Anon (Andrew Niccol, 2018) es una película situada en un futuro distópico en el que los ojos humanos son regulados por una máquina. El mundo se presenta interpretado; no hay cabida a la interrogación. Uno de los personajes afirma: “Hay que creerles a nuestros ojos, o el sistema no funciona”… En un mundo en el que la imagen nos avasalla, en el que proliferan las fake news y los deepfakes, en esta era de la posverdad, ¿podemos creerles a nuestros ojos? ¿Cómo sitúas tu actividad como filósofo en este contexto?
Esa es una pregunta muy interesante. Me detonó muchas ideas. Somos, principalmente, una sociedad ocularcentrista, es decir que para nosotros el sentido de la vista está en el centro. No el oído, ni el olfato, ni el tacto, ni el gusto. Imaginemos la dificultad que tienen las personas invidentes para moverse en este mundo que hoy en día funciona, principalmente, a través de pantallas.
La vista es el centro de todas las cosas, prácticamente casi desde Aristóteles, porque es el sentido que nos proporciona mayor conocimiento del mundo de manera más rápida, a diferencia del resto de los sentidos. Así es también como la vista comienza a convertirse en un portador de verdad (imaginemos expresiones como “ver para creer” o memes como el del perrito asustado). El punto medular de esto es que confiamos excesivamente en nuestros ojos.
En la actualidad nos enfrentamos a un mundo simulado. Vivimos en la era de la pantalla global, en la era de las mil pantallas, según Lipovetsky y José Luis Brea, quienes utilizan diferentes conceptos para definir este momento que vivimos,