercana colaboradora durante años. Brilló con luz propia entre el grupo de trascendentalistas en el que también se encontraban Bronson Alcott, Nathaniel Hawthorne, Elizabeth Peabody o Henry Channing, y dejó un claro influjo en obras como Las bostonianas de Henry James. Al mismo tiempo, sus reflexiones inspiraron las de otras feministas norteamericanas del siglo XX: Mary Beard, Betty Friedan, Kate Millet, Gloria Steinem o Susan Faludi.
Tan singular como su autora es este relato que escapa a las convenciones de la literatura de viajes para ofrecer un retrato de la pugna entre la incipiente colonización del norte y oeste de los Estados Unidos, su naturaleza salvaje y las poblaciones de los indios, que retrata de forma insuperable. Durmiendo al aire libre o en cabañas de colonos, viajando a pie, en tren, carromato o canoa visita las cataratas del Niágara y se adentra en los bosques de Illinois, Wisconsin o los ríos Rock y Fox, a los que compara con el Edén. Con un estilo tan libre como ecléctico pone voz a las contradicciones de los colonos, señala la dura vida de sus mujeres y reflexiona sobre el proyecto de país que se estaba cimentando. Un libro que causó verdadera conmoción en su momento e inspiró a Walt Whitman, dejó huella en el relato Una Semana en los Ríos Concord y Merrimack de Henry David Thoreau y en la obra de Emily Dickinson, quien conocía el libro de memorias publicado tras su muerte convertido en el más leído del país.
No hay más de una o dos docenas de señoritas Fuller en toda la faz de la tierra
EDGAR ALLAN POE
Verano
en los lagos
MARGARET
FULLER
Título original: Summer in the lakes in 1843
Título de esta edición: Verano en los lagos
Primera edición en LA LÍNEA DEL HORIZONTE EDICIONES, septiembre de 2017
© de esta edición: LA LÍNEA DEL HORIZONTE EDICIONES, 2017
www.lalineadelhorizonte.com | [email protected]
© de la edición y prólogo: Teresa Gómez Reus
© de la traducción: Martín Schifino
© de la cartografía: Blauset
© de la maquetación y el diseño gráfico: Montalbán Estudio Gráfico
© de la maquetación digital: Valentín Pérez Venzalá
ISBN ePub: 978-84-15958-75-8 | IBIC: WTL; 1KBB
Todos los derechos reservados. Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.
ÍNDICE
Un paraíso ensombrecido
Prefacio de Teresa Gómez Reus
Capítulo I
Niágara
Capítulo II
Los Lagos. Chicago. Geneva. Una tormenta. La arboleda de papayas
Capítulo III
Capítulo IV
Un capítulo más breve. Chicago de nuevo. Morris Birkbeck
Capítulo V
Pensamientos y paisajes en Wisconsin
Capítulo VI
Indios. indias
Capítulo VII
La tierra de la música
UN PARAÍSO ENSOMBRECIDO
En una mañana de mayo de 1843 Margaret Fuller tomó un tren rumbo a Albany y con ese movimiento aparentemente intrascendente inició uno de los pasos más cruciales de su breve e intensa vida. Su destino era los Grandes Lagos, los bosques y praderas de Illinois y los territorios remotos de Wisconsin. No era exactamente el Lejano Oeste, pero tampoco era la zona recientemente urbanizada del valle de Ohio, donde hacía poco se habían asentado algunos familiares y amigos. Se dirigía, en el lenguaje de la época, a las «tierras vírgenes» del noroeste de los Estados Unidos, una parte del país que en ese momento se perfilaba como la frontera más extensa y caleidoscópica entre la civilización y la naturaleza salvaje. Viajando durante cuatro meses en ferrocarril, barco de vapor, diligencia, canoa, carromato y a pie, y acompañada en distintas etapas de sus amigos James y William Clarke y su hermana la ilustradora Sarah Clarke, Margaret Fuller iba a ser testigo de un mundo en profunda transformación, donde un influjo constante de colonos remplazaba a las tribus indias, ya vencidas, arrinconadas, empujadas cuanto más al oeste mejor.
