La escuela del italiano
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La escuela del italiano - Javier García Cellino
La escuela del Italiano es una novela realista, cuyo ritmo sostiene un equilibrio, a lo largo de toda la lectura, que la hace elegante y sobria. Mantiene en capítulos cortos dos historias paralelas que van creciendo en intensidad, de tal forma que en su transcurso el lector empieza a comprender por qué una portera, llamada Aura, va escribiendo en un diario lo que ocurre en la escalera de aquella casa señorial de un Valladolid entre 1951 y 1953, es decir, cuarenta y tres años antes de que el protagonista, Rafael Cruz, conozca una noticia sobre su vida que le ayudará a comprender su pasado. Con el leitmotiv de un cuadro titulado La oscuridad, Cellino ha escrito una historia de personajes interesantes, dibujados con mano maestra, que quedarán en el recuerdo del lector.
La escuela del Italiano
Javier García Cellino
www.edicionesoblicuas.com
La escuela del Italiano
© 2014, Javier García Cellino
© 2014, Ediciones Oblicuas
EDITORES DEL DESASTRE, S.L.
c/ Lluís Companys nº 3, 3º 2ª
08870 Sitges (Barcelona)
ISBN edición ebook: 978-84-16118-82-3
ISBN edición papel: 978-84-16118-81-6
Primera edición: diciembre de 2014
Diseño y maquetación: Dondesea, servicios editoriales
Ilustración de cubierta: Héctor Gomila
Queda prohibida la reproducción total o parcial de cualquier parte de este libro, incluido el diseño de la cubierta, así como su almacenamiento, transmisión o tratamiento por ningún medio, sea electrónico, mecánico, químico, óptico, de grabación o de fotocopia, sin el permiso previo por escrito de EDITORES DEL DESASTRE, S.L.
www.edicionesoblicuas.com
PRÓLOGO. Una magnífica novela de personajes
Javier Cellino escribe desde que no sabía que su destino era precisamente ese, el de ser un escritor. Siendo yo un niño de unos doce años me dijo que iba a escribir una novela que se titularía De entre las cenizas. Desconozco si lo llegó a hacer o si su argumento lo transformó más tarde en otra de sus creaciones. He dicho que es escritor porque Javier Cellino escribe desde siempre novelas, escribe en revistas y periódicos y también escribe poesía, que creo que es su auténtica pulsión literaria. Y lo mejor de todo eso es que puede disfrutar de sus libros, premiados y publicados.
Con La escuela del Italiano se adentra en una búsqueda identitaria que él tiene desde siempre alojada en su cerebro, porque recurre a algunos rasgos de familia —Italia, Valladolid, artes plásticas, apellidos— sin que eso signifique, en absoluto, que los personajes o la historia sean autobiográficos, nada más lejos. Lo que hace Cellino, como buen escritor que observa su alrededor, es nutrirse de elementos que va colocando aquí y allá a medida que le encajen mejor en la historia. Imagino que podría tener suficiente carrete para un día tirar del hilo y construir una historia novelada, con tintes de saga familiar entre finales del siglo xix y primera treintena del xx, que ahí le dejo a modo de propuesta para cuando quiera meterse en una obra de largo aliento.
La escuela del Italiano es una novela realista, cuyo ritmo sostiene un equilibrio, a lo largo de toda la lectura, que la hace elegante y sobria. Mantiene en capítulos cortos dos historias paralelas que van creciendo en intensidad, de tal forma que en su transcurso el lector empieza a comprender el porqué una portera, llamada Aura, va escribiendo en un diario lo que ocurre en la escalera de aquella casa señorial de un Valladolid entre 1951 y 1953, es decir, cuarenta y tres años antes de que el protagonista, Rafael Cruz, conozca una noticia sobre su vida que le ayudará a comprender su pasado. Con el leitmotiv de un cuadro titulado La oscuridad, Cellino ha escrito una historia de personajes interesantes: Rafael, Sara, el Prior, Otto, Julián, Natalia y un misterioso Jaime Aguirre, dibujados con mano maestra, que quedarán en el recuerdo del lector. Cuántas veces hemos dicho que la novela, a partir de 1975 —salvo Pijoaparte y poco más—, no ha construido muchos personajes que pervivan tras la lectura, como ocurría con los decimonónicos de Ana Ozores, Fortunata, o los más entrados en la primera mitad del siglo xx, como el antihéroe de J.D. Salinger, Holden Caulfield.
