Las ilusiones de Odraude
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Las ilusiones de Odraude - Esther Santana Correa
LAS ILUSIONES DE ODRAUDE
Esther Santana Correa
© Esther Santana Correa
© Las ilusiones de Odraude
ISBN digital: 978-84-686-9616-4
Impreso en España
Editado por Bubok Publishing S.L.
Reservados todos los derechos. No se permite la reproducción total o parcial de esta obra, ni su incorporación a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio (electrónico, mecánico, fotocopia, grabación u otros) sin autorización previa y por escrito de los titulares del copyright. La infracción de dichos derechos puede constituir un delito contra la propiedad intelectual.
A mis tres hijos, que trajeron ilusiones a mi vida.
A ti, que tienes este libro en tus manos, para que llenes tu vida de ilusiones.
CAPÍTULO I
Era noche cerrada, las tres de la madrugada y como siempre sudaba y temblaba. Se preguntaba qué era lo que le estaba pasando, por qué otra vez aparecía la luz, esa luz que la atosigaba todas las noches desde hacía mucho, mucho tiempo. Era, como siempre una pesadilla horrible, y no podía moverse, hacía tiempo que deseaba que la noche no llegara, que el sol resplandeciera eternamente, que el mundo no cerrara sus puertas, pero no tenía el poder de parar la noche...
Afortunadamente llegó otro amanecer y el despertador sonó, como todos los días, a las siete y diez. Desde que comenzaron las clases en el instituto se tenía que levantar a esa hora y como un ritual preparaba la ropa, se daba una ducha, se vestía, recogía los libros y entraba en la habitación de su madre para darle un beso. Las clases habían empezado un mes atrás, pero ella no se había acostumbrado aún a levantarse tan temprano.
A pesar de que todas las noches la madre le recordaba que al día siguiente tendría clase, persistentemente, según su matriarca, abusaba de la fea costumbre de acostarse a las once de la noche. Si al sueño que sufría todas las mañanas le añadimos que era poco inclinada al estudio, se puede entender cuáles eran sus sentimientos cada vez que cerraba la puerta y salía de su casa camino del instituto.
Como cada día, mientras bajaba las escaleras pensaba que todo había sido un mal sueño y que el ajetreo rutinario, las clases y las amigas le harían olvidar la pesadilla tan horrible que le estaba acosando. Pero algo en su interior le decía que, pese a sus sanas intenciones, todo iba a seguir igual, que no podría librarse de que la noche llegara, de que sus ojos se cerraran y de volver a vivir aquello que desde los seis años no la dejaba descansar en paz por las noches.
Siempre igual, siempre la misma presencia, siempre la misma voz.
Ella se animaba intentando convencerse de que al menos ya no se pasaba a la cama de su madre y se reía de sí misma pensando lo que opinarían sus amigas si supiesen que todas las noches del mundo, desde que comenzó la historia, Lara se levantaba a la misma hora, tres de la madrugada, cogía su almohada y su peluche y se metía cuidadosamente en la gran cama que su madre disfrutaba sola desde que ella y su padre se separaron. Jamás le había contado a nadie porqué todas las noches, a la misma hora, se despertaba acuciada por temores que lograban desvelarla.
Ese día Lara recordaba la conversación que había tenido con su madre como si transcurriese en ese mismo momento.
―Lara hace tiempo que no te pasas a mi cama y la verdad que te echo de menos. ¿Ya se te han pasado las pesadillas?
―Mamá, ya tengo diecisiete años y ya no hay motivos para pasarme a tu cama. Además, ¿de qué pesadillas hablas? Se trataba sólo de unos tontos sueños que me asustaban.
Mientras hablaba, Lara temía que su madre se diera cuenta que estaba mintiendo, especialmente recordando que desde su más tierna infancia su progenitora tenía la habilidad de saber cuándo falseaba la verdad y cuando no. También es verdad que a ella le era imposible camuflar sus emociones, por lo que estas afloraban a su cara mediante una delatora sonrisa que le resultaba imposible disimular.
Por esta razón mientras almorzaban y tenían esta conversación, Lara tuvo mucho cuidado para que su madre no llegara a ver su rostro cuando le contestó que siendo mayor ya no encontraba motivos para despertarse asustada
.
