Pese a estar curtidos en mil batallas, Hernán Cortés y sus 350 hombres no estaban preparados para lo que les esperaba en la grandiosa Tenochtitlán, la capital del Imperio azteca, el 8 de noviembre de 1519. Nadie procedente de más allá del océano lo habría estado. Allí, en los templos gemelos de Huitzilopochtli (dios del Sol y de la guerra) y Tláloc (dios de la lluvia y la fertilidad), situados en la cumbre del teocali, la pirámide más alta de la ciudad, los sacerdotes aztecas realizaban entre 15.000 y 250.000 sacrificios humanos anuales, la mayor parte de prisioneros de guerra que después eran cocinados y devorados.
Cuatro sacerdotes sujetaban a la víctima, extendida boca arriba sobre el altar de piedra, mientras un quinto le abría el pecho con un cuchillo de obsidiana y le arrancaba el corazón. Después, era ofrecido a los dioses y depositado en el cuauhxicalli (vaso del águila), delante del altar. Fray Bernardino de Sahagún, en su Historia general de las cosas de la Nueva España da una detallada descripción de lo que ocurría después: «Después de haberles arrancado el corazón y vertido la sangre en un recipiente de calabaza, que recibía el amo del hombre asesinado, se comenzaba a hacer rodar el cuerpo por los escalones de la pirámide. Terminaba por detenerse en una pequeña plaza situada debajo. Allí, algunos ancianos, a los que llamaban cuacuacuiltin, se apoderaban de él y lo llevaban hasta casas que llamaban calpulli, donde lo desmembraban y lo dividían a fin de comerlos…»
Brazos y piernas se cocinaban con pimientos, tomates y flores, y siempre se reservaba un muslo de cada víctima para el emperador
BEBÉS SACRIFICADOS
Brazos y piernas se cocinaban con pimientos, tomates y flores de calabaza. Después eran devorados por los parientes del guerrero que había capturado al desdichado. Siempre se reservaba un muslo de cada víctima para el emperador Moctezuma. La palma de la mano se consideraba un bocado exquisito. El tronco y las vísceras, según algunas crónicas, eran arrojados a los animales del zoológico real y las cabezas se empalaban en un mástil de madera y eran exhibidas en unas estructuras llamadas o «lugar de cráneos». Cuando llegaban las fiestas de Tláloc también se sacrificaban en su honor