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Cien años de grandes discursos: Desde 1916 hasta la actualidad
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Cien años de grandes discursos: Desde 1916 hasta la actualidad
Libro electrónico305 páginas4 horas

Cien años de grandes discursos: Desde 1916 hasta la actualidad

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Una selección de los treinta discursos más representativos de la historia de los últimos cien años. Unos textos que recogen los elementos más representativos del pensamiento político y social del mundo contemporáneo y que expresan los valores de la paz, la libertad, la dignidad, la seguridad y la búsqueda del bienestar que resultan indispensables para entendernos a nosotros mismos y a la sociedad en que vivimos.
Desde los "Catorce Puntos" de Thomas Wilson que ofrecían una propuesta de paz y convivencia tras los desastres de la Primera Guerra Mundial, hasta el impulso ético del papa Francisco I o el cambio radical de política hacia Cuba propugnado por Barack Obama. Un libro indispensable para comprender el mundo contemporáneo y la actualidad política y social de nuestro tiempo.
IdiomaEspañol
EditorialPlataforma
Fecha de lanzamiento19 ene 2017
ISBN9788416820856
Cien años de grandes discursos: Desde 1916 hasta la actualidad

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    Cien años de grandes discursos - Plataforma

    lectura.

    Declaración de independencia de los pueblos árabes del Imperio otomano

    HUSSEIN IBN ALÍ

    [27 de junio de 1916]

    En otros tiempos el gran enemigo de los estados e imperios europeos, a lo largo del siglo XIX el Imperio otomano encadenó una serie de crisis internas que lo convirtieron en «el hombre enfermo de Europa», según una expresión atribuida al zar Nicolás I. Las tensiones entre los diferentes pueblos que convivían en el seno del Imperio se fueron agudizando a medida que la corrupción y la incompetencia iban deteriorando el prestigio del sultán y sus gobiernos eran incapaces de hacer frente a la rapacidad de las potencias imperiales europeas. Las tensiones internas y externas llegaron a su culminación durante la Primera Guerra Mundial, en la que el Imperio otomano se alineó con Alemania para enfrentarse con su enemigo tradicional, Rusia. Este hecho fue aprovechado por las potencias aliadas, en especial, Gran Bretaña, para animar las ansias de independencia de los pueblos árabes que ocupaban la península Arábiga y Oriente Próximo. En la revuelta árabe desempeñó un papel muy destacado el agente británico T. E. Lawrence (Lawrence de Arabia), que consiguió unificar las diferentes tribus bajo el mando de la dinastía hachemita, cuya figura más destacada era el emir de La Meca, Hussein ibn Alí (1853-1931), que proclamó la independencia de los pueblos árabes, dando lugar a los diferentes reinos árabes de Oriente Próximo.

    En el nombre de Dios, el Compasivo, el Misericordioso.

    Este es nuestro mensaje general a todos los hermanos musulmanes.

    «¡Oh, Señor, juzga con la verdad entre nosotros y nuestra nación; porque tú eres el mejor juez!»

    Es de sobras conocido que entre todos los gobernantes y emires musulmanes, los emires de La Meca, la Ciudad Santa, fueron los primeros en reconocer el gobierno turco.

    Lo hicieron para unir a todos los musulmanes y establecer con firmeza su comunidad, sabiendo que los grandes sultanes otomanos (que sea bendecido el polvo de sus tumbas y que el Paraíso sea su morada) actuaban de acuerdo con el Libro de Dios y la sunna de su Profeta (alabado sea) y aplicaban con celo las normas de estas dos autoridades.

    Con este noble fin los emires que he mencionado antes nunca dejaron de respetar dichas normas. Yo mismo, protegiendo el honor del Estado, animé a los árabes a levantarse contra sus hermanos árabes en el año 13271 con el objetivo de levantar el asedio de Abha, y al año siguiente se realizó un movimiento similar bajo el liderazgo de uno de mis hijos, como es de todos conocido.

    Los emires siguieron apoyando al estado otomano hasta que apareció en escena el Comité de Unión y Progreso y a partir de ese momento asumió la administración de todos los asuntos.