Normalmente la secuencia era siempre la misma: se acostaba, apagaba la luz, se dormía y cuando más profundo era el sueño alguien
le susurraba al oído ayúdanos, te necesitamos
. Inmediatamente abría los ojos y veía esa diminuta luz que la cegaba, era una luz tan intensa que por segundos pensaba que una persona la alumbraba con una linterna. Pero pronto se daba cuenta de que en la habitación sólo se encontraba ella, ella y la luz, ella y el susurro. Instintivamente se cubría la cabeza con todas sus fuerzas a la vez que sólo dejaba asomar su nariz con el fin de poder respirar.
Como si se estableciese un mecanismo de autodefensa, impulsaba a su mente la idea de que se trataba de un sueño perturbador producido por una copiosa cena, de una pesadilla que podría olvidar apenas despertase.
Afortunadamente la luz terminaba marchándose, el susurro se acallaba y tarde, muy tarde, volvía a coger el sueño.
Cada mañana, cuando el despertador sonaba, se levantaba con la sensación de que tenía que hacer algo importante, pero no había conseguido dilucidar que era ello. A ella por el momento solo le preocupaba las clases en el instituto, ver a sus amigas, estudiar y salir a alguna que otra fiesta. A veces, en muy raras ocasiones, se preguntaba si esa sensación tendría algo que ver con lo vivido la noche anterior, pero el miedo que la invadía hacía que rápidamente hiciera un movimiento de cabeza con el fin de que todos esos pensamientos salieran expulsados, como cuando una mosca se te posa en el pelo y giras la cabeza con tanta fuerza que termina doliéndote hasta los sesos.
El hecho de que Lara no contara su secreto
hacía que se sintiera peor.
También era invariable que cada mañana, en su habitual camino hacia el instituto, se encontrase con su inseparable amiga Gara, con la que completaba el trayecto hasta el centro.
Pero no lograba despejar la duda de si debía contarle a su amiga el problema que estaba viviendo. Y eso le hacía sufrir el mismo desasosiego que percibía diariamente ante su madre cuando le ocultaba la verdad.
El temor que Lara sentía era que pudieran pensar que estaba loca, o lo que era peor, que se lo podía estar inventando para llamar la atención. Todos los días igual, hoy lo cuento, y llegaba la noche y ya sabía que otra vez tendría que estar preparada para vivir esa experiencia sola, en su cuarto, cuando la noche era más cerrada, cuando seguramente su madre se encontraba en el sueño más profundo y no se daba cuenta de lo que en el cuarto de al lado estaba pasando.
―Hola Lara, ―dijo Gara―, ¡qué mala cara tienes!
¿Estuviste de marcha anoche y no nos dijiste nada? Mira que eres mala amiga.
―¿Se lo cuento?, ―pensó Lara―, no, no me creería. ―He tenido un sueño horrible, no paraba de ver fantasmas en mi habitación. Creí que querían hablar conmigo, pero sólo fue un sueño por culpa de la película que vimos ayer, esa de los muertos vivientes.
Mientras Lara hablaba observaba la cara de su amiga para ver que reacción tendría.
―Lara, eso nos ha pasado a todos alguna vez, pero tú tienes cara de haber estado toda la noche con fantasmas, duendes, hadas... ¿Te acuerdas cuando éramos pequeñas y te empeñabas en que jugabas con un amigo invisible? Tú y tus fantasías provocan que tengas esas pesadillas tan tontas.
―Probablemente es que cené muy tarde. Mi madre tiene razón, hay que cenar unas dos horas antes de irte a la cama para que no tengas sueños raros. En fin, Gara, hoy tengo clase de ética y ya sabes lo que eso significa, pensar, pensar, pensar, y razonar, razonar, razonar. No te extrañe si me quedo dormida en clase.
Después de matemáticas y lengua tocaba la hora de ética. Menos mal que normalmente el horario de ética era después del recreo y los alumnos iban un poco más despiertos a la clase. La profesora se llamaba Angélica. Era pequeña y algo llenita, y aunque los niños estaban convencidos de que las clases a pesar de ser amenas no les servía para nada, adoraban a Angélica y la llamaban cariñosamente barril de chocolate
ya que además de rellenita tenía una tez muy morena y su pelo era negro como el azabache, tal vez debido a que nació y pasó casi toda su infancia en Lanzarote, donde, como decían por su tierra, el sol raja las piedras
.
―Bien, chicos ―dijo Angélica― hoy nos toca hablar sobre el destino. ¿Está nuestra vida regida por el destino? ¿Venimos a este mundo con un diario escrito de antemano?