La escuela del Italiano es un fresco en el que el autor combina con éxito el amor, el arte, la amistad y los acontecimientos diarios de la historia reciente. Hay también un misterio, en lo que se refiere al descubrimiento de hechos vitales desconocidos, y una sabiduría en el manejo de los diálogos, inteligentes y perspicaces, entre los que se entrecruzan la pintura y la psiquiatría (no es gratuita la cita de Goethe que encabeza el libro: La locura, a veces, no es otra cosa que la razón presentada bajo diferente forma), entre Rafael, el protagonista; Fray Pedro, el prior de un convento de Redentoristas e importante personaje en la historia; Julián, el rector de la universidad; y Sara, eje fundamental en la vida de Rafael. Todo esto, unido a los capítulos de la portera Aura, con su gracejo popular, y ajena por completo a la importancia capital de su relato, conforman un universo inolvidable.
La escuela del Italiano es, para mí, una de las mejores novelas de Javier Cellino, cuya escritura depurada, en su cadencia seguramente pasada por el filtro de la poesía, tan cara al autor, deja constancia este arranque magnífico con el que dejo paso al lector, al que espero haberle abierto el apetito:
No mentiría del todo si aseguro que, cuando salió de la librería de Otto —a pesar de que su vestimenta era la habitual: unos pantalones vaqueros y una chaqueta de pana marrón con coderas del mismo color, y ese tipo de camisas a cuadros que acostumbraba a usar a diario—, el psiquiatra Rafael Cruz y Cruz se había convertido en otra persona.
Miguel Munárriz
A Menchu, por su inestimable ayuda.
El espíritu en el sueño tiene claras visiones.
ESQUILO
La locura, a veces, no es otra cosa que
la razón presentada bajo diferente forma.
GOETHE
No mentiría del todo si aseguro que, cuando salió de la librería de Otto —a pesar de que su vestimenta era la habitual: unos pantalones vaqueros y una chaqueta de pana marrón con coderas del mismo color, y ese tipo de camisas a cuadros que acostumbraba a usar a diario—, el psiquiatra Rafael Cruz y Cruz se había convertido en otra persona.
En aquel invierno de 1995 iban a ocurrir más cosas que todas las que Rafael hubiera visto en su vida, y eso que habían transcurrido ya cuarenta y tres años desde su nacimiento, y había sido testigo de algunos sucesos prodigiosos, sobre todo cuando aquellos astronautas viajaron a la Luna en una nave espacial, el Apolo XI, y al llegar arriba levantaron las manos haciendo un saludo a todos los espectadores. Rafael estaba en el comedor de su casa, sentado delante del televisor —apenas un puntito más entre los millones de personas que contemplaban un espectáculo mágico—, cuando, de pronto, su mente comenzó a elevarse por el aire. Habían bastado unos instantes para convertirse en el componente más joven —le faltaban unos meses para cumplir diecisiete años— de una tripulación de locos, a los que nadie había creído, pero que ahora estaban en lo más alto del mundo riéndose de todos, mientras aseguraban a los millones de asombrados espectadores que los sueños podían realizarse. Sí, no había más que verlos a ellos, a Armstrong, a Aldrin y a Collins, paseando por aquel enorme queso de gruyere que era la Luna, un lugar en el que nadie había posado los pies hasta entonces. Rafael miró el mundo desde arriba, riéndose de sus pequeñas dimensiones, y, después, se unió a sus compañeros, que alzaban las manos y enviaban a la tierra un saludo. Hola, dijo Rafael, me siento muy orgulloso de estar aquí. Hemos tardado cuatro días, seis horas y cuarenta y seis minutos exactos en llegar hasta este «Mar de la Tranquilidad», pero les aseguro que ha merecido la pena. Sí, hace mucho calor, todo parece flotar en el aire. Las piedras, nosotros mismos, no somos más que aire. Levitamos en una niebla transparente que nos lleva de aquí para allá; sin darnos cuenta, nuestro cuerpo se ha reducido a una masa ingrávida, y esta ausencia de peso nos proporciona una sensación cercana a la felicidad. Porque, eso debe de ser la felicidad, explicó a continuación a los millones de espectadores que escuchaban atónitos sus palabras, huir del dolor, de las incomodidades de la vida cotidiana, sentirse como un pájaro que está siempre volando por el espacio, sin ninguna preocupación.
