EL CUENTO DEL GRAN PEZ
el pescadero tamborilea un impromtupara los turistas que tocan sus carteras. “¿Qué pasa? –pregunta a la multitud con las manos en las caderas–. ¿Nunca les han presentado al rey?”. Extiende la mano.
En el mercado Pike Place de Seattle, donde una colección variopinta de puestos de frutas y verduras, carnes y mariscos ve hacia el malecón, se juntan multitudes alrededor de reconfortantes despliegues de comida. Apilados como tesoros sobre cojines de hielo, los salmones devuelven una mirada vacía, con sus costados gruesos bruñidos de un lustre plateado. Como uno de los tres productos del mar favoritos en el mundo (con el atún y el camarón), el salmón es fácil de vender. Una pareja proveniente de Kalamazoo, Míchigan, ríe y señala uno de unos 4.5 kilogramos. El pescadero cierra el trato con un apretón de aleta y arroja el pescado teatralmente a su colega tras el mostrador, quien lo atrapa con las manos en la espalda antes de blandir un brillante cuchillo fileteador.
En primavera, cuando los cornejos florecen, los salmones dejan el azul profundo de las pasturas del Pacífico Norte y vuelven a sus arroyos natales para desovar y morir.
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