Cuando Margaret Fuller emprendió esa travesía tenía treinta y tres años y era ya una figura clave del trascendentalismo norteamericano, una comunidad de intelectuales centrada en la pequeña ciudad de Concord, cerca de Boston, que cultivaba la intuición, la contemplación del mundo natural, la libertad y autoafirmación del individuo y el rechazo absoluto a las convenciones heredadas¹. Amiga estrecha de Ralph Waldo Emerson, el hombre que podría considerarse el padre de la filosofía estadounidense, a quien visitaba a menudo en Concord, Margaret Fuller había sido la editora de Dial, la plataforma de los atrevidos trascendentalistas, había publicado poemas y artículos sobre estética y literatura románticas y había traducido las Conversaciones con Goethe de Johann Peter Eckermann. También había trabajado en The Temple, la escuela experimental que puso en marcha el revolucionario pedagogo Bronson Alcott, el padre de la autora de Mujercitas (1868) Louisa May Alcott. Asimismo había emprendido sus célebres «Conversaciones», clases dirigidas a mujeres donde se exploraban ideas estéticas, filosóficas y morales a través de diálogos socráticos y que tuvo como discípulas algunas de las mentes femeninas más brillantes de Boston, entre ellas las activistas Lydia Maria Child y Elizabeth Cady Stanton. Conocida en todo Boston por su conversación ágil y penetrante, Fuller, además, acababa de terminar su alegato «The Great Lawsuit: Man versus men. Woman versus women» (1843) («El gran pleito: El hombre versus los hombres. La mujer versus las mujeres»), la antesala del influyente La mujer en el siglo XIX (1845), un ensayo que fue pionero del feminismo estadounidense.
A pesar de su fama incipiente, en la primavera de 1843 Margaret Fuller se hallaba deprimida. El trabajo editorial y docente era agotador y poco lucrativo y ella no veía salida profesional en un Boston donde las mujeres tenían un papel muy limitado en la esfera pública. Por otra parte, la muerte repentina de su padre Timothy Fuller acaecida en 1835 le había puesto en una difícil situación. Siendo la mayor de varios hermanos y con una madre poco resuelta, no solo debía mantenerse sino también hacer de mater familias. La formación extremadamente rigurosa, casi inclemente, que le había proporcionado su padre —un patriota fervoroso que creía en la educación de las niñas para mejorar la República— le había dejado bien equipada para esa labor: a los seis años leía a Virgilio en su lengua original y a los dieciséis, además de conocer el canon occidental, hablaba a la perfección francés y alemán y tenía formación en filosofía, historia, mitología, música y retórica. Pero tantos años de estudio y esfuerzo habían dejado mella en su salud y ella necesitaba un respiro. «Me siento mal constantemente, con mis sempiternas jaquecas interfiriendo en todo lo que emprendo; necesito un cambio de aires»², le confesó a su amiga Sarah Clarke poco antes de partir a los Grandes Lagos. Y en una misiva a Emerson: «Estoy harta de libros y de trabajo intelectual. Anhelo extender las alas y vivir al aire libre; tan solo ver y sentir»³.
El largo viaje que emprendió, empero, le proporcionó mucho más que una idílica tregua de verano. No solo fue una ocasión de aventurarse en un territorio desconocido y de reflexionar sobre él, sino también de plasmar sus vivencias e impresiones en un insólito libro de viajes, Summer on the Lakes, in 1843. Su publicación en 1844, acompañada de siete dibujos efectuados durante el trayecto por Sarah Clarke, supuso todo un hito. Emerson lo saludó como el primer libro genuinamente norteamericano que había producido el joven país, una respuesta osada a esa llamada en pos de la independencia cultural que él tan encarecidamente había realizado en su famoso discurso «El intelectual americano» (1837): «Es un libro americano y no inglés, y tiene ese tono audaz que caracteriza la voz nativa de nuestra extraordinaria Margaret»⁴. La obra, en efecto, debió colmar todas sus expectativas pues aunaba uno de los grandes temas nacionales del momento —la conquista del Oeste— con un estilo experimental, personalísimo y cargado de observaciones lúcidas. Es «un libro de viajes pero sin el armazón que suele conllevar este género», observó el crítico neoyorquino Evert A. Duyckinck, al mismo tiempo que Edgar Allan Poe alababa el carácter plástico de sus descripciones⁵. Además de hacer mella en el panorama cultural del momento, Verano en los lagos abrió las puertas a su autora a oportunidades profesionales que no tuvo ninguna otra mujer de su tiempo. Impresionado por la independencia de criterio que evidenciaba el texto, el editor del New York Tribune, Horace Greeley la invitó a unirse a su periódico y más tarde a viajar a Europa para cubrir la revolución italiana, convirtiéndose así en la primera reportera bélica en la historia norteamericana. Este viaje a Italia, por cierto, sería decisivo: allí conoció a un aristócrata romano, revolucionario y defensor de la independencia de su país, Giovanni Ossoli, con quien tuvo un hijo —para escándalo de sus conciudadanos de Nueva Inglaterra— y los tres perecieron trágicamente en un naufragio en el verano de 1850, cuando Margaret, aparentemente ya casada⁶, regresaba a los Estados Unidos.
