"Al llegar aquí, hace unos meses, afirmaba estar muerta. Desde que alguien se llevó mi equipaje donde tenía guardado un secreto y un cadáver..."

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25 octubre, 2010

Cóseme el mundo

Seguramente podría permanecer muerta sobre el banco del parque sin que nadie se diera cuenta. Adoptar esa postura rígida que tienen todos los vivos. Una actitud doméstica [la vida es un horno y la muerte una nevera, luego la Biblia nos habla de la conversión de los electrodomésticos; el cielo, el infierno, todo eso], leer un libro con los bordes cosidos, ya no hay libros con bordes cosidos, se ha perdido el oficio de la costurera. El libro está roto mamá, cóseme el libro con aguja e hilo. Acercarme mucho al estado de las cosas, aprender de la individualidad sustancial de los objetos, de su propiedad de mutabilidad y la capacidad para asociarse con otras cosas. Estar aquí, en la pequeña eternidad que el hombre crea para sus propias muertes –Orozco-, la eternidad para un objeto es un banco, una plaza, el nombre de una calle, o un monumento. La eternidad de un muerto son sus huesos, nuestra “cosa” son nuestros huesos y así. Podría permanecer días sobre ese banco, tal vez un perro venga a olisquearme o quizás se acerque el mundo con su olfato de lobo para devorarme lo que le quede de hambre; el mundo nos huele el hedor y nos desecha sin interrogantes. El mundo está roto mamá, cóseme el mundo con aguja e hilo. Clavame en el acerico del cielo las alfileres una a una, la necesidad de llorar un poco y un beso de los tuyos. ¿Cuáles serían las costuras del mundo?, mamá. Los bordes continentales, cariño. Podría permanecer en ese banco de madera, como un ataúd descapotable y al aire libre, alguien tiraría una moneda seguro, pero nada más. Tal vez el frío. Cuando llueve en domingo mientras tú estás abandonado, y no comprendes cómo vivir sin cuerpo, y cómo no vivir puesto que tienes cuerpo, Holan sabía que se está solo más allá de la soledad, solo de uno mismo, solo con la soledad de un asesino que planea un crimen o solo con la soledad de un muerto, cuando llueve en domingo y, solo, no eres más que tú, con ese miedo de serlo, con ese temor de sólo ser solo tú y la tarde de domingo. El domingo se va siempre hacia otros días como los cuerpos a otros cuerpos. Es lo que te decía; la asociación –ontológica- de los objetos que se van siempre hacia otros objetos. Cuando yo me fui hacia ti era domingo y otro cuerpo y otro mayo, lo recuerdo ahora en este banco, recuerdo mi infancia, cuando se está cerca de la muerte se tiene que regresar con urgencia a la infancia, yo estuve cerca de la muerte de niña y quise hacerme de golpe mayor, el deseo es siempre así de inconformista o se va hacia otros deseos como las cosas y sus asociaciones.

- La verdad es que no te entiendo. Siempre fuiste incomprensible para mí, siempre con esa pasividad de mirarlo todo, y anhelando exactamente aquello que no podías ver. Pero a mí me tenías, me podías ver, me podías tocar, y claro; sé cómo detestabas eso, cómo me detestabas, cómo intentabas deshacerte de cada cosa mía, como una asesina limpiando el crimen, yo nunca quise ser tu víctima, esas cosas no se eligen, lo sabes bien. Nunca te lo dije, pero odiaba esa sombra omnipresente que dejabas al alejarte, cuando te encerrabas en nuestro cuarto a escribir, el mismo cuarto donde dormíamos, donde jugábamos, donde soñábamos…el sonido de las teclas se hacían detestables, era mucho peor que el gemido de los amantes.

- Entiéndeme, tampoco era fácil para mí. No iba a sacar nada en claro de todos aquellos sentimientos, trataba de organizar aquel estado de felicidad, todo parecía como esos días irrevocablemente alegres, sentirme fuera de mí, fuera de aquello que era parte de mí, era de algún modo destruirme.

- Tampoco te dejabas construir. Lo intenté, supe que ni siquiera eso dependía de mí. Esperar que algo cambiara era una patada que acabé por no soportar.

- Pero te quise y lo sabes, me aferré a ti como los suicidas se aferran a las ventanas.

- No seas estúpida, tú nunca has querido a nadie, sabes muy bien que los verdaderos suicidas están condenados a lanzarse, o a abrirse las muñecas en canal, o a tener el estómago suficiente para ser capaces. Tú fuiste capaz de abandonarme. Tienes el estómago de una vaca.

- Yo jamás te abandoné.

