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Cuentos trágicos
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Libro electrónico169 páginas2 horas

Cuentos trágicos

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Emilia Pardo BazanAlli las caravanas hacen alto siempre, por la fama del agua, de la cual se refieren mil consejas. Segun unos, al gustarla se restaura la energia; segun otros, hay en ella algo terrible, algo siniestro.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento20 ene 2017
ISBN9786050488883
Cuentos trágicos
Autor

Emilia Pardo Bazán

Emilia Pardo Bazán (La Coruña, 1851 - Madrid, 1921) fue novelista, poeta y crítica literaria. Pertenecía a una familia noble, lo que le facilitó una educación propia de su estatus social. La corriente que primó en sus escritos fue el Naturalismo, por lo que se considera una de sus introductoras en España. Además de su actividad literaria fue consejera de Instrucción Pública, activista del feminismo y, desde 1916 hasta su muerte, profesora de Literaturas Románicas en la Universidad de Madrid. Sitúa la trama de La tribuna (1883) en una fábrica de tabaco y adopta la corriente naturalista en Los pazos de Ulloa (1986), donde se vislumbran las atrocidades medievales de la vida rural gallega. En La madre naturaleza (1887) trata el incesto e Insolación (1899) y Morriña (1899) cierran su vertiente naturalista. Destacó también como ensayista y crítica, ejemplos de ello son La revolución y la novela en Rusia (1887) y La cuestión(1882-1883).

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    Cuentos trágicos - Emilia Pardo Bazán

    Cuentos trágicos

    Emilia Pardo Bazán

    El Pozo de la Vida

    La caravana se alejó, dejando al camellero enfermo abandonado al pie del pozo.

    Allí las caravanas hacen alto siempre, por la fama del agua, de la cual se refieren mil consejas. Según unos, al gustarla se restaura la energía; según otros, hay en ella algo terrible, algo siniestro.

    Los devotos de Alí, yerno y continuador de la obra religiosa y política de Mohamed, profesan respeto especial a este pozo; dicen que en él apagó su sed el generoso y desventurado príncipe, en el día de su decisiva victoria contra las huestes de su jurada enemiga Aixa o Aja, viuda del Profeta. Como no igno-ran los fieles creyentes, en esta batalla cayó del camello que montaba la profetisa, y fue respetada y perdonada por Alí, que la mandó conducir a La Meca otra vez. Aseguran que de tal episodio histórico procede la discusión sobre las cualidades del agua del Pozo de la Vida. Es fama que Aixa la ilustre, una de las cuatro mujeres incomparables que han existi-do en el mundo, al acercar a sus labios el agua cuando la llevaban prisionera y vencida, aseguró que tenía insoportable sabor.

    El camellero no pensaba entonces en el gusto del agua. Miraba desvanecerse la nube de polvo de la caravana alejándose, y se veía como náufrago en el mar de arena del desierto.

    Verdad que el pozo se encontraba encla-vado en lo que llaman un oasis; diez o doce palmeras, una reducida construcción de yeso y ladrillo destinada a bebedero de los camellos y albergue mezquino y transitorio para los peregrinos que se dirigían a la mezquita lejana; a esto se reducía el oasis solitario. Devorado por la calentura, que secaba la sangre en sus venas, el camellero, frugal y sobrio siempre, ahora apenas se acercaba al alimento, a las provisiones de harina y dátiles. Su sostén era el agua del pozo.

    -No en balde se llama el Pozo de la Vida...

    Bebiendo sanaré.

    Transcurrieron dos o tres días. El abandonado no cesaba de sumergir el cuenco en el odre que al partir, con piadosa previsión, habían dejado lleno sus compañeros de caravana. Y pensaba para sí: Mi mal me trastor-na los sentidos. Esta agua, al pronto tan gustosa, ahora parece ha tenido en infusión colo-quíntida.

    Al día tercero, algunas muchachas de la tribu de los Beni-Said, acampada a corta distancia en la vertiente de un valle árido, vinieron a cebar sus odres en el pozo. El enfermo solicitó de ellas que le renovasen la provisión, porque sus fuerzas no lo consentían. Una vir-gen como de quince años, de esbeltez de gacela, atirantó la cuerda con sus brazos morenos y el cangilón ascendió rebosando un líquido claro y frío como cristal. El enfermo tendió las manos ansiosas y hasta sonrió de gozo cuando la muchacha, en su cuenco de arcilla esmaltado de vivos colores, le presentó la prueba de aquella delicia. Pero, apenas humedeció la lengua, hizo un mohín de dis-gusto.

    -¡Amarga más todavía que la del odre! -

    murmuró consternado.

    La muchacha vertió otra vez agua en el cuenco y bebió despacio, con fruición.

    -¿Qué dices de amargura? -interrogó burlándose-. Está más fresca que los copos de la nieve y más dulce que la leche de nuestras ovejas. Ha refrigerado y exaltado mi corazón.