Si bien, por muy importante que fuera aquel viaje a la Luna, que había sucedido en el verano de 1969, no podía compararse con la felicidad que sintió al encontrar la página en la que venía la noticia que hablaba de su madre. Al salir de la consulta que tenía en la calle Ganduxer, en Barcelona, enfrente del piso en el que vivía desde que a la muerte de sus tíos abandonara la casona familiar, se encaminó hacia la librería de Otto. Ya en el paseo marítimo, una vez más fue fiel a su costumbre de contemplar el mar. Durante unos minutos, se fijó en las olas, que rompían en los bordes de la playa. A veces, parecía que formaban pequeñas burbujas que se deshacían en el aire, llenándolo de colores y de manchas de todos los tamaños y formas imaginables. Después, empujó la puerta de la librería. Otto, el dueño, charlaba con unos clientes. Parecido a un oso en su aspecto, el alemán había sustituido el pelo de la cabeza por un bigote exageradamente poblado en las puntas. Según comentarios de algunas personas que recordaban con nostalgia los viejos tiempos, Otto había sido siempre un revolucionario, y, entre otros episodios famosos, había participado en la huelga de los tranvías de Barcelona, en el año 1951. Después, los años le habían ido dejando sin pelo, aunque no sin las antiguas ilusiones, que procuraba alimentar en aquel local que estaba decorado de una forma extravagante.
Nada más entrar, un enorme mural, en el que los visitantes hacían dibujos a su capricho, se extendía por todo el frente. No faltaban animales exóticos, mujeres con un pubis exagerado, o libros que tenían títulos ilegibles. Todo estaba permitido allí; fuera normas, esa era la norma preferida del alemán. A pesar de su aspecto desordenado, la librería de Otto podía presumir de disponer del catálogo más completo y exigente de todas las que se extendían por las principales arterias comerciales de Barcelona.
De una forma mecánica los pasos de Rafael lo condujeron hasta la sala de arriba, que estaba dividida en dos mitades más o menos simétricas. Una de ellas se dedicaba por completo a libros de Historia, mientras que en la otra, que despedía un intenso olor a salitre, los libros de arte se extendían por aquí y por allá, en todas direcciones, sin un riguroso control de sus materias. Los momentos que tenía libres en su trabajo de psiquiatra, Rafael los empleaba en el estudio de la pintura. Le interesaba sobre todo el desplazamiento que el artista hacía de sí mismo por el modo en que se relacionaba con el exterior. Cada pincelada, y cada línea más o menos abierta o cerrada, no era sino la plasmación de su paisaje interior, contaminado, si acaso, por las veladuras de la realidad.
Rafael vio una remesa nueva de libros, que sobresalían de una caja de cartón que estaba en el suelo, y la costumbre lo llevó a coger el primero de ellos. Se trataba de un resumen de acontecimientos pictóricos que habían sucedido hacía casi medio siglo. Un crítico catalán, Santos Camarasa, de la revista Galeradas, recogía informaciones sobre catálogos, reseñas de obras o precios de subastas de aquella época.
Si hubiera mirado el reloj cuando comenzó a hojear el libro, Rafael se habría dado cuenta de que acababan de dar las ocho de la tarde. Esa fue la hora en la que, de pronto, al pasar una de las