    El resultado de esta nueva administración fue que el Estado sufrió una pérdida de territorio que acabó destruyendo su prestigio, como sabe todo el mundo, se hundió en los horrores de la guerra y se vio arrastrado a su peligrosa situación actual, como le queda claro a todos.

    Todo esto se realizó para alcanzar objetivos bien conocidos, sobre los que nuestra conciencia no nos permite explayarnos. Esto provocó que el corazón de los musulmanes sufriera por el imperio del islam, por la destrucción de la población que residía en sus provincias –tanto musulmanes como no musulmanes–, algunos de ellos ahorcados o muertos por otros medios, otros empujados al exilio.

    Añádase a esto las pérdidas que habían sufrido a lo largo de la guerra en sus personas y propiedades, esto último especialmente grave en Tierra Santa, como lo demuestra rápidamente el hecho de que en esa región la crisis general empujó a las clases medias a vender incluso las puertas de sus casas, sus armarios y la madera de los techos, después de vender todas sus pertenencias para que su cuerpo pudiera seguir viviendo.

    Está claro que todo esto no alcanza para cumplir los designios del Comité de Unión y Progreso.

    A continuación procedieron a cortar el lazo esencial entre el sultanato otomano y toda la comunidad musulmana, es decir, a cortar los lazos de adhesión al Corán y la sunna. Uno de los periódicos de Constantinopla, llamado Al-Ijtihad, llegó a publicar un artículo maligno (Dios nos perdone) sobre la vida del Profeta (desciendan sobre él las bendiciones y la paz de Dios), y todo esto bajo los ojos del gran visir del Imperio otomano y de su jeque del islam, y todos los ulemas, ministros y nobles.

    A esto se añade la impiedad de negar la palabra de Dios, «el varón debe recibir dos porciones», y decidir que se debía compartir equitativamente bajo la ley de la herencia.

    Después procedieron a la atrocidad suprema de destruir uno de los cinco preceptos vitales del islam, el ayuno del Ramadán, ordenando que las tropas estacionadas en Media, La Meca o Damasco pudieran romper el ayuno de la misma manera que las tropas que luchan en la frontera rusa, falsificando con ello la clara instrucción coránica de «aquellos de vosotros que estáis enfermos o de viaje».

    También han implantado otras innovaciones que contravienen las leyes fundamentales del islam (cuyas penas por infringirlas son bien conocidas) después de destruir el poder del sultán, arrebatarle incluso el derecho a escoger al jefe de su gabinete imperial o al ministro privado de su augusta persona, y al actuar contra la constitución del califato a la que los musulmanes exigen obediencia.

    A pesar de todo esto, hemos aceptado dichas innovaciones para no provocar disensiones y un cisma. Pero al final ha caído el velo y ha quedado claro que el Imperio está en manos de Enver Pachá, Djemal Pachá y Talaat Bey, que lo administran a su gusto y lo tratan según su voluntad.

    La prueba más clara de todo esto es la instrucción enviada últimamente al cadí del tribunal de La Meca para que emita sentencias teniendo en cuenta solo las pruebas presentadas ante él en el tribunal y que no debe considerar ninguna prueba presentada por los musulmanes entre ellos, ignorando de esta manera la aleya en la sura La vaca.

    Otra prueba es que condenaron a la horca de una sola vez a 21 musulmanes eminentes, cultos y árabes distinguidos, además de todos los que habían matado con anterioridad: el emir Omar el-Jazairi, el emir Arif esh-Shihabi, Shefik Bey el-Moayyad, Shukri Bey el Asali, Abd el-Wahab, Taufk Bey el-Baset, Abd el-Hamid el Zahrawi, Abd el-Ghani el-Arisi, y sus compañeros, que son hombres bien conocidos.