Como siempre Angélica intentaba que los muchachos hicieran un debate y razonaran sobre el tema propuesto, pero rara vez lo lograba. Ella entendía que con la edad con la que se enfrentaba diariamente en sus clases era muy difícil conseguir los objetivos que se había planteado para el año. Pero no decaía en su empeño, gracias a lo cual conseguía que, al menos, sus alumnos participaran activamente en el diálogo, aun cuando este tuviese poco que ver con los temas tratados.
―Bueno niños, a quien le toca empezar hoy. Si no hay voluntarios preguntaré yo directamente.
Antes de que su dedo llegara a señalar a Paco, Lucía comenzó a hablar mientras aquél lanzaba un suspiro de alivio. Paco siempre estaba en las nubes y tal vez por eso se sentía el blanco de todos los profesores, pero por esta vez escapó y volvió a recuperar su sitio en las alturas
.
Lucía era de la opinión, y así lo expresó, de que el destino no existe. Argumentaba que las cosas suceden día a día y, dijo, "somos nosotros los que hacemos que las cosas salgan bien o mal. Por ejemplo ―contestó haciéndole un guiño a Roberto, que era el que normalmente se reía de sus payasadas― si no estudio no apruebo por lo que mi destino será buscar un hombre rico que me mantenga, que me compre joyas, vestidos....
―Lucía, ¡Siempre serás la misma! ―le recriminó Angélica―. No te puedes tomar nada en serio. Si en tu vida tiene que aparecer un hombre rico aparecerá estudies o no estudies.
Como solía hacer Lucía siempre que metía la pata puso cara de mimosa y pidió perdón. Inmediata-mente, la profesora intentó de nuevo que se produjera un debate serio y profundo, aunque sabía que los alumnos, entre los 17 y 18 años, sólo deseaban que la hora pasase rápidamente.
Esto de dar clase es una pesadilla ―pensaba Angélica diariamente―. Aunque ella disfrutaba mucho y le encantaba estar metida entre ellos, oír sus discusiones sobre el fin de semana y a veces se quedaba ensimismada escuchando las risas y pensando en ese momento cuánto daría por volver a tener 18 años.
Fernando, que era el que, según sus profesores, tenía todos los puntos para dedicarse a la política, se puso serio e intentó convencer a los demás con sus razonamientos.
―Yo creo que venimos a este mundo con un destino preparado y que nada podemos hacer para cambiarlo.
¿Cómo si no se explica que en un accidente de avión en el que tendrían que morir todos los pasajeros sólo se salven los que viajan en la fila 18?
Algunos niños rieron ante una exposición tan gráfica pero la mayoría se quedaron expectantes pensando que tal vez Fernando tuviera razón.
―El destino ―dijo la profesora― es aquello a lo que tenemos que enfrentarnos en muchos momentos de nuestra vida. Aparece inesperadamente, como un muñeco que salta impulsado por un resorte después de abrirse una tapa y que asustándonos nos hace dar un brinco. Igual pasa a lo largo de nuestra existencia, de repente algo sucede y nos alegramos o algo ocurre y nos da una tristeza enorme. En esos momentos sabemos que todo será distinto, que nuestra rutina diaria cambiará, que ya no seremos los mismos a partir de ese instante.
Mientras la profesora daba esta explicación a la clase Lara pensó en Odraude la luz. No se acordaba en qué momento le comunicó su amiga nocturna
el nombre, pero si sabía que se lo había reiterado en muchas ocasiones hasta dejarlo indeleblemente grabado en su memoria.
Por medio de sus tenues susurros Odraude no sólo le solicitaba ayuda, sino que había logrado establecer entre ambas un abierto intercambio de sentimiento basados en esa esperanzada inquietud que se nutre de la confianza en los otros
.
Pero, se preguntaba Lara, ¿por qué no alcanzaba a recordar todo lo que le transmitía su etérea amiga?
Sabía por libros de psicología que leía, que las personas tienen la capacidad de bloquear la mente con el fin de que algo que les atormente se quede en lo más profundo, allí donde se guardan las ilusiones perdidas, donde descansa los momentos más dolorosos. Es igual que sacar del altillo del ropero tu caja de recuerdos y empezar a rememorar en qué momento te lo regalaron, cuándo te lo compraste, quién te lo dio. Pero cuando vuelves a guardar la caja, los recuerdos tornan a guarecerse hasta la próxima vez que los veas. La profesora hizo que Lara volviera a la realidad con una pregunta sobre las relaciones humanas y el destino y no le quedó más remedio que dejar