Rompiendo el compás
Por Emma Raveling
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Una vida construida sobre mentiras...
En el camino rápido hacia el éxito internacional, la aclamada concertista de piano Leila Cates está cerca de cumplir sus sueños. Pero su trayectoria hacia el estrellato seguro llega a un inesperado final cuando el cadáver de su novio, un director de orquesta de fama mundial, es descubierto justo antes de su debut en Nueva York. Cuando los rumores sobre su relación salen a la luz, Leila se convierte de inmediato en la principal sospechosa.
Un pasado con el poder de destrozar el futuro...
Desesperada por limpiar su nombre, Leila se dispone a descubrir la verdad. Contando con la reluctante ayuda de Orion Frazier, el detective encargado del caso, su investigación pronto la atrapa en un mundo de secretos y mentiras.
Cuando todo está en juego, ¿podrá Leila encontrar la fuerza para enfrentarse a lo que descubre?
Una tensa novela de suspense de secretos oscuros y ambiciones incluso más oscuras, Rompiendo el compás es una novela hipnotizante sobre la traición que puede ocultar el amor.
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Rompiendo el compás - Emma Raveling
Descripción
En el camino rápido hacia el éxito internacional, la aclamada concertista de piano Leila Cates está cerca de cumplir sus sueños. Pero su trayectoria hacia el estrellato seguro llega a un inesperado final cuando el cadáver de su novio, un director de orquesta de fama mundial, es descubierto justo antes de su debut en Nueva York. Cuando los rumores sobre su relación salen a la luz, Leila se convierte de inmediato en la principal sospechosa.
Desesperada por limpiar su nombre, Leila se dispone a descubrir la verdad. Contando con la reticente ayuda de Orion Frazier, el detective encargado del caso, su investigación pronto la atrapa en un mundo de secretos y mentiras.
Cuando todo está en juego, ¿podrá Leila encontrar la fuerza para enfrentarse a lo que descubre?
Una tensa novela de suspense de secretos oscuros y ambiciones incluso más oscuras, Rompiendo el compás es una precuela independiente de A WovenSilence.
ROMPIENDO EL COMPÁS
EMMA RAVELING
––––––––
Para G
Has conseguido sobrevivir
Nadie continúa siendo como era antes cuando se reconoce a sí mismo
- Thomas Mann
***
Algo queda en el silencio después de una actuación.
Su eco resuena entre los asientos, serpentea a través de los pasillos y las filas, susurrando mientras regresa al frente del auditorio.
El escenario recuerda.
Su suelo pulido palpita con el latido de cada músico que lo ha cruzado y conserva en su interior su recuerdo infinito que murmura sin cesar en silencio.
Poder.
El mismo poder palpitante de la espesa sangre que ahora fluye por la madera pálida y forma charcos alrededor del podio.
Esta tierra sagrada va extrayendo la vida de un artista, ingiere ambición y arrogancia y devora incontables sueños de inmortalidad para así saciar a un público voraz.
El escenario exige que lo alimenten.
Cuando te subes a él te conviertes en el sacrificio voluntario.
UNO
El primer recuerdo que Leila Cates conservaba erade su madre diciéndole que curvara la mano. No los dedos, sino el arco de la palma de tal forma que los nudillos se convirtieran en un puente ideal para un pianista.
Había empezado a guardar en la palma frutas pequeñas como dátiles, limones y aguacates, sujetándolos en el centro de su diminuta mano entre lecciones prácticas y acostumbrando y moldeando los finos y flexibles músculos de entre los dedos para que absorbieran el lenguaje de Bach, Beethoven y Mozart.
Cuando su mano creció y su hambre musical se extendió hasta Chopin, Rachmaninoff y Tchaikovsky, pasó a las naranjas y manzanas.
Con doce años, Leila dejó de comer fruta. Solo el olor le provocaba náuseas.
Pero el movimiento repetitivo se había quedado allí, impregnado en su memoria muscular y formando parte de ella al igual que el enfermizo olor dulce de la fruta demasiado madura.
Once años más tarde, sentada en las oficinas de Soltano Music International sin un piano a la vista y nada en qué concentrarse salvo la mirada compasiva de su manager, Leila arqueaba las manos de forma reflexiva, con unas palmas que intentaban alcanzar una y otra vez una firmeza que se había ido ya hacía tiempo.
Deslizó las puntas de los dedos por el cuero pegajoso del sofá.
—No puedo hacerlo —dijo.
Joshua Levinson emitió un murmullo reconfortante y sirvió más chardonnay en la copa que se hallaba sobre la mesa.
—Sí que puedes, pero tienes que relajarte.
Leila cogió el vaso, con la textura rugosa del cuero todavía pegada a sus yemas, y bebió. El vino frío hizo que sintiera un hormigueo por la garganta reseca.
—Ahora mismo estás preocupada. Si te relajas...
—¿Cuánto tarda uno en calmarse después de enterarse de que su novio se está follando a la concertino?
Joshua hizo una mueca.
Habían sido los sonidos.
El gemido grave de su novio que retumbaba en la quietud del apartamento, los suaves suspiros de placer de una mujer. Se habían quedado suspendidos en el aire, guiándola hasta la puerta entreabierta al final del pasillo.