    Es difícil que hombres de corazón cruel hubieran conseguido destruir tantas vidas de un solo golpe, aunque estas fueran bestias del campo. Es posible que recibamos sus excusas y les perdonemos que hayan asesinado a tantos hombres valiosos, pero ¿cómo podemos excusarles por la deportación bajo circunstancias tan penosas y desgarradoras de las familias inocentes de sus víctimas –niños, mujeres delicadas y hombres ancianos– y afligirles con otras formas de sufrimiento, además del dolor que ya habían soportado con la muerte de aquellos que eran el sustento de sus hogares?

    Dios dice: «Nadie cargará con la carga ajena». Aunque pudiésemos dejar pasar todo esto, ¿cómo es posible que podamos perdonarles que hayan confiscado las propiedades y el dinero de estas personas después de haberlas despojado de sus amados? Intentemos suponer que cerramos los ojos ante todo esto y consideremos también que pueden tener alguna excusa por su parte; ¿podremos perdonarles jamás que hayan profanado la tumba de un hombre piadoso, celoso y santo como el jeque Abd el-Kadir el-Jazairi el Ilasani?

    Lo anterior es un breve repaso de sus hechos y dejamos que la humanidad, en general, y los musulmanes, en particular, emitan su veredicto.

    Tenemos pruebas suficientes de cómo consideran a la religión y al pueblo árabe en el hecho de que bombardearon la Casa Antigua, el Templo de la Unidad Divina, del que se dice, en palabras de Dios, «purifica mi casa para los que giran a su alrededor», la Quibla de los musulmanes, la Kaaba de los creyentes en la Unidad, disparando dos proyectiles contra ellas con sus grandes cañones cuando el país se levantó exigiendo su independencia.

    Uno explotó a poco más de un metro por encima de la Piedra Negra y el otro cayó a poco menos de tres metros de ella. La cubierta de la Kaaba se incendió. Miles de musulmanes acudieron a la carrera con grandes gritos de alarma y desesperación para apagar las llamas.

    Para llegar hasta el fuego se vieron obligados a abrir las puertas del edificio y subir hasta el tejado. El enemigo disparó un tercer proyectil contra la Estación de Abraham, además de los proyectiles y las balas dirigidos contra el resto del edificio. Cada día morían tres o cuatro personas dentro del edificio y al final a los musulmanes les resultó muy difícil acercarse a la Kaaba.

    Dejamos que todo el mundo musulmán de Oriente a Occidente juzgue este desprecio y profanación de la Casa Sagrada. Pero estamos decididos a no dejar que nuestros derechos religiosos y nacionales sean un juguete en manos del Partido de Unión y Progreso.

    Dios (bendito y exaltado sea él) ha ofrecido al país una oportunidad para levantarse en revuelta, ha extendido sobre él su poder y potencia para conseguir su independencia y coronar sus esfuerzos con prosperidad y victoria, a pesar de estar aplastado por la mala administración de los funcionarios civiles y militares turcos.

    Se erige único y diferente de los demás países que siguen gimiendo bajo el yugo del gobierno de Unión y Progreso. Es independiente en el sentido más amplio de la palabra, libre del gobierno de extraños y purgada de cualquier influencia extranjera. Sus principios son defender la fe del islam, elevar el pueblo musulmán, cimentar su conducta en la Ley Sagrada, elaborar el código de justicia sobre los mismos cimientos en armonía con los principios de la religión, practicar sus ceremonias de acuerdo con el progreso moderno y realizar una revolución genuina sin ahorrar esfuerzos en la extensión de la educación entre todas las clases de acuerdo con su situación y sus necesidades.

    Esta es la política que hemos emprendido con el objetivo de cumplir con nuestros deberes religiosos, confiando que todos nuestros hermanos musulmanes en el este y el oeste perseguirán el mismo objetivo con el fin de cumplir su deber para con nosotros, y fortalecer de esta manera los lazos de la hermandad islámica.

    Levantamos humildemente las manos al Señor de Señores en nombre del Profeta del Rey Benevolente para que nos garantice el éxito y la guía en todo lo que sea bueno para el islam y para los musulmanes. Confiamos en Dios Todopoderoso, que es nuestra Suficiencia y el mejor Defensor.