- No me vengas con esas, cuando crucé la puerta, tú ya me habías abandonado hace tiempo. Ya te era desechable. Largarme sólo fue un mero trámite, incluso una manera de sobrevivir.

- Sé que no vale la pena recordarlo ahora, pero cuando te marchaste fui corriendo a decirle a mamá que se me había roto el corazón, que notaba un orificio, un hueco. Ella me sonrió, dijo que tenía arreglo, que me lo cosería con aguja e hilo, que eso que se me había escapado dejándome el corazón hecho un trapo, que tú, te llamabas infancia y nunca te irías demasiado lejos.

Pero hace tiempo no te siento, es extraño asociarte tan sólo con los parques, llamarte de nuevo, intentar que vengas, con esta postura de abandonarme en un banco -ahora, sin ti-, que es estar esperando, como esperan todos los muertos el día de su entierro.


10 enero, 2010

Introspección secular



Debo entender que los ojos no encierran imágenes y que la percepción no transmuta la realidad a escenarios de sueños. Debo entender que mi animal no me muerde, ni me acaricia con sus patas de alambre sino que es un concepto inventado que testimonia mi poca lucidez y debo entender que existe la muerte como una fiesta salvaje del cuerpo. Que todo es cierto, que la vida licua ya sin necesidad del fuego. No digo que el mundo sea un impulso eléctrico que no refracta en mi vista, como el sol penetra cada atardecer en el horizonte sin llegar a tocarlo o que exista una legaña de humo lacrando mi obertura ocular, haciendo las veces de ese indeleble escudo que protege de la volatilización de los días. Es tan sólo una débil protesta, como el cartón de un indigente firma un deseo “Una moneda”, que viaja de un lado a otro-¿hacia qué?- para chocar contra ese muro que nunca ha caído del todo, caen piedras como revelaciones, nada más. Y nos callamos, qué más dará la voz cuando nos prevalece la sordera. Cuando no escuchamos más que nuestras propias gesticulaciones sin alternativa de protesta. Sé que hay cosas que son inmutables como el sarcasmo o la primavera. Pero sólo creo que la traslación de mundo es miedo, que hay quien entra asustado –condenado-, sosteniendo en la mano antorchas del pecado, demonios que sacuden los cimientos del planeta,entrando ya indigentes de la vida.; como en aquel retablo de Grünewald, donde llegaban ángeles negros desde los bordes del inconsciente. Cenizas de un incendio como nostalgias de cicatrices, límites del cuerpo o los cristales opacos del deseo y la figura obscena de un enfermo que pustula su sufrimiento. Podría ser yo. Yo, que apenas soy la estructura de un cuerpo que se ciñe en mí, sumisa a los renglones que copia del caos su orden. Perdida. Rebuscando en la tierra, como el hocico de un perro, en cada escombro la belleza. Encontrando tan solo ese estiércol falaz que recubre con su olor cada una de nuestras ideas, rumiándolo lento, lento, lento, incrustando en nuestra frente “la yerra” brutal de las apariencias.

06 septiembre, 2009

* *



"Lo que no se ve no duele. Intento arrancarme la piel de esta ceguera, aún en sombra, pero no hay quien pueda hurgar los escombros que se conservan dentro de los ojos, no me duele lo rojo de una boca que estalló detrás del muro. Intento mirar cómo caen los segundos sin romperlos, es posible quedarse quieta mientras el tiempo rueda, no me duelen las balas en Kivu cuando hablo por el móvil. Padezco una terrible enfermedad, que se deshincha en mi cuerpo para darle dimensión a la ignorancia, en absoluto es un delirio de mi propio cerebro que desea abandonarme, no me duelen las tres mil violaciones a una niña de Sudamérica. Intento disociarme, romperme la mirada en algún rayo como si me hubieran fusilado el tres de mayo, no me duele que la luz del sol a Heinrich von Kleis le destrozara. Sólo son estas cuatro paredes, el papel en blanco, sólo mis ojos temblando sobre la cara de un muerto, no me duelen los cadáveres que no desvela la opacidad de la vida. Absolutamente ciega, como si la claridad fuera un códice de páginas negras donde no se leen las letras más que en video inverso, caminando sobre el vórtice de una hoja que te corta la yema de los dedos, sangrando una larga enfermedad, ajada de sabores oscuros, no me duelen las ochenta y siete puñaladas en “defensa propia” a un homosexual de Iowa. Me he golpeado con palabras, múltiples veces, la cabeza, “lo que no se ve no duele”. No veo nada, hace tiempo me volví invidente, mis ojos sólo recogen imágenes leves, no veo otra cosa que la bruma que dejó el humo de un cigarro, cualquier cosa que se asimile al silencio, al interior de una caja donde me encierro, cambiante, de negro a negro, con lentitud de líquido espeso que se derrama sobre mi cuerpo, cubriéndome los ojos obstinadamente. No, no, el dolor es ciego como un árbol quemado. El ascensor también sube lleno de silencio, lo he notado, el abandono se aleja de la misma manera, me duelen las cosas del silencio, con sus estanterías vacías y sus pisadas de ningún zapato, estoy también ciega de sonidos, con la boca, las manos y la piel ciegas, no me duelen las nubes radioactivas en Tomsk. Si me levanto, nada existe, si apago la luz sigue siendo de noche, el dolor es un oficio de los ojos, mira el dolor ¿alguien lo ha visto?, no me veo la fiebre si no me la encuentro, llevo repugnantemente vestidos a mis ojos, y así, atrozmente ciega de tortura, enferma, devastada, sitiada, nocturna, te escribo; los besos que das ahora, no, tampoco me duelen.