Leila sabía que no era bienvenida en el estudio privado de Carlo, al igual que él no era bienvenido en su salón de música.
El dominio de un artista era privado, un refugio para practicar y experimentar, el único lugar donde todavía se permitía el fracaso.
Pero aquella mañana Leila lo necesitaba. Era su día, un día importante, y quería disfrutar del resplandor de Carlo, de la forma en la que pronunciaba su nombre, las sílabas sucintamente bruñidas con su acento mediterráneo, de su piel calentando la suya y asegurándole que su vida era de verdad, que iba bien y por buen camino.
Por eso se había acercado en una carrera hasta su estudio justo cuando los pálidos rayos del amanecer recorrían Broadway y se extendían hasta el río mientras se imaginaba su sorpresa y placer al verla, cómo se reiría y compartiría la emoción de su primer ensayo en el Lincoln Center.
El deseo de oír sus palabras sobre hacer música y el amor juntos era la razón por la que había ido a aquel lugar.
Pero había sido la necesidad compulsiva de entender el sonido, de distinguir lo que cada tono y vibración y color expresaban, lo que la condujo pasillo abajo.
Debería haberse detenido.
Si se hubiera marchado, aquello que había estado ignorando tercamente durante meses no estaría ahora grabado en su mente, mezclado con incontables partituras musicales y los recuerdos de los tres años que habían estado juntos.
No habría visto la forma en la que los dedos pálidos y finos de Alexis se aferraban a los hombros de Carlo mientras ella lo cabalgaba, con la luz de la mañana entretejiendo su cabello dorado y bañando su espalda de un brillo fantasmal...
Leila dejó la copa antes de que se hiciera añicos.
Joshua suspiró, desprendiendo un ligero olor a desodorante y a una loción cara que no conjuntaba con su insulso traje gris y con el aspecto de un agente de seguros que sopesaba una reclamación.
Dio golpecitos con el pie contra el suelo alfombrado y Leila sintió su enfado.
—Es un concierto más.
Ella sacudió la cabeza.
—Por el amor de Dios, Leila, ¿sabes cuánta gente mataría por este concierto?
—Consigue a otro director de orquestra y a otro concertino.
—Este concierto se ha promocionado durante el último año. Cates y Belandini. Tanto tú como Carlo sois necesarios para que funcione —hizo una pausa—. ¿Le dijiste algo?
—No, me marché.
No quería explicarle cómo su voz había desaparecido como si la hubiese corroído el ácido, cómo se había alejado de aquella puerta inhalando aire a través de los dientes, cada inspiración apuñalándole la garganta y los pulmones como cientos de esquirlas de vidrio.
—Bien —Joshua asintió y apartó la mirada—. Eso está bien.
Leila comprendió aquellas palabras.
—Lo sabías.
—¿Perdón?
Leila dobló los dedos y sus uñas arañaron el cuero con un suave chirrido.
—Sabías que estaba con ella.
Joshua enderezó la pila ya recta de revistas de BBC Music sobre la mesa.
—Carlo es italiano.
Lo dijo como si esperara su aprobación, un asentimiento o un murmullo que los absolviera a ambos de la traición silenciosa.
Leila apretó el cuero bajo sus cortas uñas.
—¿Ha habido otras mujeres?
—Carlo Belandini es el director de orquesta más importante de esta generación. Es joven...
—Dios, Josh, ¿ahora también eres su manager?
—... genial, temperamental, un artista original...
—¿Así que puede hacer lo que quiera?
—Por lo que a ti respecta, sí —su voz se apagó—. Te han jodido. No eres la primera y desde luego tampoco serás la última. Carlo es irremplazable. Es la estrella de este concierto, no tú.
Leila imaginó que sus uñas perforaban el cuero, rajando la piel procesada y liberando el relleno como sangre que manaba de una herida.
—Tu relación con él ha jugado un papel importante en la publicidad que has recibido. La mayoría de los debuts de Nueva York no consiguen este nivel de atención —la sombra desapareció de su cara—. No podrías pedir unas circunstancias mejores.
Leila sintió que su boca se secaba de nuevo.
—No puedes estar diciéndolo en serio.
—Toda esta tensión da lugar a una pasión increíble —sirvió más vino en su copa—. Será una noche memorable, un concierto del que todo el mundo hablará durante mucho tiempo. ¿No es eso lo que quieres?
Leila dio otro largo trago.
Desde el momento en el que su madre la había sentado al piano cuando todavía llevaba pañales había existido un plan. Años de entrenamiento disciplinado y de sacrificios combinados con pasos cuidadosamente ejecutados habían finalmente desembocado en aquel acontecimiento.
Aquel concierto prominente se presentaba como un espectáculo de glorioso arte romántico, la mezcla de la última superestrella europea con el joven talento americano, una dinámica pareja lista para arrasar en el mundo de la música.
Pero lo que había ocurrido aquella mañana no era parte del plan.
—Un concierto, Leila. Consigue terminarlo y...
—¿Y qué? ¿Corto con él? —su mano temblaba ligeramente—. Ningún director de orquesta volverá a tocarme.