    Los «Catorce Puntos»

    THOMAS W. WILSON

    [8 de enero de 1918]

    Thomas Woodrow Wilson (1856-1924) llegó a la presidencia de los Estados Unidos en 1913 en representación del Partido Demócrata. Su programa progresista y moralizante estaba poco interesado en la política exterior y al estallar la Primera Guerra Mundial en 1914 mantuvo la neutralidad de la potencia norteamericana y realizó diversos intentos de mediación entre los dos grandes bloques enfrentados. Pero los lazos económicos con la Entente, formada principalmente por Gran Bretaña, Francia y Rusia, y sobre todo los estragos de la guerra submarina alemana, en especial tras el hundimiento del trasatlántico Lusitania, lo empujaron a entrar en el conflicto en abril de 1917. Unos meses más tarde definía ante el Congreso los objetivos morales de la intervención armada norteamericana y planteaba los «Catorce Puntos» sobre los que debía fundamentarse una paz justa y un nuevo orden mundial estable.

    Caballeros del Congreso:

    Una vez más, como en otras ocasiones anteriores, los portavoces de los Imperios Centrales han indicado su deseo de discutir los objetivos de la guerra y la posible base de una paz general. En Brest-Litovsk se han estado desarrollando conversaciones entre los representantes rusos y los representantes de las Potencias Centrales a las que se ha invitado a todos los beligerantes con el objetivo de valorar la posibilidad de ampliar estas negociaciones para convertirlas en una conferencia general para establecer los términos de un acuerdo de paz.

    Los representantes rusos no solo han presentado una propuesta perfectamente definida de los principios sobre los que están dispuestos a acordar la paz, sino que también han planteado un programa definido de la aplicación concreta de dichos principios. Los representantes de las Potencias Centrales, por su parte, han presentado un borrador de acuerdo que, aunque es mucho menos concreto, parece que es susceptible de interpretarse de una manera muy liberal hasta que se añadan los términos de un programa específico para su aplicación práctica. Dicho programa no propone ninguna concesión, ni a la soberanía de Rusia ni a las preferencias de las poblaciones cuyo destino se baraja en él, sino que significa, en una palabra, que los Imperios Centrales conservarán cada pie de territorio que han ocupado sus fuerzas armadas, cada provincia, cada ciudad, cada avance como una adquisición permanente a su territorio y a su poder.

    Resulta razonable suponer que los principios generales del acuerdo que se sugirieron al comienzo procedían de los estadistas más liberales de Alemania y Austria, los hombres que han empezado a sentir la fuerza de las ideas y los ánimos de sus pueblos, mientras que los términos concretos del acuerdo proceden de los líderes militares que no tienen más idea que conservar lo que han ganado. Las negociaciones se han roto. Los representantes rusos eran sinceros e iban en serio. No podían tomar en consideración semejante propuesta de conquista y dominación.

    Este incidente tiene un gran significado. También implica una gran perplejidad. ¿Con quién están tratando los representantes rusos? ¿En nombre de quién hablan los representantes de los Imperios Centrales? ¿Hablan por las mayorías de sus parlamentos respectivos o por los partidos minoritarios, esa minoría militarista e imperialista que hasta el momento ha dominado toda su política y ha controlado los asuntos de Turquía y de los estados balcánicos, que se han visto obligados a convertirse en sus aliados en esta guerra?

    Los representantes rusos han insistido, con toda justicia, con toda sabiduría y siguiendo el verdadero espíritu de la democracia moderna, en que las conferencias que han celebrado los estadistas teutónicos y turcos deberían celebrarse a puertas abiertas, y no cerradas, para que todo el mundo fuera espectador, como era deseable. Entonces, ¿a quién hemos estado escuchando? ¿A los que expresan el espíritu y las intenciones de las resoluciones del Reichstag alemán del pasado 9 de julio, el espíritu y las intenciones de los líderes y los partidos liberales de Alemania o a aquellas que se resisten y desafían dicho espíritu e intenciones e insisten en la conquista y el sometimiento? ¿O, en realidad, estamos escuchando a los dos en una contradicción irreconciliable, abierta y sin esperanzas? Se trata de preguntas muy serias y urgentes. De su respuesta depende la paz del mundo.

