Todo empezó con una apuesta de veinte mil libras hace ciento cincuenta años. En el Reform Club, un exquisito local de caballeros situado en pleno corazón de Londres, la imaginación de Julio Verne había dibujado a uno de sus personajes más famosos: el impasible, puntual y rutinario Phileas Fogg. Enigmático, inglés de pura cepa, con un cierto aire a Byron. “Pero a un Byron de bigote y patillas, a un Byron impasible, que hubiera vivido mil años sin envejecer”. Así lo describe el escritor francés. Un hombre dispuesto a jugarse la mitad de su fortuna para ganar el desafío y demostrar a sus compañeros de club que era posible dominar los nuevos medios de locomoción y conseguir lo imposible: dar la vuelta al mundo en un tiempo récord. Concretamente, en ochenta días.
“‘¿El señor va a viajar?’ –preguntó su nuevo ayudante, el francés Jean Passepartout, cuando este llegó a su domicilio en Saville-Row–. ‘Sí’ –respondió Phileas Fogg–. ‘Vamos a dar la vuelta al mundo’”. Fue el 7 de noviembre de 1872 cuando los lectores del diario se embarcaron, en compañía de estos dos inmortales personajes, en