    No he encontrado jamás agua tan sabrosa.

    Probad vosotras, a ver quién se engaña.

    Y el grupo de jóvenes aguadoras, antes de cargar en las fundas de red de cuerda, al costado de sus asnillos, los colmados odres, bebió largos tragos de agua del pozo. Hicié-

    ronlo riendo sin causa, disputándose los cuencos de donde el agua se derramaba mojando las túnicas listadas de rojo y blanco, las gargantas aceitunadas y tersas como dátiles verdes, los senos chicos y los brazos bruñidos y mórbidos. Los negros ovales ojos de las vírgenes relucían; sus dientes de granizo eran más blancos al través de los labios pálidos avivados por el agua. Cabalgaron después en los jumentos, acomodándose para caber entre los odres, y con carcajadas locas tomaron la vuelta de su aduar.

    El camellero quedóse solo otra vez. Como había mirado desvanecerse la nubecilla de la caravana, vio perderse, en la ilimitada extensión, no del camino (el desierto es camino todo él), sino de la planicie, la polvareda que levantaba el trote de los asnos aguadores, azuzados por las muchachas. La fiebre le consumía. Desesperado, bebió. El agua amargaba más aún.

    Los días desfilaron. El enfermo los contaba por los granos del rosario de gordas cuentas que, a fuer de devoto creyente musulmán, llevaba colgado de la cintura. Porque eran iguales todos los días. Los mismos amaneceres deslumbrantes de sol en un cielo acerado; los mismos mediodías cegadores, crudamente magníficos, con lampos de brasa y rayos de sol sin velo, refractados por la amarillenta llanura; las mismas encendidas tardes, caligi-nosas, espirando abrasadores soplos de terral, entrecortadas por rugidos y aullidos leja-nos de fieras; las mismas noches de esplendi-dez implacable, en que el firmamento sombrío y puro se adornaba con sus astros y constela-ciones más refulgentes, sin que ni una ráfaga de aire descendiese de la bóveda de bronce, empavonada de azul, ocelada de estrellas vivísimas, lucientes y duras como la mirada altiva del poderoso.

    Y el enfermo, sin poderlo evitar, bebía, bebía... Y el agua era a cada trago más repugnante. Dijérase que las manos de los genios enemigos del hombre desleían en el pozo bolsas de hiel, puñados de sal, esencia de dolor. Llegó un momento en que las fuerzas del camellero se agotaron; en que la sola vista del agua le produjo escalofríos, y al pie del pozo se tendió en el agostado suelo resuelto a dejarse perecer, resignado y ansioso del fin.

    Una voz que le llamó -una voz imperiosa y grave- le hizo abrir los ojos. Tenía ante sí a un santón, un viejo morabito de larga barba argentina, de remendado traje, apoyado en una cayada, con su zurrón de mendicante al hombro. La faz, requemada por el sol, presentaba nobles, aguileños rasgos, y los ojos fijos en el enfermo, no revelaban piedad, sino meditación serena; el estado de un alma que conoce los Libros sacros y sondea el existir.

    En la mano derecha, el santón sostenía el cuenco lleno de agua; tal vez se disponía a apurarlo.

    -No bebas, santo varón -aconsejó el camellero-. Es amarga como absintio. Te dará horror. Yo ya no la soporto.

    Sin hacerle caso, el santo bebió, y ni mostró desagrado ni complacencia.

    -Este agua -murmuró después de que se hubo limpiado la boca con el revés de su ma-no curtida por la intemperie- no es ni amarga ni dulce; su amargor y su dulzor están en el paladar de quien la bebe. ¿No han venido aquí, desde que languideces al pie del pozo, seres jóvenes y sanos? ¿No han bebido del agua?

    -Han venido -respondió el camellero-unas mozas vírgenes, muy alborotadas, a tomar aguada para su aduar. Y han alabado lo refrigerante de la bebida.

    -Ya ves -dijo reposadamente el santón-.

    Que el ángel Azrael mire por ti y te permita encontrar tolerable al menos el agua del pozo.

    Yo te llevaría conmigo, sacándote de este mal paso; pero mi jumento no puede con más carga y tengo que adelantar camino para in-corporarme a una caravana, porque si voy solo me devorarán las fieras.

    Y el santón se alejó recitando un versículo del Corán. Al ver su silueta oscura desvanecerse en el horizonte inflamado, el camellero sintió que su última esperanza desaparecía, y en transporte delirante, acercóse al brocal del pozo, se agarró a él con ambas manos y, no sin trabajoso esfuerzo -¡hasta para darse la muerte se necesita vigor!-, se precipitó dentro, de cabeza.

    Y las aguas del Pozo de la Vida, desde que se arrojó a su profundidad el camellero, siguen siendo dulces para algunos, amargas para bastantes... Sólo hay que añadir que los de paladar fino las encuentran gusto a muerto.