10 febrero, 2009

La afirmación del plenilunio



“Vivir no es otra cosa que arder en preguntas.” Artaud.


Vivo en un desván desalojado de soles, en una entraña de terribles sombras por donde bosteza la rendija de una luz que estira sus brazos en remolinos; un rayo de fuego, geología inmóvil sin naturaleza ni superficie. En el desván hay un silencio entreabierto, que a solas, me dice labios descuartizados desde el centro. Almas de miriápodos se arrastran por el suelo. Y toco sus sombras como a veces toco la mano vacía de un secreto. Hay que vivir en un desván; como el sonido de los bombardeos viven en un refugio. Lejos de la herida que se cura en miedo y se repite con el sonido de un alfabeto más convenientemente elegido. ¿Elegir? Las sombras no eligen presencias, ni la corporeidad de su propio sentido. En todo caso las sombras son las elegidas estatuas que conmemoran prehistóricos argumentos. Pululan dedos en las llagas desde ese resplandor terrible de la multitud que trazó un camino que hay que cruzar; de punta a punta, como borregos. Nos dicen elegir como una carta de exquisitos vinos. Náuseas de fuego sobre la madera del tiempo. Silencios pariendo infinitos, secciones de sueños a bisturís de bocas que rajan convulsamente cualquier intento de libertad y la sangre que corra por todas las partes de tu cuerpo. Silencios como truenos extrañamente ensordecidos. Las sombras son el orden del universo en uno o dos segundos de artificios. Vivo en el desván trasero del mundo, soy un muro o una baldosa, donde se apoyan o pisan las pirámides de los interrogantes abiertos, el flujo de una herida, la fluctuación de la muerte suspendida en este caleidoscopio de preguntas. Una hormiga. Un agujero que se lima y manipula con ojos ajenos, bajo el martillo que se ha partido en mi pecho, un cerebro diminuto en corte sagital y un dedo índice hurgando en los vértices de su tálamo. El dolor girando, revoloteando el tallo infecto de un cuerpo en reposo, callado. Cielos disparados hacia suelos más perfectos donde no existen líneas inversas, peatones de hielo. El desván existe como una constelación de estrellas disociadas que proyectan gérmenes sobre la concavidad de un alambre. Y los escalones que bajan hasta el infierno, que tiene la forma de una luz apagada. Suicidarme; en silencio, en una sombra. Romper las bisagras de unas alas, el color de un sentimiento, una etiqueta de “se vende” puesta al borde de mi alma.

09 enero, 2009

Espejos y crisálidas

En este accidente de habituales reflejos, el espejo me devuelve no eres (no eres agua, no eres herida, no eres relámpago, no eres luz, no eres bombilla). Me arrastro, entonces, a la fascinación de la propia imagen, me recojo en trocitos de detalles, me boceto torpemente, línea por línea, ángulo por ángulo, con una mano que es, al fin, comunicativa. Me gesto, me perfilo y mis rasgos, que se rigen por la preponderancia de pinceladas pasadas, se suicidan lentamente, imitándome, Me miro (no eres agua, no eres herida, no eres relámpago, no eres luz, no eres bombilla). Mi rostro, justamente entre dos rostros. Una crisálida en el espejo, no es menos razonable que mis ojos, ni menos silencioso su destello. Lo que temo ver es lo que no conozco, la esbeltez de una larva tras su última metamorfosis, lo que muta no es cíclico porque hay algo adentro que se suprime. Un carnaval inmenso o la oclusión de una vida (no eres agua, no eres herida, no eres relámpago, no eres luz, no eres bombilla). A veces seré lo vulgar o la metafísica de una pupa, armonizada transparentemente, pero no cierta como la piel que se desgarra. No es posible mi rostro. Ya no comprendo esta civilización de huesos y contornos que me mira, que me crea identidad y me saquea de abismos, me concretan, me forman, me repiten (no eres agua, no eres herida, no eres relámpago, no eres luz, no eres bombilla). Todavía creo encontrar algo de esa emoción tranquila y esquelética que existe en una radiografía. Hay algo claramente roto, una lesión antigua. Espejo y crisálida. Luego el mecanismo de transformarse, que se aburre intentado transmutar lo físico y no piensa, en absoluto, en lo intransigente del olvido. Mirarme. Retenerme, y saber deliberadamente, que el sentido a la vida se lo da la propia muerte. No eres.