Carlo recompensaba de manera generosa a aquellos que seguían sus interpretaciones e ideas y eliminaba rápidamente a los miembros de orquesta y solistas que consideraba de carácter complicado. Se tomaba las cosas de forma muy personal y exigía una lealtad absoluta que él claramente no profesaba.
Joshua le lanzó su sonrisa de vendedor de seguros.
—Me aseguraré de que eso no ocurra.
—No puedes prometer algo así.
—Si no funciona con orquestas, entonces nos centraremos en recitales —frunció el ceño—. ¿Le has echado un vistazo a las partituras que te envié?
—Todavía no —mintió.
Todos los días, los compositores inundaban Soltano Music International con sus obras más recientes, con las que esperaban atraer la atención de alguien que estuviera en la lista de éxito de la agencia.
En el pasado, las agencias rechazaban las partituras que no solicitaban. Pero cuando se secaron los fondos de las artes y la industria discográfica se derrumbó, tuvieron que hacer cambios en sus políticas.
Los estrenos de nuevas obras recibieron mayor atención por parte de los medios de comunicación y se podía convencer al organizador de un concierto de que se arriesgara a contratar a un nuevo artista.
A la mayoría de los agentes, organizadores y periodistas no les importaba si la nueva obra era la equivalente a los cuadros de mierda fácilmente olvidables que colgaban de las paredes de innumerables habitaciones de motel por todo el mundo.
Pero a Leila sí le importaba.
En la música había encontrado un lenguaje perfecto, una forma de expresar lo inexpresable. Algunas cosas no podían comunicarse a través de las palabras.
Leer partituras poco profesionales plagadas de ideas clichés le quitaba la razón por la que tocaba en primer lugar y eso le molestaba.
—Todos los grandes artistas estrenaron obras que luego resultaron ser maestras.
—Lo sé, pero...
—Están apareciendo nuevos festivales de música por todas partes. ¿Quieres más conciertos? ¿Ser una artista que haga algo relevante y que marque la diferencia? —Joshua extendió los brazos—. Así es como se hace.
Sus ojos resplandecían con un brillo duro, la clase de mirada que había visto en los ojos de los evangelistas que predicaban en la televisión sobre la gloria y la nobleza que se hallaban en el sufrimiento.
Cuando la gente conocía a Joshua por primera vez, normalmente se sorprendía al descubrir dónde trabajaba. Solo era unos años mayor que Leila y sus maneras suaves no encajaban con las tácticas de negocio agresivas de SMI.
Había innumerables agentes que eran mucho mejores vendiendo a sus artistas que él y sus egos eran normalmente tan gigantes como el de la gente a la que representaban.
Pero la religión de Joshua era la música y podía vender fe.
En una industria cada vez más dominada por los intereses de empresas patrocinadoras y que competía frenéticamente por la relevancia en un mundo de gratificación instantánea y de focos de atención cada vez más breves, Joshua veía su trabajo como una vocación.
Creía fervientemente que su propósito en la vida era traer otra época dorada del arte volviendo a resucitar la música clásica para el público.
A veces Leila quería abofetearlo, sacarle aquella sonrisa llena de dientes de la cara y recordarle que no tendría un trabajo si no le hubiese estado robando el maldito quince por ciento de todos sus años de trabajo y sacrificio.
Otras veces le gustaba la idea que el hombre encarnaba.
En la mayoría de las ocasiones recordaba que él era el encargado de llevar el plan por el buen camino.
Así que Leila simplemente murmuró algo como señal de acuerdo, asegurándole lo cierto que era su entusiasmo y su lugar en la búsqueda para traer el poder de la música en directo a la generación de internet.
La puerta se abrió y el aire frío de enero se coló en la habitación, trayendo un ligero toque a perfume de Chanel.
Marlene Soltano entró en la sala y su aspecto cuidadosamente arreglado hizo de repente que la oficina pareciese un lugar desvencijado. El cabello era espeso y del color de la miel, cortado a la moda en un estilo bob, y arreglado con maña alrededor de un rostro afilado y anguloso crispado por la irritación.
—¿Habéis visto mis guantes negros? —se frotó las manos, su voz teñida de un fuerte acento en el punto intermedio entre el británico, el francés y el italiano—. Juraría que los había dejado en el bolsillo de mi abrigo, pero no los he encontrado esta mañana.
Joshua se levantó de golpe del asiento, moviendo los brazos de un lado a otro como si no supiera qué hacer con ellos. Al principio los tenía a los costados, luego los cruzó sobre el pecho y luego los dejó caer de nuevo y se metió las manos en los bolsillos.
—No los he visto, pero puedo buscar...
—No, haré que Marc salga corriendo a buscarme otro par —dejó escapar un ligero suspiro—. ¿Habéis conseguido contactar con Dietrich? Tenemos que coordinar el programa de Sasha y Natalie.
Joshua introdujo las manos más adentro de los bolsillos y Leila sintió una punzada de lástima por él.
—No me ha devuelto las llamadas todavía. Lo intentaré hoy de nuevo...
—No te molestes —lo rechazó con