    El Imparcial, 29 de mayo de 1905.

    La mosca verde

    Tomábamos o pretendíamos tomar el fresco en la gran terraza de Alborada, una tarde de agosto abrasadora y enervante, de las poquísimas que, en aquel clima benigno, aprietan con rigor canicular. El aire estaba saturado no sólo del efluvio resinoso, ardiente, de los pinares vecinos, sino de otras ema-naciones peculiares -almizcle de hormigas y escarabajos, miel y cera de panal-; y en el aire encendido revoloteaban, además de las mariposas multicolores, insectos de pedrería y esmalte, enlutadas vacas de San Antonio, efímeras de gasa pálida, mariquitas de coral con pintas negras, mosquitos de seda color humo, mientras en la arena brincaban los saltamontes, parecidos a caballeros enloriga-dos y se arrastraban las chinches campesinas, limpias y de pintoresca forma, tan distintas de las urbanas.

    Recostados en las mecedoras, hablábamos despacio, emperezados y esperando con ansia el primer soplo del atardecer que abani-case nuestras sienes. El tema de la conversación era que el calor disuelve las energías, y disertábamos sobre esa influencia psicológica de los climas, que ya empieza a reconocerse en la historia.

    -Buena es -decía el científico- la firmeza de carácter; excelente su cultivo intensivo, y acertaría el que afirmó que del propio destino es autor cada hombre; pero a mí, esta naturaleza que nos rodea y nos agobia, me produce una impresión de fatalidad tan profunda, que casi no me atrevería a pensar en contra-rrestarla. ¿Qué somos ante las fuerzas naturales?

    -Lo somos todo -exclamó el pensador-.

    Esas fuerzas naturales, las hemos puesto a nuestros pies, a nuestro servicio. Cada día más saldremos vencedores en nuestra lucha con ellas.

    -Crea usted que se toman el desquite; al final no vencemos nosotros... -respondió el Doctor, pensativo-. Y como el sol descendiese, esplendoroso hacia el castañar, y una rá-

    faga suave, cargada de partículas de humedad, viniese de la represa del molino, reanimándonos, se decidió el Doctor a contar un episodio de su vida médica...

    -Era hijo de viuda aquel muchacho tan simpático, a quien yo conocí en el balneario de Caldasrojas, y que todas las tardes paseaba un rato conmigo por los caminos solitarios y las sendas aldeanas, confiándome sus esperanzas, sus aspiraciones y su tenacísima labor. La decorosa estrechez en que quedaron el chico y su madre a la muerte del padre, los esfuerzos de la pobre mujer para salir a flote y dar carrera a su hijo, habían influido en el carácter de Torcuato, haciéndole hombre consciente desde la niñez, y desarrollando en él, con extraño vigor, las facultades de la voluntad perseverante, sin un desmayo ni una vacilación, y con esa especie de iluminación genial, que lo mismo puede demostrarse en la creación artística que en la conducta. A los once años, Torcuato llevaba los libros de una tienda de la antigua ciudad universitaria, donde vivía; a los trece, prestaba el mismo servicio en varios establecimientos, ganando lo suficiente para sostenerse él y su madre, y a la vez

    estudiaba, robando horas al sueño, tan imperioso en el período crítico de la pubertad.

    Mejor dicho: la pubertad fue vencida, en sus inquietudes y en sus torturadoras distraccio-nes, por la constancia de Torcuato. Ni curiosidades ni devaneos le desviaron de su marcha hacia un objeto y un fin. Su vida estaba regu-lada cronométricamente; ni migaja de tiempo perdía. Se había fijado, al minuto, el que de-bía invertir en lavarse, cepillarse, comer, dormir; y el programa se cumplía exactamente. ¡Digo mal! A veces, Torcuato se sustraía tiempo a sí mismo, y realizaba trabajos extraordinarios que pagasen las matrículas y algún gasto inevitable, extraordinario también. No rehusaba por soberbia tarea ninguna; capaz sería de limpiar zapatos si creyese que le compensaba la remuneración. Escribía discursos para los graduandos, sermones para los canónigos, prospectos, para los industria-les, memorias, para los secretarios de asocia-ciones... todo lo que le valiese un duro y un amigo y protector.

    Así, al terminar brillantemente la carrera, obtuvo en la Universidad un empleo con mediano sueldo: lo necesario, lo estricto, el mo-do de esperar y resistir hasta conseguir algo de lo infinito soñado.

    Al preguntarle yo a Torcuato si no había estado enfermo nunca (una enfermedad arruina al que lleva exactamente empalmados gastos con ingresos), me respondió:

    -¡Enfermo! No tuve tiempo de enfermar...

    ¡Lo único que se me resintió algo fue el estó-

    mago, y por eso me ve usted aquí, en Caldasrojas, en el camino, y ocioso, y sin mi madre, por primera vez de mi vida! ¡Estoy embriagado de sensaciones; loco perdido de aire libre

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