(RE) CICLAJE VICIOSO
EN LA LADERA DE UNA COLINA al norte de Malasia, entre palmeras de aceite y árboles de caucho, se encuentra un enorme almacén al aire libre. Es la fábrica de reciclaje BioGreen Frontier que abrió el pasado noviembre en el poblado Bukit Selambau. En una abrasadora tarde de enero, Shahid Ali trabajaba durante su primera semana allí. Con los pies frente a una rampa en la línea de producción, estaba parado entre trozos de plástico blancos y empapados que le llegaban casi a las rodillas. A su alrededor más trozos flotaban desde la cinta transportadora y caían al suelo como copos de nieve.
Hora tras hora, Ali examina los trozos de plástico que pasan por el cinturón y saca los que parecen de otro color o sucios y los elimina del proceso de reciclaje. Aunque parece un trabajo agotador, Ali dice que es mucho mejor que su empleo anterior, en el cual doblaba sábanas en una fábrica textil cercana por un salario mucho menor. Ahora, si come frugalmente, puede ahorrar dinero de su salario de poco más de un dólar por hora y enviarle 250 dólares al mes a sus padres y seis hermanos en Peshawar, Paquistán, a 4,300 km de distancia. “En cuanto escuché sobre este trabajo, solicité el empleo”, cuenta Ali, de 24 años, un hombre sonriente con barba y gafas. Sin embargo, trabaja 12 horas al día, siete días a la semana. “Si me tomo un día libre, pierdo el salario de ese día”, agrega.
En el almacén, cientos de fardos se apilan más de 20 metros de altura —cada uno lleno de envolturas o bolsas de plástico desechadas por sus usuarios originales semanas antes—. Las etiquetas dentro de las bolsas ofrecen claves de su origen. Es posible ver envolturas de rollos de papel higiénico de un hogar en Half Moon Bay, California; empaques de El Paso y película polimérica de la sede del fabricante de bebidas energéticas Red Bull, en Santa Mónica, California.
Para esos desechos, las fábricas como la que emplea a Ali son el final de una odisea de hasta 14,000 km. El hecho de que esta basura haya viajado a este lejano rincón del planeta muestra, en primer lugar, lo mucho que la economía de reciclaje ha fallado para seguir el paso de la adicción al plástico de la humanidad. Este es un ecosistema profundamente disfuncional, si no al borde del colapso: alrededor de 90% de las millones de toneladas de plástico que el mundo produce cada año eventualmente terminarán quemadas, enterradas o desechadas en lugar de recicladas.
El reciclaje del plástico goza de un apoyo cada vez mayor entre los consumidores. Poner contenedores de yogur y botellas de jugo en un bote azul es un acto de fe ecologista en millones de hogares; pero la fe solo llega hasta cierto punto. El maremoto de cosas de plástico que entran al torrente de reciclaje al año cada vez tiene más probabilidades de salirse de él, víctima de un mercado roto. Muchos productos que los consumidores creen (y las industrias afirman) son “reciclables” en realidad no lo son debido a la dura realidad económica. Con los precios del petróleo y gas al mínimo en 20 años —gracias en parte a la revolución del , el llamado plástico virgen, un producto de materias primas de
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