    Pero cualquiera que sea el resultado de la conversaciones en Brest-Litovsk, cualquiera que sea la confusión de intenciones y objetivos de las manifestaciones de los portavoces de los Imperios Centrales, una vez más han intentado presentar al mundo sus objetivos en la guerra y de nuevo han desafiado a sus adversarios a expresar cuáles son sus objetivos y qué tipo de acuerdo podrían considerar justo y satisfactorio. No existe ninguna razón para no responder a dicho reto y presentar una respuesta con la mayor sinceridad. No hemos esperado a que se presentase. No una vez, sino de manera reiterada, hemos mostrado al mundo todas nuestras ideas e intenciones, no solo en términos generales, sino cada vez con la suficiente definición para dejar claro qué tipo de términos deben surgir de ellos para un acuerdo definitivo. En la última semana, el señor Lloyd George ha hablado con una sinceridad admirable y con un espíritu también admirable por el pueblo y el gobierno de Gran Bretaña.

    No existen contradicciones entre los adversarios de las Potencias Centrales, ninguna incertidumbre en los principios, ninguna vaguedad en los detalles. El único secretismo en las propuestas, la única falta de franqueza sin miedo, el único fracaso en expresar con claridad los objetivos de la guerra se encuentra en Alemania y sus aliados. La vida y la muerte dependen de dichas definiciones. Ningún estadista que tenga una mínima conciencia de sus responsabilidades puede permitir ni por un momento que continúe este dispendio trágico y aterrador de sangre y bienes a menos que esté seguro más allá de cualquier duda de que los objetivos de este sacrificio vital forman parte inseparable de la vida de la sociedad y de que el pueblo del que es portavoz cree que es justo e imperativo.

    Más aún, hay una voz que pide esta definición de principios y objetivos que, me parece, es más apasionada y convincente que ninguna de las muchas voces que llenan el aire afligido del mundo. Es la voz del pueblo ruso. Parece que están postrados e indefensos ante el nefasto poder de Alemania, que hasta el momento no ha conocido freno ni piedad. Aparentemente, su poder ha sido aplastado. Pero aun así su alma no se rinde. No van a ceder en los principios ni en la acción. Su concepción de lo que es justo, de lo que es humano y honorable para que lo puedan aceptar, lo han expresado con franqueza, amplitud de miras, generosidad de espíritu y una compasión humana universal que debe tener la admiración de todo amigo de la humanidad, y se han negado a comprometer sus ideales o abandonar a otros, aunque con ello estén más seguros.

    Nos hacen un llamamiento para que digamos lo que queremos, en qué, si es que en algo, nuestros objetivos y nuestro espíritu difieren de los suyos; y creo que el pueblo de los Estados Unidos querrá que responda con gran sencillez y franqueza. Tanto si los líderes actuales lo creen o no, nuestro deseo y esperanza más sinceros es que se abra algún camino para que tengamos el privilegio de ayudar al pueblo de Rusia para que alcance su esperanza última de libertad y paz ordenada.

    Será nuestro deseo y propósito que los procesos de paz, cuando se inicien, sean totalmente abiertos y que por ello no deban implicar ni permitir ningún acuerdo secreto de ningún tipo. Los días de conquista y engrandecimiento se han ido, lo mismo que los días de los acuerdos secretos en interés de gobiernos particulares, y que probablemente en cualquier momento insospechado puedan alterar la paz del mundo. Ahora ha quedado claro este hecho feliz para todo hombre público cuyo pensamiento no siga aferrado a una era que está muerta y desaparecida, de manera que es posible para cualquier nación cuyos objetivos estén de acuerdo con la justicia y la paz del mundo presentar ahora o en cualquier otro momento sus objetivos.

    Entramos en esta guerra porque se habían violado derechos que nos tocaban en lo más profundo y que hacían que la vida de nuestro pueblo fuera imposible a menos que se corrigieran y el mundo estuviera seguro de una vez por todas contra su repetición.