Verano en los Lagos no es, desde luego, un libro de viajes al uso. Con este pequeño volumen, su primera obra de creación, la inconformista Margaret Fuller sorprendió a sus allegados con un tema, el viaje a la frontera oeste, que aunque enormemente popular, no era exactamente del dominio femenino. No deseo sugerir con ello que las mujeres no viajaran por territorio norteamericano ni tampoco que no escribieran sobre sus impresiones y vivencias. La apertura de rutas hacia el oeste que facilitó Daniel Boone tras encontrar un atajo por los montes Apalaches, la posterior fundación de los estados de Ohio, Kentucky, Indiana e Illinois, y la migración forzada de las tribus amerindias que vivían al este del Misisipi, al otro lado del río a partir de 1830⁷, habían hecho del viaje por el Medio Oeste una experiencia (para los blancos) a la vez exótica y accesible.
Por otra parte, viajar hacia el oeste era tomar parte en una gran epopeya nacional. En una conferencia promulgada en 1846, «The Day of Roads» («El tiempo de los caminos»), un conocido orador de la época declaraba que «allí donde hay movimiento en una sociedad, hay actividad, expansión, liberación del espíritu⁸, y señalaba que el oeste americano encarnaba esa idea de expansión. Este imperativo de avance territorial quedaba sancionado por la doctrina del «Destino Manifiesto», el convencimiento de que, según escribiera el periodista John L. O’Sullivan en 1845, «es nuestro destino manifiesto extendernos por todo el continente que nos ha sido asignado por la Providencia, para el desarrollo del gran experimento de libertad y autogobierno. Es un derecho como el que tiene un árbol de obtener el aire y la tierra necesarios para el desarrollo pleno de sus capacidades y el crecimiento que tiene como destino»⁹. Hasta el propio Henry David Thoreau, tan crítico con las prácticas imperialistas de su tiempo, escribió en su ensayo Caminar (1862): «Debo caminar hacia Oregón, no hacia Europa. El país está moviéndose en la misma dirección; y cabría decir que la humanidad progresa de este a oeste»¹⁰.
Sin embargo, pese a las muchas mujeres que viajaron como pioneras hacia horizontes lejanos, en el campo de la literatura de frontera dominaron las voces masculinas, con autores como David Crockett, Daniel Bryan, James Hall, William Cullen Bryant o James Fenimore Cooper. Susan L. Roberson ha sacado a la luz algunas crónicas femeninas fascinantes, como el diario que escribió Sarah Beavis en su traumática travesía por los Apalaches y el Misisipi a finales del siglo XVIII, donde la autora tuvo que afrontar experiencias terribles, como la falta prolongada de alimentos o el intento de su cuñado de comerse a sus hijos moribundos¹¹. Pero se trata de formas de escritura privadas que en su momento no vieron la luz. Con toda la investigación reciente que existe sobre el tema, no he logrado encontrar más que un libro de viajes a territorios fronterizos publicado por una mujer anterior a Verano en los lagos: la muy interesante obra de Caroline Kirkland A New Home. Who’ll Follow? Or, Glimpses of Western Life (1839) (Un nuevo hogar. ¿Quién me seguirá? Esbozos de la vida en el Oeste). Realmente si Margaret Fuller no escribió su texto ex nihilo, tampoco se puede decir que tuviera detrás una tradición literaria femenina en la que apoyarse y legitimar sus propios esfuerzos.
Verano en los lagos también resulta sui géneris en cuanto a cuestiones de factura poética. No tiene, por ejemplo, el tono sentimental que solía acompañar a muchas de las crónicas de autoras estadounidenses en viaje por Europa, tendentes a ofrecer, como escribiera Lydia H. Sigourney, «la rosa antes que la espina»¹². Tampoco hallamos en él el acento condescendiente o abiertamente peyorativo que caracterizó algunas de las crónicas de escritores ingleses en suelo norteamericano, entre ellos Frances Trollope, Charles Dickens y Harriet Martineau. Se trata de una obra anómala y ecléctica, tanto en el tono como en la forma. Más introspectivo que descriptivo,