14 diciembre, 2008

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Luz corta, corta, corta, luz larga, larga, larga, luz corta, corta, corta. Desde la ventana mi linterna te llama. La intensidad y la duración de una conducta se transforman en síntoma de un trastorno psicológico. Luz corta, corta, corta, luz larga, larga, larga, luz corta, corta, corta. Así se desgasta el dolor; a luces. Luego la esperanza, un intermitente sufrimiento, una hemorragia de paz suicida que arde y nos vuelve atrás, al comienzo de un cordón que estrangula y ahoga. La luz es precisa como un lenguaje de niebla, como los grados de la fiebre que a veces busco, o la arboleda de incertidumbre que siempre entorpece el camino. Luz corta, corta, corta, luz larga, larga, larga, luz corta, corta, corta. No hay que buscar definiciones ni esos aspectos aparentes con los que se alimentan las líneas de los estructurados e impuestos esquemas con que nos condicionan, sólo hay que dejarse llevar por la corriente de las cosas, la corriente de las cosas (quizá, Artaud, quizás tengan razón y me esté volviendo loca). Luz corta, corta, corta, luz larga, larga, larga, luz corta, corta, corta. Hay un naufrago en alguna parte, ahora, escribiendo señales de piedra en la arena, ráfagas de fuego en el aire, agotando linternas, balizas. Y eso ¿no es igualmente inútil que hacerlo en medio de cualquier calle? Pero a mí me llaman loca y a él superviviente. Así que escondo la linterna debajo de la manga como un caballero de armadura oxidada esconde su cara. Lo raro se esconde debajo de una manga o de una almohada. Lo raro está siempre debajo de algo. Es fácil aprender eso, de niña leí a ese caballero.

- Te veo mucho mejor…
- Sí, sí…

Luz corta, corta, corta, luz larga, larga, larga, luz corta, corta, corta, debajo de la manga. Todos ellos/ellas que siempre buscan algún tipo de respuestas, la racionalización de cada cosa, no pueden llegar a entender que tengo la costumbre de llevar una linterna, ni que te llame cada día en morse con ella, ni que mi vida dependa de una pila. Pero la linterna está siempre en mi mano, llamándote y esclerotizándome. Luz corta, corta, corta, luz larga, larga, larga, luz corta, corta, corta. Con luz difuminada, con diodos incoherentes, con llamadas sin respuesta, así ilumina mi linterna, y presiento que la esperanza es un estado provisional, como lo es la vida y los sueños, como lo fuiste tú. O este atrapado dolor que aspira a futuro y que es la consecuencia de lo que hablo; la verdad de una linterna. Luz corta, corta, corta, luz larga, larga, larga, luz corta, corta, corta. La lucidez de la locura, nadie habla de eso. Hay una extravagante sensatez en la locura que se han encargado de clasificar en cifras, que no aporta nada a la redondez del mundo –a su cuadrado círculo-, una extraña criatura que huele a verdad y asusta. Porque siempre aterroriza la conciencia de lo no conciente. Luz corta, corta, corta, luz larga, larga, larga, luz corta, corta, corta. Y llorar cuando se acaba una pila o un beso. Dicen que no es normal. Pues lloro pilas como lloro besos y hago señales que no atraviesan ningún muro, ningún ojo, a ningún nada. Y me basta, por no tenerte a ti, con abrazar esta linterna. Quizás yo misma sea una linterna que alguien enciende y apaga.

- La linterna sólo sirve para iluminar objetivos cercanos – me dijo alguien.

Tiro la linterna, el síntoma y algo de mí. Mañana, tal vez, me compre un faro o un bosque para incendiarlo.


[No vuelvas sólo para decirme que hay luz al final del túnel, yo simplemente quiero saber qué hay detrás de la luz, entonces, quizás…Y no me repitas que tengo una obsesión enfermiza con las luces, lo sé, ya lo sé…]