    Por eso, lo que pedimos en esta guerra no es nada particular para nosotros mismos. Es que el mundo sea seguro para vivir en él, y en especial que sea seguro para cualquier nación amante de la paz que, como nosotros, desea vivir su propia vida, definir sus propias instituciones, estar segura de la justicia y el juego limpio de los otros pueblos del mundo, así como contra la fuerza y la agresión egoísta.

    Todos los pueblos del mundo son en realidad socios en este interés y por nuestra parte vemos con toda claridad que a menos que los otros puedan gozar de justicia, no podremos hacerlo nosotros.

    El programa de la paz mundial es nuestro programa, y este programa, el único posible tal como lo concebimos, es el siguiente:

    1. Acuerdos de paz concluidos abiertamente, después de los cuales no habrá más acuerdos internacionales privados, de cualquier naturaleza que sean; la diplomacia procederá franca y públicamente.

    2. Libertad absoluta de navegación por los mares, fuera de las aguas territoriales, tanto en la paz como en la guerra, excepto que los mares se cierren totalmente o en parte por una acción internacional para obligar al cumplimiento de acuerdos internacionales.

    3. Supresión, en tanto que sea posible, de todas las barreras económicas y establecimiento de condiciones comerciales iguales para todas las naciones que acuerden la paz y se asocien para su mantenimiento.

    4. Suficientes garantías dadas y adquiridas para que los armamentos nacionales sean reducidos al límite extremo compatible con la seguridad interior de los países.

    5. Arreglo libre, en un amplio espíritu y absolutamente imparcial, de todas las reivindicaciones coloniales, basado sobre el respeto estricto del principio que regula todas las cuestiones de soberanía, de manera que los intereses de la población implicada deban tener el mismo peso que las reclamaciones justas del gobierno, cuyos derechos deben determinarse.

    6. Evacuación de todos los territorios rusos y regulación de todas las cuestiones concernientes a Rusia, de manera que se asegure la mejor y más amplia cooperación de las demás naciones del mundo para permitir a Rusia la ocasión oportuna de fijar, sin trabas ni dificultades, en plena independencia, su desarrollo político y nacional; para asegurarle una sincera acogida en la Sociedad de Naciones libres bajo el gobierno que ella misma se haya dado; para asegurarle, en fin, la más amplia ayuda y de cualquier naturaleza que sea, o que ella pudiera desear. El trato que otorguen a Rusia sus naciones hermanas en los próximos meses será la prueba de su buena voluntad, de la comprensión de sus necesidades, diferenciadas de sus propios intereses, y de la inteligencia y la compasión desinteresadas.

    7. El mundo entero estará de acuerdo en que Bélgica debe ser evacuada y restaurada, sin ninguna tentativa de limitar la soberanía que ella representa, al igual que las otras naciones libres.

    Ningún acto mejor que este ayudará más a restablecer la confianza de las naciones en las leyes establecidas y fijadas para regir las relaciones entre ellas.

    8. Todo el territorio francés deberá ser liberado, y las partes invadidas deberán ser totalmente restauradas. El agravio hecho a Francia por Prusia en 1871 en lo que concierne a Alsacia y Lorena, y que ha turbado la paz del mundo durante cerca de cincuenta años, deberá ser reparado con el fin de que la paz pueda ser todavía asegurada en el interés de todos.

    9. Deberá efectuarse un reajuste de las fronteras italianas siguiendo las líneas de las nacionalidades claramente reconocibles.

    10. A los pueblos de Austria-Hungría, a los cuales deseamos salvaguardar su sitio entre las naciones, deberá ser dado lo más pronto la posibilidad de un desarrollo autónomo.

    11. Rumanía, Serbia y Montenegro deberán ser evacuadas y se les restituirán los territorios que han sido ocupados. A Serbia le será concedido un libre acceso al mar, y las relaciones entre los diversos Estados balcánicos deberán ser fijadas por consejos

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